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Circo litúrgico

En esta ocasión, vamos a centrarnos en un aspecto clave para hacer atractivo el culto, particularizo en el cristiano pero podría ser cualquier otra superstición institucionalizada: su espectacularidad.

Pongámonos por un momento en el pellejo de una persona del común de hace mil, quinientos, cincuenta años, realmente durante siglos no hubo cambio sustancial para aquellos que arañaban la tierra para obtener sustento.

Toda su vida transcurría en una miserable monotonía, sucesión de trabajo y hambre. Los días de la semana pasaban a plomo sobre las espaldas del labriego. Pero un día a la semana, era descargado (según y como) de su fardo. Liberada del peso de la faena, esa persona renacía, florecía, brotaba su humanidad alienada por el trabajo animal.

A cambio de ese día de asueto, debía postrarse ante un hombre ataviado con ropajes estrambóticos, detrás del cual había una serie de ídolos de vivos colores. No les debía parecer mal trato.

Aún hoy, cuando entramos en una catedral nos embarga un sentimiento de sobrecogimiento. No en vano, son el escenario más asombroso para una representación teatral que, desde luego, ha dejado de estar a la altura. Aunque a lo largo de los siglos, la mayoría de esos espacios escénicos han sido adulterados (el neoclásico y el barroco pasaron como invasiones bárbaras sobre los templos anteriores), compartimentando espacios con ese horror vacui tan característico del s.XVII y, con ello, destrozando la genial concepción original del edificio, siguen albergando un espacio que incluso hoy emociona. Efectivamente, dentro de una catedral los sentidos reciben un cúmulo de señales extrañas, la reverberación de la masa de piedra, una temperatura y humedad propias de una gruta, unos olores especiales, incienso, cera, que avisaban al cerebro de la dimensión sagrada del recinto; y, sobre todo, un juego de volúmenes y líneas, afectado por la perspectiva, que no se aprecia en la Naturaleza (donde no existe la línea recta) y sólo en las obras humanas de una cierta escala.

Si hoy nos parecen fascinantes, ¿qué no pensaría un aldeano analfabeto cuya vida discurría en los dos palmos de terreno al que estaba atada su servidumbre. El traspasar el pórtico historiado debía sobrecogerle hasta la última fibra de su cuerpo, la boca de la cueva que conduce a otro mundo paralelo. Hoy tenemos una enorme exposición a la imagen, pero en aquel tiempo la simple contemplación de una talla burda debía ser impresionante, creando un estado propicio para absorber ideas mágicas.

Y ya no las catedrales, una simple iglesia de pueblo, en comparación con las casas en las que vivía el vulgo, era ya un microcosmos impresionante. En ese alteración del espacio natural, con unas candilejas propias, se desarrollaba una escena impresionante. Como hemos dicho, un individuo socialmente especial, con ropajes exóticos, representaba una escena entonando palabras extrañas en una lengua perdida, como todos los conjuros. Si te has pasado la semana guiando de sol a sol la piara de puercos, escardando el campo, o limpiando las caballerizas del señor, el espectáculo debía ser más impactante que una peli de Bruce Willis en este mundo del audiovisual.

En el espectáculo del dominicus die también los espectadores participaban como figurantes. No sólo haciéndolo los coros al celebrante, sino y especialmente fuera pero en torno al espacio sagrado. En Domingo la gente se arreglaba, cada uno según sus posibilidades y todos un poco por encima de ellas, era un día de relaciones sociales de todo tipo, comerciales, políticas o amorosas. El acudir a la misa del domingo, la disposición en los bancos, las galas y atavíos, todo constituía una representación viva de la forma en que estaba estructurada la sociedad. En Domingo, se hablaba, rumoreaba, cuchicheaba, cantaba, es decir, el individuo daba rienda suelta a la dimensión social que nos hace humanos y no bestias de carga.

En resumen, y aunque ahora nos pueda parecer extraño decirlo, durante muchos siglos ir a misa molaba. Era una espectáculo de sonidos (¿qué instrumento es más impresionante que el órgano?), olores y estampas, un cúmulo de sensaciones que rompía con la monotonía y la hacía más llevadera.

¿Ahora? Pues lo que un día fue considerado un espectáculo solemne e impresionante, ahora es un tostón soporífero, con una escenografía cutre y una ambientación lúgubre que realzan el patetismo de la escena como antes magnificaban su esplendor. El espectáculo humano, lejos de ser la evolución de la stoa, es ahora una poco animada reunión de viejas, con alguna familia meapilas de mediana edad. Desde luego, nada atrayente.

Ha habido algún movimiento para procurar actualizar el espectáculo, pero en plena era de la imagen, es difícil conmover ya a nadie con una talla de iglesia de pueblo (de hecho, muy pocos muestran interés, así sea de Salzillo), y mucho menos asociarle ningún poder mágico.

Fue acertada la sustitución del latín, ya entonces bastante desprestigiado, por la lengua vernácula. Aunque al entenderse las fórmulas mágicas perdieron todo su poder (ya no puedes imaginar qué maravillas habrá detrás, sino que te tienes que autoconvencer de que eso que dice, y entiendes, es en realidad maravilloso). Yo sugeriría, si me importase un higo la preservación del pensamiento supersticioso, que la liturgia se celebrase en inglés, la lengua de prestigio, el idioma místico de hoy en día (qué decepción cuando el jovencito aprende un poco de inglés y traduce sus canciones favoritas…o, como con la Biblia o el Corán, se autoconvence que esa sarta de chorradas tiene algún valor).

Quizá los que están más avanzados en la actualización del rito son los evangélicos, que con mucho cántico y aspaviento procuran que el respetable pase un buen rato en la iglesia, no se duerma, y salga con ganas de más el próximo Domingo. También los católicos tiene sus raves (día de la familia) y sus desfiles, aunque no tan coloristas como el del orgullo gay.

Con todo, la liturgia tiene en la industria del entretenimiento (cine, videojuegos, conciertos…) un fenomenal competidor para el tiempo de ocio, y si no, que se lo digan al teatro. Un público ávido de nuevas emociones no se se siente atraído por una sala en penumbra y el monólogo de un tipo estrafalario dirigiéndose al techo, así fuera el de Hamlet.

Un duro mazazo para la fe, aunque suene extraño, fue el ganar el segundo día de descanso a la semana. En el Sábado, la holganza no gira en torno al templo. De hecho, suele ser el Sábado el día principal de la semana, dedicando el Domingo a sobrellevar la resaca.

Cuando se habla de crisis de la fe, laicificación de la sociedad…generalmente no se toma en cuenta que, simplemente, la religión ha perdido el respaldo político que gozó durante siglos, pues el poder ya tiene a la televisión como instrumento de control de masas y formación del pensamiento colectivo. Expuesta pues al libre mercado de las creencias, el espectáculo ofrecido ya no resulta atrayente para un público sobresaturado de imágenes, impresiones y emociones. No es que el individuo del 2015 sea menos crédulo que el del 1015. No, es igual de imbécil y poco menos ignorante, lo único es que la oferta de espectáculos y distracciones es hoy en día mucho más variada, mientras que durante siglos la Santa Misa era lo único que había para animar el ambiente (la iglesia no sólo era el centro geográfico de la comarca, sino con la institución del Domingo también se colocaba en el centro de la vida social).

NOTA: una constatación empírica de que seguimos siendo igual de imbéciles la tengo cerca de casa. Abrió una tienda, hace unos años, de magufadas. Velitas y velorrios, rosarios, imaginería cristiana al lado de la induísta o budista, cartas de tarot, pócimas, ungüentos y sortilegios, todo un homenaje al sincretismo magufo. En estos años de crisis he visto mil negocios que abrían y cerraban a los pocos meses, pero esta tienda debe tener clientela pues ahí sigue, aprovechándose de la ignorancia culpable de la gente.

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