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Carta a Olalla Castro

La felicito, porque usted tuvo la suerte de poder estudiar en una escuela semi-laica. La laicidad total para mí es otra cosa. La trataré después. Yo no tuve tanta suerte. En la escuela de mi pueblo, a más del crucifijo y sendas fotos de los fundadores del fascismo español, Franco y José Antonio Primo, también había un cuadro de la Inmaculada.

Los chicos teníamos obligación de aprender todas las oraciones sin el menor error y con la misma perfección el poema al Caudillo de España –el Caudillo de las manos rojas, ¿habrá encontrado en el otro mundo agua y jabón suficientes para lavarse de tanta sangre?– y todos los pasajes de la llamada “historia sagrada”. Después, en el internado de frailes donde malviví los siete los siete peores años de mi vida, teníamos misa diaria –salvo los domingos que había dos–, rosario, vía-crucis todos los viernes, confesión todos los sábados, oración de la mañana, de la tarde y de la noche y, para que nada faltara, ejercicios espirituales al menos una vez al año.

Que después de este largo lavado de cerebro, y precisamente en la edad más vulnerable, todavía logre pensar y refutar adoctrinamientos, es casi un milagro. Mis dos hijas, nacidas en París, tuvieron más suerte. Más que usted e infinitamente más que yo. Ellas sí asistieron a la escuela laica, escuela de una laicidad total. Ni crucifijos ni velo islámico. Tampoco clases de religión ni de historia sagrada. Todo eso quedaba fuera del mundo escolar. Hacia los diez años la mayor me pidió permiso para ir al catecismo de la parroquia. Era la madre de una amiga suya quien ejercía la catequesis. Le firmé el papelito y fue a cuatro o cinco clases. ¿Por qué has interrumpido las clases de la parroquia?, le pregunté. “No dicen más que ‘betisses’ (idioteces, chuminás)”, me respondió.

A la pequeña ni se le ocurrió pasar por la parroquia. Después, cuando a fin de no perder el contacto con la cultura de España, estuvieron en el Liceo Español de París –hoy desaparecido– un par de cursos optaron por ética en lugar de religión. Nadie les hizo la vida imposible por esta osadía. Para mí, escuela laica coincide con el sistema francés. Laicidad total. Lo que en España estos políticos de vuelo corto, que en todo se quedan a mitad de camino –baste como ejemplo la ley de la memoria histórica– nos airean como escuela laica, deja mucho de serlo. Justo es reconocer que cuando en Francia Jules Ferry instauró, en tiempos de la Tercera República, la escuela laica no lo tuvo nada fácil. Curas y sacristanes llamaban a aquellos primeros maestros los “maestros del diablo“. Toda la burguesía los siguió al pie de la letra.

Basta leer el libro ‘Le chateau de mon père’ de Marcel Pagnol –su padre fue uno de aquellos maestros– para hacerse una idea. Pero al fin lograron imponerse sobre el fanatismo y el adoctrinamiento. No cabe la menor duda que el florecer de la cultura francesa de finales del XIX y comienzos del XX, tanto en ciencia como en literatura, va unido a la escuela laica. Algo así, aunque sea con muchos años de retraso, es lo que yo desearía para España. Lo intentó la República y no lo pudo llevar a cabo. Todos cuantos manejamos la pluma y nos sentimos progresistas tenemos el deber moral de poner nuestro granito de arena.

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