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Cada creyente, un templo

Ayer era el día para constatar que Barcelona no es una ciudad tan antisistema como se dice. Sobre todo a primera hora de la mañana, cuando la plaza Nova ofrecía un aspecto novísimo: policías de gala y guardias civiles con todas sus condecoraciones se disponían a acudir a la festividad de los Santos Ángeles Custodios (los Mossos, ya se sabe, no tienen patrón). Junto a ellos jóvenes y no tan jóvenes iban de allá para acá dispuestos a continuar las conferencias que la Comunidad de San Egidio ha programado en Barcelona durante estos días.

Los de San Egidio, emancipadores de pobres, han ido extendiéndose por el mundo y ayer en Barcelona se encontró lo mejor de cada casa para hablar juntos. Por ahora no se ha inventado nada mejor para mantener la convivencia entre gente aparentemente distinta: personas que hablan y personas que escuchan. También personas que escuchan para que los que no están allí puedan saber algo de lo que se ha hablado.

El visitante de San Egidio se encuentra ante un parque de atracciones mentales. A la misma hora y en distintos lugares el foro ecuménico ofrece debates sobre casi todo, desde la gratuidad en la era de los grandes mercados hasta la ecología humana, desde la importancia de la oración hasta la forma de transmitir la religión en la comunicación global.

Era de fundamentalismos

3 Por afinidad, este cronista se apunta a lo de la comunicación. Por afinidad y porque participa en el debate un viejo amigo que es Enric Juliana. Junto a él se encuentra la corresponsal de The New York Times (NYT), un representante de Al Jazeera y otros de la televisión japonesa y de Costa de Marfil. El moderador, Mario Marazzitti, se nos muestra como el tipo más simpático y eficaz del planeta San Egidio. Nos recuerda que a finales del siglo XX la religión deja de ser un ámbito de paz para entrar en la era de los llamados fundamentalismos. Jomeini y Bosnia son algunos de esos ejemplos. A un lado la yihad, al otro la velocidad con la que cualquier freaky puede alterar el planeta si amenaza con quemar el Corán.

Juliana recuerda que en la televisión pública catalana al Papa se le hace aparecer como a un payaso, pero que jamás veremos la más mínima chanza sobre aquellas figuras religiosas en cuyo nombre se proclaman condenas de muerte.

Entre el público se encuentran gentes de todo el mundo. No es con el color de su piel ni los rasgos de sus ojos, sino con la ropa con lo que manifiestan su origen. Por la tarde, se han habilitado lugares de oración para cristianos, musulmanes, budistas, jainistas, hebreos o hindús. Ahí se verá que cada creyente es, en realidad, un templo.

La corresponsal del NYT, Rachel Donadio, se exalta cuando recuerda el desayuno que acaba de compartir con todas las creencias asistentes al encuentro de San Egidio. Y con amarga ironía recordará que la humanidad siempre está de acuerdo cuando se desayuna, pero que los problemas empiezan a surgir a la hora del almuerzo.

San Egidio continúa sobrevolando esas asambleas del diálogo y de la bondad, esta vez en Barcelona. Y, de pronto, tenemos la sensación que unas llamas de fuego se han posado encima de nuestras cabezas y nos han hecho poseedores del don de lenguas.

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