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Camino sin retorno

Me comentó que no quería seguir así, que si su enfermedad no tenía remedio no quería morir asfixiándose y que iba a pedir a sus oncólogos y al equipo de paliativos que le practicaran una sedación profunda para poder morir sin enterarse de nada, y dirigiéndose a mí dijo: “Pero quiero que ese día estés tu presente”.

Hoy hace cuatro años de aquel día, en que, comiendo en su casa, un amigo nos contó que tenía un cáncer. Recuerdo que, sobre la marcha, a mí solo se me ocurrieron esas frases manidas que pretenden negar una realidad endulzándola, del tipo de: “Hoy día hay cánceres que se curan” o bien “con los tratamientos actuales se consiguen grandes supervivencias” etc. La realidad es que a todos nos abruma esa palabra, y deseamos librarnos de cualquier manera de la angustia que nos provoca. También recuerdo que evité usar ciertas metáforas militaristas tan empleadas en esas ocasiones: “Ten ánimo para luchar contra él”, o bien “tú seguro que lo vences”, como si se tratara de un combate entre guerreros. Cuando se usan esas metáforas militaristas, sin querer, se está estigmatizando la enfermedad y por tanto, a quienes la sufren.

Lo que mostramos al usarlas es el temor que nos producen, como el temor que sentimos ante el enemigo en una guerra. Al usar esas metáforas, la propia reputación del cáncer aumenta el sufrimiento de los pacientes, y su imaginación se llena de todas las connotaciones negativas que tiene el término; se produce una relación inevitable entre demonizar la enfermedad y achacar algo al paciente, por mucho que le consideremos una víctima. Las víctimas siempre sugieren inocencia y la víctima, por la lógica subyacente a todo termino que expone una relación, supone culpa. Deberíamos  intentar calmar la imaginación de la persona que padece un cáncer, para que no sufra más por pensar en la enfermedad, que por la enfermedad misma, y para ello necesitaríamos hablar más entre nosotros de todo aquello que se supone que no debe nombrarse. Y así hicimos: hablamos de las posibilidades de curación según el tipo de cáncer y de los achaques que tenía, y que ahora, debían quedar en segundo plano. Al terminar la conversación, mi amigo dijo a modo de despedida: “Ya ves qué rápido cambia la vida, un día cualquiera te levantas, y en un instante, la vida, tal como la conocías, se te ha acabado”.

A partir de aquel día, comenzaron para mi amigo tres años de penalidades. No pudo ser operado por la localización del tumor, y los oncólogos le indicaron un tratamiento con quimioterapia y radioterapia. Con el transcurrir de los meses, al ir cumpliendo los ciclos de los tratamientos, comenzaron a aparecerle los efectos secundarios. Una temporada tenía dificultades con la alimentación porque la radioterapia le había irritado el esófago, otras, tenía un dolor punzante en el costado, con fiebre, que le obligaba a reingresos hospitalarios, para drenarle el derrame que se le había producido por una infección pulmonar; más tarde, comenzó a tener dificultades para respirar, porque los pulmones acusaban sus años de fumador. Seguíamos viéndonos con frecuencia, cultivando esa amistad de muchos años que te une a algunas personas, y la sientes como una ayuda para vivir; aunque a veces, habíamos pasado tiempo sin vernos, cuando lo hacíamos, reanudábamos la relación y las conversaciones como si las hubiéramos interrumpido el día anterior. Me impresionaba siempre la entereza y la serenidad con que se mantenía frente a la enfermedad.

Al final del tercer año, comencé a notar que tenía tendencia a hablar del pasado, de su pasado. Rememoraba con orgullo los años de militancia política antifranquista en la universidad, los episodios de la transición política a la democracia, vivida desde la óptica de la extrema izquierda, e incluso, las ansias de nuevas experiencias vitales de los años de la movida madrileña. Quizás el presentimiento de que su final se acercaba le obligaba a hacer inventario de lo que había vivido, o deseaba recordar todo lo que había sentido como verdadero en su vida, porque como escribió Siri Hustved “lo que no sentimos se nos acaba olvidando”. Así, configuramos los recuerdos para dotarlos de significado y coherencia. Para las personas sanas es fácil encontrar qué papel queremos jugar en los distintos momentos de la vida, e interpretarlo en la realidad de nuestro presente, pero en el mundo de los enfermos graves nadie sabe vivir con su presente, solo se quiere escapar de él, porque la enfermedad te proporciona una forma tan bastarda de identidad que el enfermo no sabe qué pensar de sí mismo en su presente y,  por eso, necesita reconstruir su pasado. Ya lo dijo William Faulkner: “El pasado nunca está muerto, ni siquiera está pasado”.

A pesar de continuar con los tratamientos, el  estado de mi amigo no mejoró, precisaba ya oxigeno domiciliario continuo, y, finalmente, los oncólogos los dieron por finalizados y lo derivaron a los cuidados paliativos. Él comprendió que su enfermedad era irreversible y que los nuevos medicamentos que le indicaron tenían como única finalidad aliviarle los dolores y la asfixia. Un día me comentó que no quería seguir así, que si su enfermedad no tenía remedio, no quería morir asfixiándose y añadió que iba a pedir a sus oncólogos y al equipo de paliativos que le practicaran una sedación profunda para poder morir sin enterarse de nada, y  dirigiéndose a mí dijo: “Pero quiero que ese día estés tu presente”. Le di mi conformidad, sin preguntarle nada y sin dudarlo, aunque desconocía cuál iba a ser mi papel. Yo siempre he tenido el convencimiento de que una vida humana sometida al dolor y al sufrimiento físico, por una enfermedad incurable en fase terminal, no es digna de ser vivida por nadie, ya que degrada al ser humano, obligándole a vivir una situación inhumana. Quizás reparamos pocas veces en el dolor ajeno de estas situaciones, porque  nuestro dolor está siempre haciendo ruido a todas horas, y ese ruido nos incapacita para escuchar al otro, y ofrecerle nuestro consuelo. El azar quiso que, en esos días, se tramitara en el Parlamento un proyecto de ley de eutanasia y volvieran a oírse esas voces apocalípticas profetizando de nuevo el fin de la civilización cristiana-occidental si se aprobaba la eutanasia, como ya hicieron años atrás con el divorcio y el aborto. Esas voces siguen fanatizadas por el fundamentalismo religioso de la jerarquía de la Iglesia católica, que intenta impedir el amparo legal a una muerte digna. Esa justificación de la que alardean, de presentarse como defensoras de la vida, es un sarcasmo cruel, porque esos enfermos nunca están en condiciones de disfrutarla, y, además, ocultan que con su postura los están condenando a un martirio, ya que vivir en esas condiciones es morir mil veces cada día hasta que el suplicio termina de forma “natural”. Esas voces, además de mostrar un autoritarismo exacerbado sobre la sociedad española, no respetando a los que no pertenecemos a su rebaño, también muestran ignorar que el derecho a vivir no está amenazado por el derecho a morir, sino más bien reforzado, porque no hay nada como la referencia de la muerte para apreciar las infinitas riquezas de la vida. A menudo, he intentado comprender las razones de esos comportamientos tan dogmáticos, incluidas las ideologías totalitarias, que no reconocen que los tiempos cambian, las certidumbres se desvanecen y la vida de los ortodoxos, ante el rápido transcurrir de las cosas y de las perspectivas, se hace cada vez más precaria y melancólica. Esa rigidez que custodia verdades inmutables revela una intimidad frágil y sensible, un alma que busca protección para su propia vulnerabilidad sentimental, tras la coraza de una fe inquebrantable. Quizás todos sufrimos por el mundo que cambia, por las verdades que pasan, por los rostros amados que se alejan, por la innumerable perdida de las cosas y se intenta presentar un orden tranquilizador, pero cuanto más extraño se nos hace el mundo, más nos aislamos en una testaruda soledad, patética y dolorosa, aunque aparentemente rígida e inflexible.

Transcurrieron varias semanas en las que cumplimentaron los trámites administrativos, testamento vital etc. Y un día, me avisaron de que ya estaba todo preparado. Realmente yo no sabía cuál iba a ser mi papel, y temía vivir escenas dramáticas con la familia. En cuarenta años de medico intensivista, había vivido muchas muertes, pero nunca la de un amigo y en su casa. Cuando llegué, el ambiente era de tranquilidad y sosiego. El médico del equipo de paliativos le explicaba pausadamente a mi amigo que podía retractarse de su decisión o aplazarla sin ningún inconveniente, pero él insistió en seguir adelante y morir sin enterarse de nada. El médico dejó escritos el informe clínico y la pauta de administración de medicamentos que iniciaron a continuación y añadió que él y su equipo debían acudir a otros domicilios a atender a otros pacientes, pero que volverían, y que se les podía llamar por teléfono en cualquier momento. Fue entonces cuando me ofrecí a aplicar yo la pauta en su ausencia, y en ese momento comprendí el papel que me había asignado el destino. En las horas siguientes, continué la administración, y tuve que acortar los intervalos entre las dosis para conseguir una sedación continuada. Sin darme cuenta, me estaba dejando llevar por el andamiaje intelectual que proporciona el ejercicio de la profesión y que moldea nuestras mentes. Cualquier profesión marca a la persona que la ejerce, y condiciona la manera de actuar que tiene a lo largo de la vida. La cercanía de la muerte es un hecho al que te habitúa la especialidad médica, y eso te proporciona una apariencia exterior de tranquilidad, que a veces sorprende a los que te rodean y no se corresponde con lo que sientes en tu interior. Recibes las miradas de los demás, y ellas te hacen ver cómo estás actuando y, de esta manera, quedas definido cómo eres ante los demás. Mi obsesión en aquellos momentos era cumplir el deseo de mi amigo tan querido, y lo que yo sintiera o dejara de sentir era secundario. Mientras él dormía profundamente, nosotros, familia y algún amigo, nos acompañábamos unos a otros entre conversaciones intrascendentes, que tenían como finalidad principal hacer pasar el tiempo. Así  pasaron la tarde y la noche y al amanecer nos dejó.

Aunque la muerte sea la cancelación de la vida, debemos considerar que forma parte consustancial de ella de una forma natural. También lo es percibir el dolor de perder a alguien que amas, y que ha formado parte de tu vida. Han pasado ya seis meses desde entonces, y hoy nos hemos reunido para recordarlo porque hubiera cumplido 70 años. Su ausencia nos impregna a todos sin derivar en una melancolía nostálgica, y sentimos un nuevo impulso interior  que nos hace vivir el presente con más intensidad, porque como dijo Kierkegaard “la vida solo puede ser entendida mirando hacia atrás, aunque deba ser vivida mirando hacia adelante”.

Agradecimiento: A Joan Serrano por la corrección del manuscrito.

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