En esta sección incluimos artículos relevantes del ámbito académico con el objetivo de conocer la información o los argumentos que plantean en sus estudios, aunque Europa Laica no comparta las tesis que en los mismos se exponen.
Se trata de un capítulo de la obra colectiva: «Complejidad del espacio público, democracia y regulación del ejercicio de derechos fundamentales» publicada por el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales en 2016
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1. Espacio público en transformación y ejercicio multicultural de los derechos fundamentales
No es ninguna novedad decir que el espacio público se caracteriza por ser, en primer término, un espacio de titularidad estatal. Pero, más allá de ello, se caracteriza sobre todo desde las revoluciones liberal-democráticas por su función instrumental al servicio de la construcción de una opinión pública libre mediante la escenificación del debate libre, plural e igual de las ideas políticas entre ciudadanos. Es, pues, un ámbito de relación comunicativa orientado funcionalmente a que en él se manifieste la pluralidad existente en la sociedad, porque esa manifestación contribuye a conformar la opinión publica libre que es imprescindible para la funcionalidad del Estado democrático.
El concepto de espacio público, entendido desde esta perspectiva de su función para el Estado constitucional democrático, se halla en una constante y profunda evolución en todas las sociedades occidentales y, en particular en la europea, ya desde el nacimiento mismo del Estado moderno. Pero este cambio es mucho más perceptible en el final del siglo XX y el inicio del XXI, época dorada de las migraciones humanas y de la revolución tecnológica. Todo ello tiene un inevitable impacto en las condiciones jurídicas de ejercicio de los derechos fundamentales dentro del mismo, puesto que han variado los elementos fácticos de configuración del ámbito en el que se ejercen los derechos y por tanto de la función democrática que puedan llegar a desempeñar. Así, por ejemplo, ya no es posible entender como espacio público únicamente el espacio físico sometido a dominio público, sino que también ciertos espacios privados (como, por ejemplo, las escuelas concertadas o incluso puramente privadas) y nuevos espacios virtuales de comunicación pública desempeñan una función semejante para el sistema político democrático a la que tradicionalmente se asigna al espacio público físico, y por ello han sido objeto de intervención regulatoria por parte del Estado.
La evolución social en el final del siglo XX y el inicio del siglo XIX, marcada no solo pero también por la revolución tecnológica y la globalización, ha acentuado la multifuncionalidad del espacio público. La permanente tensión existente entre lo público y lo privado, y entre mayoría y minoría, reproduce una sucesión de conflictos que se intensifican cuanto más plural es culturalmente una sociedad, y cuanto más tipos de espacios públicos o espacios privados de uso público aparecen, aunque unos y otros no lleguen a identificarse en lo que respecta a la importancia e intensidad de la función democrática que desempeñan.
En efecto, el espacio público (físico y digital) de las sociedades europeas del siglo XXI no se puede concebir sin hablar de multiculturalismo, no sólo porque algunas de estas sociedades, como la española, se hayan gestado a partir de una pluralidad cultural interna —por no utilizar el término plurinacionalidad o plurietnicidad— ya desde los primeros momentos de su nacimiento como Estado-nación (multiculturalismo interno), sino sobre todo porque se ven afectadas, como consecuencia de los movimientos migratorios de los últimos años, por una creciente pluralidad cultural externa, derivada de los diversos círculos culturales a los que pertenece la población inmigrante de nuestro país (multiculturalismo externo). El concepto de cultura aquí utilizado ha de ser entendido en un sentido amplio, como conjunto de habilidades básicas producto de la interacción humana en el marco de las cuales toda persona se individualiza y socializa desde su nacimiento, y que abarcan desde la ideología, la religión, las tradiciones y costumbres, o el propio derecho, hasta las destrezas o conocimientos suplementarios adquiridos que conforman el concepto de cultura en un sentido más estricto (al que hacen referencia por ejemplo los arts. 3, 46 o 143 CE). El término multiculturalismo, por su parte, a pesar de su sufijo -ismo, se utiliza aquí como descriptivo de una situación fáctica de pluralismo cultural, no como modelo filosófico político que constituya un valor normativo en sí mismo, en deliberado distanciamiento metodológico de doctrinas multiculturalistas como la de Kymlicka, o antimulticulturalistas como la de Sartori, dado que cada texto constitucional democrático adopta un modelo regulatorio de este pluralismo cultural diferente, y la Constitución Española de 1978, como se verá, ha adoptado un modelo híbrido entre las dos posturas extremas mencionadas.
Una de las cuestiones jurídico-constitucionales a resolver es la de si la integración social de los nuevos habitantes por la vía de su ejercicio de los derechos fundamentales en el espacio público debe ser la expresión de una acomodación y ajuste recíprocos entre la cultura mayoritaria y las culturas provenientes de los movimientos migratorios o, por el contrario, está condicionada por la asimilación de dicha cultura mayoritaria por parte de los inmigrantes. Ante este dilema, son posibles diversas respuestas que van desde el melting pot estadounidense de los años sesenta o el actual Plan Estratégico de Ciudadanía e Integración del Gobierno de España, hasta la exigencia del «contrato de integración» francés, en lo general, pasando por las prohibiciones francesa de portar ciertas vestimentas o símbolos religiosos en ciertos espacios, y por la opuesta aceptación británica de dichos símbolos siempre que los mismos no alteren el normal desarrollo de la actividad escolar, en lo particular. Ciertamente, la Unión Europea ha dado unos principios básicos comunes para una política de integración de los inmigrantes en la Unión Europea, aprobados el 19 de noviembre de 2004 por el Consejo Europeo y los representantes de los Estados miembros, conforme a los cuales la integración es un proceso bidireccional y dinámico de ajuste mutuo por parte de todos los inmigrantes y residentes de los Estados miembros, que implica, entre otras cosas, respeto a los valores básicos de la Unión Europea. Pero éstos, además de moverse en el plano de las directrices políticas (jurídicamente no vinculantes), dejan la cuestión bastante abierta a las normas constitucionales y legales de ámbito nacional sobre la materia.
Desde una perspectiva más concreta, para valorar estas respuestas debemos tener en cuenta que uno de los elementos que sin duda más ha contribuido desde principios del siglo XX a perfilar la estructura del Estado nacional, y que más deja ver su incidencia en la relación existente entre inmigración, nacionalidad y ciudadanía, es el entendimiento pluralista del principio democrático, que no se reduce a la regla de la mayoría sino que exige el respeto de los derechos constitucionales garantizados a la minoría, y que utiliza el pluralismo y la igualdad como disolventes de la homogeneidad identitaria tanto de la mayoría social como de los grupos sociales minoritarios en los que se integra el individuo. Que el origen histórico del nacimiento de la moderna nacionalidad fuera el reflejo de una homogeneidad cultural y/o política de la sociedad puede que tuviera trascendencia a la hora de explicar la vinculación de los conceptos de nacionalidad y ciudadanía, el predominio de criterios de asimilación cultural para la adquisición de la primera, o la limitación del ejercicio de los derechos fundamentales que componen la segunda en base a unas condiciones constitucionales de carácter cultural, tal y como ha puesto de relieve la historiografía jurídica más relevante en los distintos países. Pero desde el momento en el que las Constituciones contemporáneas —y la española de 1978 no es una excepción— se han convertido en normas jurídicas supremas y, para preservar esta posición, han democratizado plenamente el ejercicio del poder, el estatuto fundamental de libertad e igualdad del individuo y de los grupos en los que se integra, pasa a derivarse del principio constitucional de Estado democrático, y no de ninguna otra circunstancia o estatus previo, como la pertenencia a una comunidad cultural, incluso aunque el disfrute de algunos derechos que componen la ciudadanía —los políticos— se condicione total o parcialmente a la adquisición de la nacionalidad. En este sentido, la exigencia, definitoria del principio democrático, de que los sometidos al poder del Estado puedan participar de forma libre, igual y plural en la creación normativa a la que van a estar sujetos («democracia de afectación»)20 es el elemento identitario-cultural más importante de nuestro sistema jurídico y sienta un condicionamiento estructural aplicable tanto al legislador de los derechos fundamentales (que lo es también, con ello, de la ciudadanía), como al legislador de la nacionalidad, e impide, como norma de principio, una construcción totalitaria y homogeneizadora tanto de las identidades de los grupos culturales minoritarios como de la colectividad política nacional sobre la que se construye el Estado.
Lo anterior ha de tener con toda certeza una poderosa influencia en la los condicionamientos que, en aras de su integración social, puede establecer el ordenamiento democrático respecto del ejercicio multicultural de los derechos fundamentales en el espacio público, especialmente por parte de los extranjeros residentes. Para saber en qué grado el reconocimiento constitucional de una ciudadanía democrática sirve como vía de integración de los inmigrantes a través de su ejercicio multicultural de los derechos fundamentales, y en qué grado esa misma ciudadanía puede operar como límite a dicho multiculturalismo, es preciso, en primer lugar, realizar un somero recorrido por la noción de ciudadanía democrática y su función vehicular de la integración social de los inmigrantes, y con ello, al mismo tiempo, de la integración dentro de la sociedad de acogida de la pluralidad cultural que pueden transmitir. Sólo así, finalmente, será posible en segundo lugar esbozar los límites que se deducen para el ejercicio multicultural de los derechos fundamentales de esa misma ciudadanía democrática que lo hace jurídicamente posible.
2. Ciudadanía democrática y ejercicio multicultural de los derechos fundamentales
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Benito Aláez Corral
Catedrático de Derecho Constitucional. Universidad de Oviedo
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