Un nuevo huracán ideológico recorre el mundo: los fundamentalismos y la extrema derecha en sus distintas versiones pero con unos rasgos comunes. ¿Qué hay de viejo y de nuevo en el fascismo italiano liderado por Salvini, en el nazismo recuperado por Alternativa por Alemania o en el franquismo alimentado por el nuevo partido Vox? El fenómeno de los neototalitarismos está produciendo una amplia literatura desde diversas perspectivas.
En esta tesitura quisiera destacar La internacional del odio (Icaria 2020), que lleva como subtítulo el que figura en la cabecera, escrito por Juan José Tamayo, uno de los teólogos más lúcidos y comprometidos con las causas emancipadoras. Su discurso, ampliamente documentado con declaraciones y actuaciones de líderes políticos como Bolsonaro u obispos vinculados a la Conferencia Episcopal española, desvela las estrechas relaciones que existen entre los movimientos cristianos fundamentalistas y la extrema derecha política. A este fenómeno lo denomina la Internacional cristoneofascista, que encuentra en el odio, que inocula a toda la ciudadanía, su razón de ser. Ello se percibe, por ejemplo, en la penetración de las iglesias evangélicas en América Latina o en el integrismo católico que permea el poder en Hungría y Polonia o que permite el ascenso de Vox, apoyado por organizaciones como HazteOir, Abogados Cristianos, Derecho a Vivir, Comunidades Neocatecomunales, el Yunque, etc. Así, el fundamentalismo trasciende la dimensión religiosa y se manifiesta en los diversos ámbitos: político, cultural, económico, étnico, patriarcal o científico. En su nombre se construye el pensamiento único, se generaliza lo particular, se simplifica lo complejo, se justifica y normaliza la violencia física y estructural, se niega la diversidad cultural con argumentos xenófobos, se naturaliza la inferioridad de la mujer o se impone el negacionismo de la evolución, del cambio climático o de la pandemia actual.
En esta obra, al igual que otras de referencia obligada como la de la filósofa Caroline Emcke Contra el odio, se pone de relieve que este nuevo-viejo relato se asienta en una construcción ideológica colectiva intelectualmente muy bien diseñada: “El odio no es una expresión de un sentimiento individual, no es espontáneo, es fabricado y requiere un cierto marco ideológico”. ¿Cómo se construye el discurso del odio? En primer lugar se identifica a un enemigo, a unas personas o colectivos que se consideran diferentes a los que se les cuelga una serie de atributos negativos, se les estigmatiza con algunas etiquetas de fuerte impacto mediático: las mujeres, las personas migrantes, refugiadas y desplazadas, negras, indígenas, musulmanes, judías, gais, lesbianas, bisexuales, transexuales… Y acto seguido se definen las razones de este odio, un artilugio artificial, pues con frecuencia no se conocen a estas personas, pero tremendamente eficaz, ya que al convertirse los supuestos argumentos en verdades absolutas -no hay espacio para la duda- el odio actúa como revulsivo para la seguridad y cohesión de los grupos fanáticos; y la espiral del odio se retroalimenta e incluso produce placer, mucho placer.
Así, se combate lo que despectivamente se denomina “ideología de género” y todos los feminismos, se niega o se relativiza la violencia contra la mujer, no se admite otro matrimonio que el hererosexual, se considera una patología y un desorden moral la homosexualidad y se proponen y practican terapias para revertirla. Una de las iniciativas integristas para boicotear los programas de educación afectivo-sexual es el llamado veto parental, donde se antepone el derecho de los padres a partir de las campañas de HazteOir “Mis hijos, mi decisión” o del movimiento “Con Mis Hijos No Te Metas”. Huelga decir que las creencias de las familias no pueden imponerse en la escuela, y menos aun cuando estas cuestionan los derechos humanos y de la infancia. Otro de los enemigos comunes más atacados por tierra, mar y aire- por la Internacional del Odio es la población inmigrante, refugiada y desplazada. Lo vemos diariamente con las personas que dejan su vida en el Mediterráneo, que no pueden cruzar la frontera de México con los Estados Unidos u otras, con los refugiados de Siria hacinados en auténticos campos de concentración o en los menores no acompañados que son devueltos a sus países. La lista de enemigos es larga, y va desde la islamofobia al cambio climático y a las comunidades indígenas que luchan por defender sus tierras y su cultura.
¿Qué hacer desde la escuela y desde otras instancias de socialización de la infancia y la juventud? Aunque las recetas son conocidas, siempre es conveniente recordar algunas que siempre funcionan. Ahí va un decálogo de modo casi telegráfico:
- Oponerse a legitimar los discursos y prácticas de odio, que ningún caso pueden verse como algo natural e inevitable, con el silencio. Sobran argumentos, con datos fiables extraídos de la realidad y de las experiencias personales y colectivas vividas, para contrarrestar las mentiras, tergiversaciones, manipulaciones y simplificacionesque se venden como verdades absolutas.
- Ponerse en el lugar del otro, ir a su encuentro, relacionarse y convivir, tratar de entenderlo desde el respeto a la diferencia -sin que esta derive en desigualdad- y a la dignidad de todas y cada una de las personas y colectivos.
- Este respeto y tolerancia activa supone una actitud de reconocimiento por las distintas formas de pensar, vivir y expresarse. De ahí la importancia de promover el diálogo intercultural, interreligioso e interdisciplinar.
- Denunciar todas las agresiones, discriminaciones, humillaciones y esclavitudes que acaecen en el ámbito laboral, social, económico y familiar. También en el educativo: en la micropolítica de los centros escolares y en la macropolítica de los sistemas educativos.
- Apostar por la democracia representativa y participativa, que supone implicación en el control de cualquier gestión pública y colectiva. Algo que se aprende a ejercitar en el aula y en el centro y que tiene continuidad en el barrio, pueblo y ciudad. Y, por supuesto, en los ámbitos estatales y nacionales. No hay democracia sin conciencia, transparencia y control.
- Ejercer el pensamiento crítico desde el pluralismo democrático. Esto es: aprender a cómo pensar no a qué pensar, con el propósito de expulsar todas las tentaciones dogmáticas de quienes se convierten en predicadores que no contribuyen a la formación del desarrollo del libre pensamiento del alumnado.
- Desterrar cualquier práctica de confesionalidad en los centros educativos como consecuencia de dicho en el punto anterior. La escuela pública y democrática apuesta por la laicidad y deja las creencias para el ámbito privado.
- Introducir en el currículo algún tipo de asignatura relacionada con la educación para la ciudadanía o la educación ética y en valores que promueva el conocimiento, la vivencia u el respeto hacia las prácticas democráticas y el respeto escrupuloso de los Derechos Humanos y de la Infancia.
- Utilizar los medios de comunicación, las redes sociales, el cine, la literatura, la canción, el arte y cualquier otro medio de expresión para desvelar las few news, para estimular la conversación y el debate y para el desarrollo del pensamiento crítico.
- Suprimir las fronteras y las barreras físicas, sociales e ideológicas que dificultan la libre circulación de las personas y de las ideas, y que impiden el acceso a la educación y a otros servicios públicos a amplios sectores de la población.
Afortunadamente, existen discursos y prácticas contrahegemónicas que andan en esta dirección, pero merecen un mayor reconocimiento y apoyo para que se consoliden y puedan extenderse como una mancha de aceite para que un día pueda crearse la Internacional de la Inclusión.