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Céline Curiol: “La radicalización islamista sigue ahí y tarde o temprano volverá a salir”

No hay ni una pizca de humildad impostada en Céline Curiol cuando habla de su obra magna. La autora nacida en Lyon es muy consciente del trabajo que le ha llevado concebir, escribir y publicar Las leyes de la ascensión (Errata Naturae) y de su intachable resultado. “Quería que fuera una novela mundo, aunque suene una ambición un poco loca”, admite en una cafetería madrileña. Ese microuniverso está conformado por mil páginas sin apenas diálogos, pero que recogen todas las problemáticas del presente. Y en este caso, “todas” no es una exageración.

Seis voces distintas recorren durante un año el ecléctico barrio de Belville, en París, centro de la trama. Orna es una periodista comprometida pero incapaz de socorrer a un vagabundo que está desplomado en su portal; su hermana, Sèlene, es experta en medioambiente y a su vez está atrapada entre los rascacielos de hormigón de Dubái; el psicólogo esnob de Orna es Pavel, padre ausente a quien ser víctima de un atentado le reconfigura las prioridades; Hope es una trabajadora de una suerte de Amazon a la que despiden por no producir y cae en una grave depresión; Modé es un jubilado procedente de Senegal que dedica sus horas libres al voluntariado; y Mehdi es un adolescente de origen magrebí que se radicaliza. Un secuestro con final dramático en un McDonald’s conectará la vida de todos ellos.

La capacidad que tiene Curiol para equilibrar todas estas cuestiones sin sonar pretenciosa ni superficial es admirable. La ingeniera convertida en periodista, y después en profesora, ha narrado con belleza y con precisión científica los avatares de la sociedad europea en la que vivimos. Con el patrocinio de Paul Auster y un buen puñado de críticas favorables a sus espaldas, Las leyes de la ascensión se convierte en uno de los lanzamientos más potentes de 2022.

Señala en la faja de la novela y en su biografía que Paul Auster es su principal valedor. ¿Cómo empezó su relación y qué ha significado para su carrera literaria?

Lo puedo considerar un amigo desde hace ya 20 años. Nos conocimos cuando yo trabajaba en Nueva York y, aunque no nos vemos muy a menudo porque él todavía vive allí y yo en París, nos llamamos al menos un par de veces al año para ponernos al día. Siri Hustvedt, su esposa, también es muy amiga. En la época en la que estrechamos vínculos, eran mi familia al otro lado del charco. Fueron como mis padres literarios adoptivos, que me animaban, me apoyaban y que son un puntal en mi historia como escritora.

Las leyes de la ascensión es una obra polifónica y con una estructura muy complicada. ¿De dónde surgió la idea y cuánto tiempo le llevó escribirla?

El proceso de escritura duró seis años, pero el proceso de concepción mental lo venía arrastrando desde hacía más. En total, unos diez años. La idea surge a partir del año 2011, con la llamada revolución árabe en Siria, Egipto y Túnez. Fue un fenómeno que me impresionó y me llevó a preguntarme si en Europa, o en Francia, estábamos en condiciones de pergeñar algo así, como una revolución o movimiento revolucionario, o si no, porque nuestra existencia es demasiado cómoda.

Siendo cada uno representativo de una clase social, edad, procedencia y profesión distinta, los seis personajes están conectados de alguna manera. ¿Por qué le funcionaron bien como retrato coral?

En primer lugar, todos están pasando por un momento de crisis en el que se cuestionan su manera de vivir. Buscan la armonía. Se plantean si su vida se corresponde con los valores que desearían que les moviesen. Es decir, hay una disonancia entre sus ideales y su forma de actuar. Además, nunca están solos, sino que su porvenir depende de su interacción con otro de los cinco personajes. Por último, hacia la mitad de la novela ocurre un acontecimiento que supone una grieta en la vida de todos ellos y que la pone patas arriba: el secuestro (después atentado) en el McDonald’s. Es ficticio, pero a la vez es perfectamente verosímil.

¿Cuál es el personaje que más le costó escribir?

Me costó mucho armar a Mehdi porque es el único que habla en primera persona y es el más joven de los seis. Se expresa con un lenguaje muy de la calle y escribe todo con abreviaturas. Aunque lo realmente difícil fue ir pasando de uno a otro, porque no escribí en bloque los episodios de cada personaje, sino que lo hice en el orden que aparece en el libro. Y, de verdad, nunca pensé que sería tan complicado.

Paul Auster y Siri Hustvedt fueron como mis padres literarios adoptivos y mi familia al otro lado del charco

Mehdi representa a esos chavales de segunda generación, a los que la sociedad occidental no termina de integrar al completo, y que son el objetivo de captación de las células yihadistas. ¿Se inspiró en alguien para diseñar al personaje?

No en especial. Yo vivo en el barrio de Belleville y he pasado mucho tiempo escuchando lo que se mueve en la calle y a vecinos que responden al perfil de Mehdi. No en el sentido de la radicalización, sino que son nacidos en Francia pero de origen magrebí, que tienen su misma edad y que pasan tiempo en el parque fumando y tonteando con sus colegas, como todos los jóvenes. Merodeé mucho por el barrio para captar su forma de hablar y de expresarse. Y luego también consulté novelas y textos escritos por personas que habían tenido contacto en primera persona con la radicalización. Y, como en cualquier novela, hay una parte de ficción. Mehdi es una mezcla poética entre varias inspiraciones, pero ninguna en concreto.

La historia reciente de Francia cuenta con varios episodios de terrorismo yihadista. Usted se ha inventado uno para abordar sus causas y consecuencias desde todos los costados: el privilegio, la migración, la precariedad, la intolerancia o la frustración. ¿Cree que eso puede hacer supurar la herida?

¿Es un tema sensible? Puede que sí, pero nadie me lo ha comentado en relación a la novela. Lo que está claro es que hay una percepción de que el terrorismo y la radicalización islamista han desaparecido de los medios de comunicación y del discurso político. Pero en realidad no es más que eso, una impresión. He hablado con investigadores y politólogos que saben con certeza que el problema sigue ahí y que tarde o temprano volverá a salir, aunque la opinión pública no sea consciente de ello.

Lo que no creo es que el proceso de radicalización esté directamente relacionado con la pobreza o con la situación económica de un país. Al contrario. No podemos pensar en la radicalización desde una perspectiva nacional: es un fenómeno internacional y dependerá de las zonas de conflicto. En el caso de 2015, la guerra en Siria motivó muchísimo el proceso de radicalización en el seno de países occidentales. Ahora, con la de Ucrania, no lo sé, pero quizá pueda tener un eco en países como Bosnia, donde hay una parte de población musulmana. Pero lo importante en la evolución de este movimiento es mirar al contexto internacional y a la globalización en la que vivimos, nos guste o no.

Señala 2015 como el año en el que ocurrieron todas las catástrofes. Después de una pandemia global y de la guerra entre Rusia y Ucrania, ¿seguiría considerándolo así?

Cuando estaba escribiendo la novela no podía imaginarme que iba a sobrevenir una pandemia de COVID y casi la Tercera Guerra Mundial. Quizá si escribiera la novela ahora denominaría “el año de todas las catástrofes” a cualquiera de los posteriores. Pero tampoco hay que tomárselo al pie de la letra, es algo novelesco. En cualquier caso, los atentados en la sala Bataclan marcaron un antes y un después en Francia. Fue el momento en el que la sociedad se cuestionó por qué surgía esa violencia desde dentro y por parte de ciudadanos franceses que han nacido aquí y se han educado en los valores de la República Francesa. Algo que hasta la fecha parecía imposible. Esa fue una tragedia que nos obligó a reflexionar sobre aquellas personas que se radicalizan dentro de Francia y es lo que intento explorar a través del personaje de Mehdi.

Los atentados en la sala Bataclan marcaron un antes y un después. La sociedad se cuestionó por qué surgía esa violencia desde dentro y por parte de ciudadanos franceses

Pasemos al personaje que más páginas protagoniza: Orna. Es una periodista comprometida que, al volver a su casa una noche, pasa por delante de un vagabundo tirado en el suelo y no le presta ayuda. Curiosamente, hace unas semanas fallecía de hipotermia el fotógrafo René Robert en plena calle de París porque nadie se paró a socorrerlo. ¿Hay más Ornas en el mundo de lo que estamos dispuestos a reconocer?

Yo creo que sí. De hecho, lo que pretendía con esa escena era llevar al lector a plantearse qué haría él. Que se preguntase por qué estamos perdiendo el reflejo de prestar socorro a un desconocido cuando lo necesita. En la sociedad y las grandes ciudades estas cosas pasan porque cada vez somos más individualistas y más reacios a pararnos a pensar en el otro.

¿Cree que todo tiene que ver con el individualismo?

Por supuesto, el individualismo que promueve la propia sociedad. Y también con ese predominio de la eficacia. Todo el mundo tiene siempre otra cosa que hacer. Uno no socorre a alguien no por maldad, sino porque piensa, en un proceso mental muy rápido, que no va a tener tiempo, que va a perder una hora, que necesita estar en otro sitio o hacer tal cosa. Son una serie de mecanismos mentales que llevan a abstenerte de hacerlo para no perjudicar a tu propia cotidianidad o a tu propio tiempo. Eso, y el miedo. Hace poco estaba en el metro y había un tipo molestando a una chica. Intenté convencer al resto de pasajeros de que había que hacer algo, pero la gente no quería porque no sabíamos cómo iba a reaccionar el hombre. Hay mucho miedo a las consecuencias.

Hemos entrado en un círculo vicioso en el que los periodistas pensamos que la gente no quiere estar informada y la gente cree que son los medios los que no quieren informar

Otra de las grandes críticas del libro es a los medios de comunicación. Orna no se hace a los ritmos y el modus operandi del periodismo online y siente que se ha vendido al clic. Usted fue periodista y corresponsal durante muchos años. ¿Ese mismo desencanto fue la que le llevó a dejar la profesión?

El desencanto. Sí, por supuesto. Pero no es culpa de los periodistas, sino de toda la maquinaria que hay alrededor. De la gente que decide a dónde va el dinero y a qué se destinan los fondos. Se dedican muchos más recursos y tiempo a cosas que son realmente insignificantes. Y en el caso de la televisión, donde yo trabajaba, es aún peor. Hay una concepción de que o informas al espectador o lo tienes entretenido. Hay una discrepancia entre estos dos conceptos y se sobreentiende que la información es aburrida. Y, por supuesto, la televisión no puede permitirse que el espectador se aburra. Pero realmente, ¿quién decide qué es aburrido y qué es entretenido? Hemos entrado en un círculo vicioso: los periodistas pensamos que la gente no quiere estar informada y la gente cree que son los medios los que no quieren informar.

Orna reflexiona y se siente mal porque, aunque se considera una periodista concienciada, “nunca ha luchado por nada”. ¿Se puede confundir el periodismo bien ejercido con compromiso social?

Si se ejerce bien y en buenas condiciones, puede ser una forma de compromiso social. Sin embargo, siempre le doy vueltas a esa contraposición entre la acción y el testimonio. El periodismo es ser testigo de algo. No estás actuando, solo estás observando. Y si bien es importantísimo que existan testigos que den cuenta de las cosas que suceden, no eres más que eso. Yo me percaté de ello cuando trabajaba en Nueva York, en el año 2001, y sucedieron los atentados de las Torres Gemelas. Veía a mi alrededor a gente que estaba corriendo e intentando ayudar constantemente y yo estaba allí, plantada en medio. Lo único que estaba haciendo, único entre comillas, era narrar lo que estaba sucediendo, lo cual a su vez ayudaba a otras personas. Pero no existe esa inmediatez de la acción y de la ayuda.

Hace unos días, hizo unas declaraciones sobre la literatura juvenil que causaron un poco de debate. Decía que lo único que habían leído sus alumnos de 22 años era Harry Potter y que no habían dado el salto a Kafka y Dostoyevski. ¿Cree que la literatura juvenil está acotada a cierta edad y debe ser el puente a la alta literatura?

Puede que la generalización fuera un poco extrema y que se malinterpretaran mis palabras. Desde luego reconozco que la literatura juvenil tiene muchísimas ventajas porque permite a mucha gente dar un primer paso y animarse a la lectura. Pero sí observo que falta ese paso que conduce de la literatura juvenil hacia la literatura en general, a secas, no solo la alta literatura. Y, si se produce, es cada vez más tarde. Eso es lo que lamento. Porque cuando somos adolescentes tenemos una apertura de miras y espíritu y estamos muchísimo más receptivos y dispuestos a impregnarnos que conforme nos vamos haciendo adultos, que nos vamos acartonado.

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