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Ginebra, Museo Calvinismo, Suiza, 2015

Calvino y la democracia moderna

Es curioso que Suiza tiene en su organización política dos elementos copiados de la eclesiología calvinista: un gobierno formado por siete consejeros, y el referendo para decidir los temas cruciales, lo que podría ser la democracia más perfecta.

El pensamiento de Calvino, a pesar de sus indudables yerros, es el catalizador más decisivo sobre la democracia parlamentaria de Occidente.

La diferencia es que Lutero propuso la Reforma de la iglesia, pero Calvino -al igual que los reformadores radicales de los siglos XVI, XVII y XVIII- planteó la Reforma del Estado. Lutero siempre se cobijó bajo la sombra de un príncipe, pero Calvino fue un conspirador. Según Michael Waltzer (2008): “En su vejez, Lutero fue una figura provinciana, conservadora en lo político… [mientras] Calvino fue una figura internacional… fuente inagotable de sedición y rebelión” (p.38).

En 1536 Calvino se establece en Ginebra, y su propósito era organizar la ciudad conforme al Reino de los Cielos, algo que lo diferenció de Lutero. Es curioso que Suiza tiene en su organización política dos elementos copiados de la eclesiología calvinista: un gobierno formado por siete consejeros, y el referendo para decidir los temas cruciales, lo que podría ser la democracia más perfecta. El punto de Calvino es que los ‘santos’ deben organizar la ciudad conforme al Reino de los Cielos, tal como lo dijo un ministro puritano ante la Cámara de los Comunes (1642): “La Reforma debe ser universal… debe reformar todos los lugares, a todas las personas y a todas las profesiones; reformar a los jueves, a los magistrados… reformar las universidades, reformar las ciudades, reformar los países, reformar las escuelas…” (p.25). Luego Samuel Rutherford, predicador presbiteriano, propuso el ‘imperio de la ley’ (“La ley es el rey”, 1644), bajo el argumento de que el rey solo no podía decidir los asuntos del Estado, sino que debe haber una ley a la que todos deben obediencia, tanto el rey, como los ciudadanos.

En ese tiempo no había libertad de conciencia, y la gente tenía que seguir la religión del principe de su comarca. Convertirse a una religión diferente tenía su repercusión política, y podía ser castigado con la inquisición. La reforma del Estado era una manera de cambiar ese orden monárquico por la democracia. En la “Revolución Gloriosa” (1688) los puritanos se tiraron a la calle, obligando al rey Jacobo II a entregar el poder al parlamento, el cual desde entonces ejerce el poder, y al año siguiente se estableció la Carta Magna, y el imperio de la ley, como lo había sugerido Samuel Rutherford, modelo que luego fue copiado por los países de Europa, y las grandes naciones protestantes.

Los puritanos llevaron esta visión a los Estados Unidos, y es célebre el sermón de John Winthrop, predicador puritano, cuando arengaba a los ‘santos’ a establecer un gobierno que fuera “como una ciudad asentada sobre un monte”. Luego vino la guerra de independencia (1776), de fuerte inspiración puritana. Esta visión de Calvino y de la Reforma Radical es el verdadero origen de la democracia de Occidente, y ojalá lo recuerden los políticos que hoy conspiran contra esos fundamentos.

Ojalá lo recuerde el evangelicalismo, que solo recuerda a Calvino en las discusiones teológicas, olvidándose de transformar la ciudad conforme al reino de los cielos

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