VINO en las revistas del corazón; también en los diarios nacionales, en las páginas que la prensa dedica, bajo el epígrafe de Gente, a esos asuntos calificados (¡todavía hoy!) como frívolos o baladíes. Qué desastre sería la vida si todo fuera siempre sesudo y serio. A veces hay que mirar las revistas del corazón, y hay que mirarlas a pesar de que sus páginas nunca nos hablen del corazón de los peatones de la historia, esos que nunca navegarán en yates ni cazarán elefantes o zorros. Creo que ya lo he dicho, vino en todas las revistas del corazón y me estoy refiriendo a la boda del príncipe Guillermo de Luxemburgo con la condesa Stéphanie de Lannoy, enlace al que asistieron, entre otras realezas europeas, los Príncipes de Asturias.
Dije boda y debí decir bodas por la sencilla razón de que se celebraron dos ceremonias: la civil (19 de octubre, por la tarde), en el Ayuntamiento de Luxemburgo, oficiada por el alcalde; y la religiosa (20 de octubre, por la mañana), en la catedral de Luxemburgo), oficiada por el arzobispo Jean-Claude Hollerich. Y las dos ceremonias estuvieron seguidas de fiestas y de ágapes: la civil, de una cena de gala en el palacio ducal; y la religiosa, de un almuerzo en el mismo palacio. Alguien se quejará por el derroche, pero habría que reflexionar un poco; dos bodas en vez de una supondrían una fuente de riqueza y más puestos de trabajo: dos vestidos de novia, dos trajes para el novio, más flores, dos convites, más camareros, dos orquestas, dos pares de zapatos de tacón, más sombreros para las madrinas, más paquetes de arroz, en fin, más actividad económica y más horas de alegría. Los Príncipes de Asturias, sin embargo, se perdieron la mitad: parece ser que sólo asistieron a la ceremonia religiosa. Qué raro. Tal vez no fueron invitados a la boda civil (la boda realmente válida) o tal vez evitaron con su ausencia sufrir un ataque de melancolía: en España, ya se sabe, nunca se celebran dos ceremonias, la boda religiosa católica tiene validez civil porque en España no hay una verdadera separación entre la Iglesia Católica y el Estado. Y tal vez por eso, el Príncipe Felipe y la Princesa Letizia se ausentaron de una ceremonia, la del matrimonio civil, que ellos (como todos los españoles casados por el rito católico) nunca pudieron disfrutar.
Si nuestros diputados y senadores no hubieran perdido el tiempo (y nuestro dinero) en los enigmas insondables de la identidad territorial, en imaginar sistemas financieros andaluces o en fabricarse televisioncitas cutres que retransmitan los discursos del alcalde o de sus invitados, hoy habría en España una real separación entre la Iglesia (católica) y el Estado. Pero no fue así. Y así nos va.