¡Quince años de la Nueva Constitución! Un aniversario que a todos nos llena de sano orgullo patrio, si bien somos conscientes de que falta mucho todavía para la efectiva aplicación de los principios de modernización que dieron origen a la nueva Carta Magna. Nadie puede desconocer los grandes avances que la Nueva Ley Fundamental del Estado ha representado para la renovación de la ‘psicología social’ de la nación, pero nadie podrá negar, igualmente, que el tren de las reformas ha transitado en los últimos lustros a media maquina y con poco combustible de ideas. Sobre todo en los temas relativos a la necesaria modernización estructural del Estado, a una mayor autonomía regional, estamos todavía en pañales.
Sí, Colombia es un país de espíritu social moderno, que vive en un vetusto cuerpo acachacado y piensa todavía regularmente con mentalidad decimonónica. Y la prueba de esta fisonomía fraccionada está en los grandes titulares de prensa que han recordado la efeméride de la nueva Constitución (Semana, El Tiempo, etc.). La palabra de orden ha sido la consagración de la ‘separación’ entre Iglesia y Estado como piedra de toque de toda la reforma constitucional. Pareciera efectivamente que, para algunos, la Constitución del 1991 haya querido simplemente oponerse a un oscuro pasado ‘conservador’ y ‘confesional’ que imponía indebidamente a las estructuras del Estado una cosmovisión ética religiosa. Una moral ‘restrictiva’ que, desaparecida, abre paso a una amplia gama de nuevas ‘libertades civiles’ (aborto, divorcio, matrimonio homosexual, eutanasia, etc.).
No creo necesario entretenerme a explicar la condición netamente ideológica de una visión dialéctica de la historia nacional que contrapone el catolicismo y la ‘libertad’, la Colombia cristiana y la Colombia laica. Sólo una mentalidad imbuida en los complejos de la política liberal de los siglos XVIII y XIX frente al ‘poder clerical’ (¡¡¡y en Colombia hay tantas todavía!!!) podría interpretar en tal modo la evolución constitucional colombiana de los últimos lustros.
Pero además de peligrosamente ideológica, tal interpretación es un monumental gazapo histórico: mucho antes de que en Colombia se hablara de ‘república laica’ la Iglesia, en el Concilio Vaticano II, proclamaba solemnemente el principio de la autonomía de las realidades temporales y la libertad de la Iglesia ante toda posible confusión orgánica o funcional con el poder político. Mucho antes de la Constitución del 91 fue la ‘Constitución eclesial’ la que consagro y definió la sana laicidad como principio fundamental de relación entre Iglesia y Estado. La naturaleza laica del Estado colombiano, no representa más que la asimilación de un sistema de relación, de autonomía y cooperación, favorecido por la Iglesia misma.
Efectivamente, una cosa es la ‘laicidad’ y otra cosa muy distinta es el laicismo. Este último, verdadera ‘patología del pensamiento político’, lleva a algunos a ver el Estado y la religión como compartimentos estancos e incomunicables, como realidades separadas, como enemigos no declarados. Ha sido la particular vertiente agnóstica del laicismo, recurrente en la historia política nacional, la que ha originado —ahora a través de nuevas virulentas formas— una inaceptable y creciente fractura al interno de la conciencia del ciudadano cristiano.
En efecto, el laicismo, arrojando al catolicismo al ostracismo de una creencia privada, no pretende otra cosa que reelaborar en clave relativística los valores fundamentales que pertenecen al sagrado ámbito de la conciencia —única realidad realmente soberana— para sujetarlos a la tiránica preeminencia de la ética civil, que siendo instrumental, maquiavélica, poco tiene de neutral y libertaria.
La insistencia de la jerarquía católica colombiana frente a temas como el aborto, la defensa de la familia, etc., no obedece por tanto a un afán confesionalista o al deseo de imponer una particular visión ética a la sociedad, pretende simplemente frenar la sutil deriva totalitaria de un Estado que no reconoce por encima de sí mismo, de sus propios intereses transformados en valores ‘civiles’, la existencia de una dignidad humana que le impone —más allá de las creencias religiosas— una amplia gama de imperativos jurídicos de obligatorio cumplimiento: defensa de la vida desde el momento de la concepción, promoción y defensa de la familia formada por hombre y mujer, justicia social y lucha contra la pobreza.
Es bueno recordar por tanto, en estas fechas de aniversario constitucional, que el laicismo es una enfermedad del Estado, una indebida interpretación de la Carta Magna, frente a la cual los cristianos no podemos permanecer insensibles.
Pedro F. Mercado Cepeda, sacerdote católico
Master en Filosofía Política – U. de Navarra (España)
Miembro de la Pontificia Academia Eclesiástica Vaticana