La Iglesia envió misioneros a pueblos y aldeas para reprimir sexualmente a los jóvenes durante el franquismo.
Una, grande y pacata. Había que recristianizar a los españoles descarriados y, para ello, la Iglesia católica decidió enviar a misioneros a todos los rincones del país. La guerra civil había terminado y se imponía moralizar la vida social, que pasaba por el baile y el cine, aunque también se persiguió a los amancebados y, en general, a todo lo que oliese a laicismo.
“El objetivo principal de las misiones interiores era fomentar la recepción de los sacramentos”, explica Francisco Bernal García. Las dianas eran bebés sin bautizar, niños que no habían hecho la comunión, adultos que llevaban tiempo sin comulgar —y debían pasar antes por el confesionario— y, claro, parejas que vivían juntas sin haber contraído matrimonio.
Así, en 1959 un misionero visitó un pueblo de la cuenca minera leonesa y, durante siete días, en el rosario de la aurora hizo desfilar a los parroquianos ante la casa de un gallego que compartía lecho con una mujer sin haber pasado antes por el altar. Aunque al principio no estaban por la labor, aceptaron casarse.
“Calificó este hecho de edificante, presentándolo como una muestra evidente de que, a través de la misión, la gracia de Dios se había derramado sobre Naredo de Fenar”, escribe Francisco Bernal en Divertirse en dictadura (Marcial Pons), aunque en realidad lo que había promovido el religioso era un escrache, antes de que se le llamase escrache.
El profesor de Historia Económica en la Universidad de Sevilla analiza en el citado libro, subtitulado El ocio en la España franquista, cómo esos agentes de la inmoralidad ejercieron un férreo control eclesiástico en la España rural del franquismo. Con la colaboración, por supuesto, de los curas de las parroquias, quienes les informaban de los pecados de su rebaño, entre los que se incluía no solo el sexo, sino también otros vicios.
“Las misiones también tenían un elemento moralizador, pues querían fustigar el alcoholismo, los bailes modernos, las modas femeninas consideradas demasiado atrevidas, etcétera. No se podía recristianizar España si no se moralizaba antes”, comenta Francisco Bernal, quien insiste en que no iban “a puerta fría, sino que conocían de antemano la situación religiosa y moral de cada localidad”, lo que les permitía adaptar su discurso.
Por eso se cebaron con la pareja leonesa y otros amancebados, además de apuntar hacia los hijos “ilegítimos” como sinónimo de inmoralidad, al tiempo que miraban hacia otro lado ante la usura o los precios abusivos. Prácticas execrables que escapaban a la represión eclesiástica, pues consideraban más pecaminoso el sexo que la codicia.
“Su idea de la moralidad se centraba fundamentalmente en el sexo, mientras que otro tipo de prácticas inmorales, relacionadas con las actividades económicas, quedaban muy rezagadas en las misiones, excepto alguna excepción”, explica el historiador, quien recuerda que a mediados de los sesenta emprendieron una cruzada contra la píldora anticonceptiva tras percibir que habían descendido los hijos concebidos fuera del matrimonio.
Una forma de control sobre el cuerpo de la mujer, que debía permanecer casta y pura hasta su boda: “Ella era la depositaria de la moralidad. Si un hombre cometía un acto inmoral de carácter sexual, alguna mujer lo había provocado antes, pensaban entonces”.
Francisco Bernal cita en su ensayo a un sacerdote que, durante una misión en la cuenca minera de Palencia, decía en 1958: “Hay muchachas que viven ignorantes de haber sido la causa de la caída y quién sabe si de la condenación eterna de algunos hombres. Un vestido inapropiado, una conversación improcedente, un baile provocativo… pueden estar detrás de muchas decisiones erradas”.
Un año antes, la curia cargaba en Instrucción sobre la moralidad pública contra el “feminismo absurdo”, la “pornografía clandestina y semiclandestina”, la “plaga del desnudismo” o las “modas inverecundas”, enumera el historiador en Divertirse en dictadura, un libro escrito a varias manos donde una docena de ensayistas —coordinados por Claudio Hernández y Lucía Prieto— aborda otros aspectos relacionados con el ocio durante la dictadura de Franco, como las fiestas, los bares o el turismo.
Francisco Bernal se centra en tres demonios: los salones de baile, los cines y la televisión.
Los salones de baile como “el pudridero moral de los jóvenes”
“Proliferan en los años cuarenta, cincuenta e incluso sesenta, cuando son sustituidos por las discotecas. Son vistos por la Iglesia y por los misioneros como el arquetipo y la quinta esencia de la inmoralidad sexual. Para ellos, de los salones de baile salen siempre las relaciones prematrimoniales, los embarazos no deseados, etcétera”.
“Son un peligro, particularmente para los jóvenes, por eso los tienen enfilados y quieren acabar con ellos como sea, aunque con poco éxito. Aunque el baile agarrado era el objetivo de los mozos, una fiesta al aire libre, con motivo de las fiestas patronales, era más fácil de controlar, porque en la plaza del pueblo también había gente mayor”.
El cine y la antesala del sexo, al amparo de la oscuridad
“Los cines no son considerados tan peligrosos como los salones de baile, que siempre fueron vistos como algo inmoral. En cambio, el cine puede ser moral si las películas que se seleccionan son las adecuadas y si se vela por el buen comportamiento en la sala”.
“De hecho, en muchos pueblos el cine es eclesiástico. O sea, la Iglesia crea sus propias salas para controlarlo y evitar que se proyecten películas inmorales y los espectadores se desfasen. Digamos que hay una visión ambivalente, porque está claro que podía haber acercamientos entre parejas”.
La televisión, una ladrona de almas
“El principal problema que tienen los misioneros con la televisión es que distrae a la gente. El día que hay un partido de fútbol, los hombres no van a misa, del mismo modo que algunas chicas prefieren ver un programa que asistir a la catequesis. Respecto al contenido, critican que salgan bailarinas con poca ropa o que emitan series estadounidenses donde los jóvenes se comportan desenfadadamente”.
Ya había misiones católicas mucho antes del franquismo, pero no cabe duda de que vivieron un auge tras la guerra civil. En los sesenta comenzaron a perder fuelle y en los setenta, influencia. “Décadas atrás, congregaban a miles de personas, comulgando a la vez. Sin embargo, con el paso del tiempo empezaron a tener más dificultades para movilizar a la gente, porque su mentalidad era de sacrificio y de expiación de los pecados, algo que no concordaba con la incipiente sociedad de consumo”, concluye Francisco Bernal.