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Carta abierta al Papa

Durante veinte siglos las mejores matanzas se hicieron en nombre de ustedes y de ese «Dios» de ustedes, hasta qué últimamente aprendieron que no quedaba bien y les dejaron el privilegio a sus primos musulmanes.

Hablemos de condones, señor Papa. No se preocupe, no voy a decirle aquello de que Ud. no debería opinar sobre algo que nunca vio en su vida o, mejor dicho, que nunca debería haber visto, según sus propias reglas, porque ese es su problema: yo no me voy a meter con su vida privada —como tantos querríamos que Ud. no se metiera con las nuestras— y si le da por beneficiarse cada noche una oveja distinta o un carnero o cuatro monjas tiernas, condón o sin, por mí no se moleste. Siempre y cuando sean personas grandes que consienten —y no, como acostumbran algunos de los suyos, chicos que no entienden qué les están haciendo.

Pero no nos distraigamos, señor Papa. Le decía que no iba a empezar con aquello de que no debería hablar de lo que —supuestamente— no conoce, no ha visto, no ha tocado, porque Ud. y los suyos llevan más de dos mil años hablando de lo que no pueden conocer, de lo que nunca han visto, de lo que se imaginan y la verdad que no les fue tan mal. Esa es su principal característica: siempre se han ganado la vida hablando de lo que no pueden saber a ciencia cierta —cosas como el Infierno, sin ir más lejos, que Ud. y su finado jefe se encargaron de promocionar últimamente. Por eso me extrañó que hace unos meses lo hiciera Ud. tan mal; en general, señor Papa, con tantos siglos de entrenamiento, ustedes aplican bien la Fórmula.

Para empezar, siempre supieron que la condición para afirmar tajantemente cosas era que fueran cosas que no pudieran comprobarse. Cuando dicen que hay algo que se llama «Dios», que vive en todas partes y en ninguna, que es uno y tres al mismo tiempo, que maneja todo y no maneja nada, que es infinitamente bueno e hizo un mundo espantoso, que decide cómo nos va en este mundo y, sobre todo, en ese otro que ustedes dicen que hay por allá arriba, siguen la Fórmula: ¿quién puede decirles no, yo a Dios lo vi y no es todopoderoso sino solo bastante poderoso porque se notaba que miraba a esa señorita con fruición deseosa y ella ni la hora? ¿Decirles no, yo estuve en el cielo y los angelitos desafinaban con el arpa pero eran unos maestros jugando a la escondida?

Sí, señor Papa, la Fórmula era la misma que aplicaban cuando decían, por ejemplo, que ese «Dios» había creado el mundo en siete días y que, según la Biblia, la fecha de esa creación caía el 23 de octubre del 4004 antes de Cristo: en esos tiempos no había quien demostrara lo contrario. Como tampoco se podía demostrar, un suponer, que era mentira eso de que la Tierra no se movía y el Sol le daba vueltas alrededor, cuando torturaron al pobre Galileo y mataron a tantos por contradecirlos y sostener lo que ahora sabe cualquier chico. Sí, ya sé, señor Papa, que hace unos años ofrecieron disculpas por eso, como por muchas otras cosas: es fácil ofrecer disculpas tres siglos más tarde, y de todos modos ese no es el tema. Yo le estaba hablando de la Fórmula, señor Papa, la Fórmula, porque a veces parece que la olvida: ¿está Ud. un poco chocho, señor Papa, o se deja cegar por el ardor de la batalla? Claro, de batallas ustedes saben mucho, y de ardor y de ceguera: durante veinte siglos las mejores matanzas se hicieron en nombre de ustedes y de ese «Dios» de ustedes, hasta que últimamente aprendieron que no quedaba bien y les dejaron el privilegio a sus primos musulmanes.

Pero no nos desviemos, señor Papa: lo que quería decirle es que tendría que seguir la Fórmula y no mentir sobre cosas que se comprueban fácil. Cualquiera sabe cómo se contagia el HIV, y si no sabe lo pregunta; a través de las transfusiones de sangre, de las agujas hipodérmicas y del contacto sexual con un enfermo. Si no hay contacto directo no hay contagio, señor Papa, y el condón sirve, entre otras cosas, para eso; para tirar con menos peligro. Eso está comprobado, señor Papa, no es materia opinable. Ustedes, mientras, dicen que la única forma segura de no contagiarse es no tirar. Sí, señor Papa, es cierto, pero es un chiste malo: es como si yo dijera que para vivir más no hay que ir a misa porque te puede pisar un auto en el camino. Claro que puede, siempre puede, pero ustedes llevan milenios, señor Papa, diciendo que las personas solo deben tirar cuando son hombre y mujer, esposo y esposa según la ley de ustedes, tratando de reproducirse —y no de disfrutar y de quererse—, y entonces todo lo que digan sobre el tema suena sospechoso. Cualquiera diría —no yo, señor Papa, faltaba más, cualquiera— que la epidemia del sida les sirvió para renovar y redoblar sus amenazas hacia todos los que tiramos también cuando no estamos haciendo un hijo con un cónyuge: no es lo mismo amenazar con el infierno improbable, intangible, que con esa enfermedad que se ve demasiado, que mata demasiado.

Pero otra vez me fui del tema. Le estaba hablando de la Fórmula, señor Papa, se acuerda: no mentir sobre cosas comprobables. —Aunque claro, Ud., que de chico fue un poquito nazi, debe acordarse de aquella regla propagandística de Goebbels que decía miente que algo queda. Acá lo que queda con sus mentiras, señor Papa, son más y más muertos. Por eso, con su legendaria comprensión, comprenderá que me sulfure—. Le decía; le conviene respetar la Fórmula. Aunque claro, con los suyos puede hacer lo que quiera. A los suyos dígales lo que se le cante, señor Papa: para eso son sus seguidores y se supone que le creen. Ellos lo eligieron o, mejor dicho, lo heredaron de siglos y siglos de costumbres y miedos. Y creen, incluso, que, cuando Ud. habla, su «Dios» respalda sus palabras: qué raro, un «Dios» todopoderoso y omnisciente y parece que no sabe para qué sirve un condón.

Con los suyos, le decía, lo que quiera. El problema es que, tras tantos siglos de runrún, hay muchas personas que, aunque no crean en su «Dios», creen que Ud. sabe lo que dice: y sí, es un Papa, imagínate, si lo pusieron ahí por algo será, tan preparado. Entonces Ud., señor Papa, se aprovecha de ese capital para tratar de influir en sus conductas, para que la mayor cantidad posible viva como Ud. quiere. Y hace unos meses, señor Papa, Ud. usó ese poco o mucho prestigio que todavía le queda para decirles que usar condones «no solo no resuelve el problema del sida sino que lo agrava y lo aumenta». Eso, señor Papa, es, para empezar, una mentira comprobable y por eso le digo que se está alejando de la Fórmula y que no le conviene. Pero es, sobre todo, un crimen. Ustedes, señor Papa, llevan años cometiendo ese crimen: su iglesia —Ud. lo sabe mejor que nadie— no solo juega con la palabra sino también con su influencia, su riqueza y tantos otros elementos de presión; con ellos hace todo lo posible para que los gobiernos y los organismos internacionales y las oenegés no les lleven condones a esos millones de hombres y mujeres que no se enfermarían ni se morirían si tiraran protegidos; su iglesia hace, incluso, todo lo posible porque ni siquiera les cuenten que así se salvarían. Pero les debe estar yendo un poco mal, señor Papa, si salió Ud. así, a la desesperada, a decir una mentira comprobable. Y sabrá disculpar que me alegre por eso: ojalá en esta les vaya muy mal, y así se salve mucha gente. Pero, por ahora, cada vez que un enfermo de sida contagiado por tirar sin condón gracias a su prédica y sus presiones se muere, Ud. lo está matando, señor Papa, es otro crimen que agrega a su lista. Lástima que dentro de doscientos o trescientos años, cuando su chozno se acuerde de pedir perdón, ninguna de sus víctimas ni los hijos de sus víctimas ni los nietos de sus víctimas va a estar ahí para decirle no, por qué, ahora pague y, sobre todo, deje de mentirnos, señor Papa, que cada vez más gente sabe cosas y la Fórmula cada vez funciona menos.

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