Lo que se debe reprochar a la Iglesia es la mezquina distinción entre sus víctimas y las que no lo son.
El próximo domingo, el Vaticano beatificará a 498 nuevos mártires en una solemne ceremonia que tendrá lugar en la plaza de San Pedro y que contará con la asistencia del papa Benedicto XVI. La beatificación colectiva más numerosa de religiosos asesinados durante la Guerra Civil ha sido enérgicamente impulsada por la jerarquía eclesiástica española, que ha negado, sin embargo, cualquier intención de contrarrestar con este acto la reciente aprobación de la Ley de Memoria Histórica. Si la Conferencia Episcopal no hubiera mostrado la beligerancia política de la que ha hecho gala durante los últimos años, esta declaración podría tener alguna verosimilitud. Pero su persistente e indisimulado activismo político le restan cualquier valor. Como en la polémica acerca de la asignatura de Educación para la Ciudadanía o, incluso, en el reciente acoso a algunas instituciones y magistraturas del Estado, la Iglesia sigue reclamando en la vida pública española un espacio que no le corresponde.
Pero, además, sigue reclamándolo desde unas posiciones abiertamente partidistas, cuando no directamente sectarias, tanto en lo que se refiere a los asuntos de actualidad como en lo relativo a la reciente historia del país. A diferencia de lo que cabría esperar de una institución que dice estar al servicio de los mensajes evangélicos, la jerarquía eclesiástica española no pretende colocarse en una posición que contribuya a serenar los debates, sino que sólo se propone ayudar a que triunfen aquellas opciones que considera las suyas. La beatificación del próximo domingo obedece a esa lógica: proclamar la condición de mártires para 498 víctimas de un bando de la Guerra Civil y no compadecerse siquiera de las víctimas del otro es una prueba de ceguera que sólo puede explicar el sobrevenido fanatismo de la Conferencia Episcopal. Sobre todo cuando, habiendo sido la Iglesia beligerante en la contienda, hasta el punto de conceder a una rebelión militar la consideración de cruzada y de haber honrado a su máximo dirigente bajo palio, la jerarquía eclesiástica no ha reconocido nunca el error de haber apoyado a un ejército sublevado que hizo del terror un instrumento habitual, luego prorrogado durante una interminable dictadura.
La jerarquía eclesiástica española ha renunciado a la autoridad moral en favor de la militancia política. Después de tres décadas de libertades democráticas, la sociedad española ha sabido avanzar en otra dirección, y por eso no se puede reprochar a la Iglesia que distinga como mejor estime a unas víctimas que considera las suyas. Lo que se le debe reprochar es, precisamente, que establezca una mezquina distinción entre las suyas y las que no lo son. El propio Vaticano parece haber mantenido por esta razón algunas reservas hacia el acto que se celebrará el próximo domingo, sólo vencidas por la insistencia de los obispos españoles. Éstos aseguran que España es país de mártires. No es necesariamente un timbre de gloria; también puede ser un motivo de espanto que habría que conjurar.