¿Puede estar Bin Laden vivo? ¿Mataron los servicios secretos británicos a Lady Diana? ¿Organizó la CIA los ataques contra las Torres Gemelas? Que existen millones de personas dispuestas a creer todo tipo de teorías conspiratorias no es ninguna novedad. Al fin y al cabo, la historia está llena de conspiraciones exitosas. Menos frecuente es sin embargo que se investigue científicamente cómo funciona la mente conspiratoria.
Detengámonos por un momento en el 11-S. Según las encuestas, decenas de miles de personas están convencidas de que la CIA organizó los atentados contra la Torres Gemelas para justificar el posterior ataque de Estados Unidos contra Afganistán e Irak. El problema de esa teoría no es la teoría: como nos recuerda el hundimiento del acorazado Maine en el Puerto de la Habana o el incidente con el USS Maddox en el Golfo de Tonkín, no sería la primera vez en la historia que EEUU simula un ataque para justificar una acción militar. El problema de esta teoría no es, pues, la teoría, sino la realidad: teniendo en cuenta que Bin Laden y sus lugartenientes han reivindicado públicamente en numerosísimas ocasiones dichos atentados, mostrándose satisfechos y orgullosos por lo logrado, extraña sobremanera que ese núcleo de creencias perviva. Esos musulmanes radicales que creen que la CIA organizó el 11-S, ¿están llamando mentiroso a Bin Laden?
El hecho de que las personas proclives a las teorías de la conspiración (también llamados “conspiranoicos”) sean inmunes a la evidencia empírica que desmontaría sus creencias conspiratorias tiene ahora una explicación. Un reciente estudio de tres profesores de la Universidad de Kent publicado en “Social Psychology and Personality Science” examina en detalle la capacidad de los conspiranoicos de mantener creencias incompatibles entre sí. En dos grupos de estudio separados con más de cien individuos se observó que la gente que creía que Bin Laden todavía seguía vivo era también proclive a pensar que ya estaba muerto antes de la operación de las fuerzas especiales estadounidenses. Y de la misma manera, un gran número de las personas que pensaban que Lady Diana había sido asesinada por los servicios secretos británicos (el MI-6), pensaban a su vez que todo era un montaje y que la Princesa Diana seguía viva.
¿Cómo es posible, se preguntan los autores, que la gente crea que las personas puedan estar a la vez vivas y muertas? Porque los “conspiranoicos” no funcionan inductivamente, es decir, no examinan los datos disponibles y luego construyen una explicación plausible de los hechos, sino deductivamente: en su sistema de valores, la desconfianza hacia la autoridad ocupa un lugar central. Con ese supuesto de partida, los hechos son secundarios: precisamente porque la autoridad manipula los hechos, lograr conocerlos es imposible, lo que explica que se puedan creer cosas contradictorias entre sí.
Por tanto, cuando un “conspiranoico” examina la realidad, no busca datos que confirmen o refuten su teoría, sino pistas, por fragmentarias que sean, que confirmen su sistema de valores preestablecido, que exige desconfiar de la autoridad. Por tanto, que Bin Laden reivindicará los atentados del 11-S en numerosas ocasiones es lo de menos: ¿quién nos asegura que la CIA no sabía que los atentados iban a ocurrir y en lugar de detenerlos, decidió dejar que ocurrieran? ¿Y quién nos asegura que Lady Diana no pactó con el MI-6 la simulación de su muerte para quitarse de en medio antes de que los enemigos de Dodi AL Fayed la liquidiran? ¿Y quién nos dice que Bin Laden no murió en Tora Bora pero que los talibanes usaron durante años un doble para seguir emitiendo videos que alentaran la Yihad? Y así, sucesivamente.
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