Unidas Podemos ha presentado recientemente, por tercera vez en tres años, el mismo proyecto de ley, para eliminar del Código Penal las restricciones a la libertad de expresión en relación a los símbolos, a la monarquía, a los gobiernos, a los jueces o a los sentimientos religiosos. Esperamos que no sea otra cortina de humo y una vez pasadas las elecciones catalanas no quede en agua de borrajas. Ya veremos si las fuerzas vivas que mantienen activos los restos de la inquisición en el Estado español ceden en aquello que consideran ofensas a sus creencias y no ponen entre la espada y la pared a un Sánchez de dudosa fiabilidad.
En relación a los sentimientos religiosos, parece increíble el historial de casos castigados por el santísimo Código Penal en vigor, que todavía posibilita actos de fe basados en unos artículos que no han variado desde el franquismo. El PSOE ha tenido la oportunidad de eliminar esta anormalidad democrática durante los 24 años de sus gobiernos desde la muerte del dictador, pero no ha querido afrontar un de tantos retos, que todavía perduran, desde los tiempos más oscuros de las sotanas y las misas obligatorias.
De hecho, el actual Código Penal fue aprobado en 1995, en el último gobierno de Felipe González. Se establecieron unos artículos 523, 524 y 525 que castigan aquello que denominan ofensa a los sentimientos religiosos con penas económicas y de prisión. Penalizaciones que dependen de la interpretación del poder judicial, controlado por una ideología radicalmente conservadora. Es sabido que las organizaciones de derechas consiguen un apoyo del 80% en los procesos electorales corporativistas de la magistratura y no tienen vergüenza en certificarlo, a pesar de ir a contracorriente de la inmensa mayoría de la ciudadanía.
Y es este retrógrado sistema judicial el responsable de diferenciar entre la anacrónica ofensa a los sentimientos religiosos y el derecho a la libertad de expresión. Y su inclinación es marcadamente integrista. Y su prepotencia sobrepasa los límites legales y constitucionales cuando mantienen símbolos católicos en lugares como la sede del Tribunal Supremo. Crucifijos gigantes y cuadros de la Inmaculada Concepción ambientan espacios judiciales con un olor a tóxica naftalina y a incienso purificador. Con unos hipócritas personajes que no saben si ponerse togas, sotanas o casullas para castigar las infidelidades religiosas.
Muchos de los miserables prohombres togados son más intolerantes que los mismos capellanes, puesto que criminalizan expresiones irreverentes tan arraigadas en la cultura popular, como por ejemplo: me cago en dios, en la cruz o en la hostia consagrada; las penalizarán, si quieren, con su poder absolutista, mientras que los pastores del rebaño cristiano, a lo sumo, te pondrán unos padrenuestros de penitencia y te perdonarán después de confesar.
Y este dislate fundamentalista judicial ha castigado artistas, activistas, periodistas, dibujantes, periódicos y revistas. El Papus, Interviu, Els Joglars, Krahe, Leo Basi, Wyoming, R. Maestre, el Coño insumiso o W. Toledo son la punta de un iceberg de decenas de acusaciones y persecuciones. Además, el estado español tiene el miserable honor de ocupar el primer lugar en el mundo en encarcelamiento de artistas, con absurdas justificaciones. Y todo esto en un estado aconfesional, que reconoce la libertad de expresión, pensamiento, religión e ideológica. Y en un mundo donde la ciencia niega los principios básicos del creacionismo cristiano y de la existencia de dios, solo explicables por los poderes mágicos de la fe. Por lo tanto, juzgar y condenar expresiones o actos ofensivos contra unos seres divinos impuestos por unas creencias religiosas resulta ser de un totalitarismo que se acerca al yihadismo.
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