Jesucristo fue un tipo único: nació de una virgen, hizo magia con panes, peces y vino, surfeó sobre las aguas, echó a los mercaderes del templo, amó a Magdalena, fue amigo de ladrones y, no satisfecho con resucitar a Lázaro, hizo lo propio consigo mismo. Cualquiera -yo el primero- con este currículo y por modestia se hubiera reclamado hijo de un poder extraterrestre. Ávidos de milagros y palabras nuevas, muchos le siguieron; entre ellos doce embajadores y cuatro periodistas, todos hombres de piel blanca. Y un buen día el Maestro, viendo que la cosa funcionaba, va y le encarga a Pedro que sea él la piedra primera y filosofal de su iglesia. Aquí empieza el mal rollo: el pobre pescador no debía estar lo suficientemente preparado para tan alta misión, y la piedra preciosa se fue convirtiendo en la piedra en la sandalia, la piedra contra la mujer adúltera, la piedra con la que tropiezas mil veces… y su iglesia empezó a llenarse de mercaderes y malos ladrones amparados en la autoridad del fundador.
No soy teólogo, pero la atenta lectura de lo humano me ha llevado al pleno convencimiento de que una de las instituciones más nefastas que ha tenido Occidente es la herencia tergiversada del buen Jesucristo. Y no hace falta remontarse a la Santa Inquisición, que decidió en Valladolid que los indios de Colón eran bestias sin alma y quemó la verdad objetiva en la hoguera de la fe; hace solamente seis décadas que un tal Pío XII, después de bendecir la barbarie, otorgó a un tal Francisco Franco la potestad de andar bajo palio por la gracia de Dios. Y hoy, hoy y mañana, seguirán muriendo de sida o teniendo hijos a los que no podrán alimentar muchos humanos por el solo hecho de que unos señores con faldas estén contra el látex y el placer. Y hoy, mañana y pasado mañana muchos homos y héteros vivirán limitada y culpablemente su sexualidad mientras algunas altas instancias vaticanas, sepulcros blanqueados, se entregan en cuerpo y alma a dejar que los niños se acerquen a ellos y a amar al prójimo como a sí mismos. Fumata rosa. ¿Dispondrá de suficiente dinero la banca vaticana como para acallar las bocas de tantos niños estropeados, ahora hombres, que fueron besuqueados, toqueteados o violados en las clases de catecismo?
La inteligencia de Ratzinger
Todos coinciden en otorgar a Joseph Ratzinger -hasta anteayer infalible- una inteligencia prodigiosa. ¿Se puede ser prodigiosamente inteligente en un mundo de ciencia ficción como es el Vaticano? Quizá su renuncia, tarde y mal, se deba a que un informe confidencial le ha revelado lo que todo el mundo ya sabía: que su reino está mucho más cerca de Sodoma y Gomorra que del Reino de los Cielos.