En las bases del debate constituyente recién retomado se establecen como inamovibles parámetros que atañen tanto a lo religioso como a la fe y la laicidad. Un especialista en la investigación sobre el cruce de estos asuntos con la convivencia social advierte que estos nuevos bordes implican tanto ventajas como riesgos para un debate realmente abierto, derivados estos últimos de «ciertos reduccionismos categóricos evocados por espacios religiosos conservadores (en conjunto con cierto esencialismo liberal tradicional), donde se entiende la libertad de conciencia como un derecho individual y privativo, lo que lleva a proyectar la creencia religiosa casi como un ámbito absoluto que puede pasar por encima de cualquier otro derecho y libertad.»
Terminamos el 2022 en un lugar en el que, hace doce meses y henchidos de gran ilusión, pensamos que nunca más volveríamos a estar: el debate por los acuerdos fundamentales en torno al proceso constituyente. Los primeros pasos en este camino —pocos, y sumamente lentos— muestran hasta ahora previsibles pases de cuenta de parte de aquellos sectores políticos que se sienten triunfadores. El llamado «Acuerdo por Chile» de «negociación» tiene poco: se sacaron todos los elementos controversiales y se impuso una agenda que poco mueve la brújula sobre las demandas que quisieron visibilizarse anteriormente.
¿Hay, pese a ello, esperanzas? Aunque con cierto sabor de amargura, podemos decir que sí. Si las pautas establecidas con anterioridad no lograron consenso popular, hay que hacer los reajustes pertinentes para alcanzar una plataforma mínima de legitimidad, aunque ello implique ceder, y mucho. Para el caso concreto de esta columna, nos interesa indagar en torno a los posibles impactos sobre el campo de la laicidad y la libertad religiosa, temas que en el anterior proceso no dejaron de generar resistencias por parte de algunos sectores conservadores [ver “¿Libertad religiosa ‘a medias’?”, en CIPER-Opinión 18.08.2022]. En el nuevo Acuerdo, el punto número 9 establece:
«Chile protege y garantiza derechos y libertades fundamentales como el derecho a la vida; la igualdad ante la ley; el derecho de propiedad en sus diversas manifestaciones; la libertad de conciencia y de culto; el interés superior de los niños, niñas y adolescentes; la libertad de enseñanza y el deber preferente de las familias de escoger la educación de sus hijos; entre otros.»
Si este punto trata sobre los «derechos fundamentales», es llamativo ver qué derechos se destacan y cuáles quedaron cautivos bajo el escondite narrativo de un «entre otros». Esos «otros» incluyen voces fundamentales que formaron parte de la anterior propuesta constitucional. Muchos/as dirán que no es así, ya que «vida», «igualdad», «libertad» son instancias de amplio alcance. Pero no seamos ingenuos: siempre hay una normativa política en la selección narrativa. Y el punto 9 del «Acuerdo por Chile» deja bien izadas las banderas que forman parte de cierta reapropiación conservadora sobre el tema de los «derechos fundamentales».***No es ninguna banalidad que «el derecho a la vida» sea puesto como el primer inciso. ¿Qué quedará de todo el debate sobre derechos sexuales y reproductivos a partir de aquí? No sabemos, pero los horizontes son muy pesimistas. Y no sólo en relación con este campo en particular; el interrogante recae también sobre cómo enmarcará el resto de la agenda. Recordemos que bajo el epíteto de «ideología de género», tanto dentro del proceso constituyente como en otros escenarios se clausuran y cercenan debates vinculados a campos que no necesariamente tienen que ver con la sexualidad y el género, como el sentido de identidad, de libertad, de expresión, entre otros, y su vinculación con las políticas públicas, la educación, la salud e incluso lo religioso. En otras palabras, no sería equivocado pensar que bajo la interpretación de lo que se entienda por «derecho a la vida», se delinee la discusión sobre el resto de los objetos de este párrafo.
En esta dirección, ¿Cuál es el impacto sobre el campo religioso? Nuevamente llama la atención la narrativa utilizada en este apartado. Primero, la mención de «libertad de culto» en lugar de «libertad religiosa». Relacionar la comprensión de «lo religioso» con el «culto» (término, además, netamente cristianocéntrico, ya que no es una nomenclatura con eco sobre las dimensiones rituales en otras expresiones religiosas) nos puede llevar al error de enfatizar en el mundo religioso desde una dimensión netamente ritual y cultual —con sus delimitaciones institucionales—, más que en un elemento identitario y de carácter fundamentalmente público dentro de las dinámicas sociales. En este sentido, hace décadas que se viene debatiendo sobre el problema de la circunscripción de la noción de lo religioso y las espiritualidades a una visión puramente folclórico/institucionalista, que hace de este ámbito un campo con cierta «exclusividad» frente a otros sectores de la sociedad —como las organizaciones de la sociedad civil— y, además, concibe «lo religioso» a partir de las determinaciones institucionales (es decir, desde la «oficialidad» correspondiente a una expresión particular), y no desde sus vínculos con los procesos de subjetivación y los vínculos con el espacio público. Recordemos, además, que la idea de «registro de culto», que luego derivó en la idea de «libertad de culto», tiene como trasfondo —especialmente en América Latina— el fichaje de esos «otros» no católicos (especialmente protestantes y judíos) que comenzaron a visibilizarse con mayor notoriedad a mitad de siglo XX. Estos grupos fueron proscritos como una amenaza a la impronta católica de las identidades nacionales, hecho que requería de una vigilancia explícita (adjunta, en muchos casos, con prácticas de persecución y discriminación) por parte de fuerzas estatales funcionales a la Iglesia Católica.
En segundo lugar, la relación entre libertad de conciencia y de culto en este apartado tampoco es fortuita. Sabemos que el primero es un derecho fundamental, pero que no recae exclusivamente sobre el campo religioso. Representa una dimensión mucho más amplia. Pero la tendencia es sobredimensionar el elemento religioso de ese derecho. Nuevamente, esto responde a ciertos reduccionismos categóricos evocados por espacios religiosos conservadores (en conjunto con cierto esencialismo liberal tradicional), donde se entiende la libertad de conciencia como un derecho individual y privativo, lo que lleva a proyectar la creencia religiosa casi como un ámbito absoluto que puede pasar por encima de cualquier otro derecho y libertad. Lo religioso no tiene que ver con una escala valórica impresa en la subjetividad y la conciencia individual en clave sagrada (por ende, incuestionable); lo religioso es un elemento individual y colectivo al mismo tiempo, que lo ubica como un espacio de responsabilidad política elemental, el cual sólo puede desarrollarse en la medida que siga las reglas del juego público que se establece en una sociedad.
***
Sabemos que el «Acuerdo por Chile» es sólo una delimitación inicial, pero tampoco podemos negar que demarca una agenda clara sobre las prioridades y formas del debate constitucional que se viene. El posicionamiento esbozado en lo que respecta a la cuestión religiosa y los derechos fundamentales ya está dejando muchos interrogantes, como los expuestos. En el fallido primer proceso se enfatizaron dos elementos esenciales en este tema: que la libertad religiosa debe ser concebida desde el ámbito de los derechos humanos (por ende, relacionada con los límites y los lugares de otras libertades), y que debe inscribirse en un régimen de laicidad comprendido como garantía fundamental para el reconocimiento y visibilización de todas las voces religiosas y espirituales de un territorio, cosa que sólo se logra a partir de una separación genuina entre Iglesia y Estado, sin primar privilegios.
Esperamos y demandamos que no haya retroceso frente a esta discusión, para que la laicidad no continúe siendo una materia pendiente en Chile, y para que la libertad religiosa (o de «culto») no sea comprendida como un eje de legitimación de las religiones hegemónicas (especialmente las cristianas) desde un lugar de derecho privado e institucional, para negar otros derechos y frenar debates sobre agendas que (pre)ocupan a la población, en nombre de estándares morales preestablecidos.