“Allí donde se queman los libros, se acaba por quemar a los hombres”, Heinrich Heine
Las quemas de libros en plazas públicas o en otros lugares a modo de escarmiento o aviso para que no se escriba, no se lea o no se piense, son un clásico en la historia (y en la ficción) de dictaduras y caza de meigas, la mayoría, y meigos, que también hailos. Desde China, pasando por Cornualles (Reino Unido), EE.UU., Bosnia o Polonia hay escenas de todo tipo, pero todas con un nexo común: silenciar el pensamiento diferente, disidente.
Querría haber titulado este artículo Los Verbrennungskommando Warschau de Ayuso (los comandos esclavos de los nazis dirigidos por las Schutzstaffel (SS) para la quema (sic) de la cultura polaca, en toda la amplitud del término, incluidos polacos y polacas), pero me declaro incapaz de pronunciarlo correctamente y me resulta muy osado titular un texto con un término que soy incapaz de leer, aunque sea alemán y esté ampliamiente justificado para una filóloga hispánica. Así que he preferido encabezar mi opinión de este jueves con algo más castizo, más nuestro: un espíritu que todavía burbujea en algún ADN patrio, como el de la presidenta de la Comunidad de Madrid.
Torquemada, un nombre que intimida -y me perdonen quienes llevan el apellido, algunas estamos muy sensibles- antes incluso de conocer al sujeto, que lo portó como primer inquisidor general de Castilla y Aragón en el siglo XV, Tomás de Torquemada, confesor de Isabel la Católica, otra bondad. Este señor, decano de la sangrienta Inquisición, tenía la fea costumbre de quemar a otros señores o señoras por pensar distinto y, como gesto ejemplarizante, echaba junto a sus cuerpos abrasados los libros de los que dispusieran tales herejes, salvo la Biblia, que ésa es buena.
Tanto gustaba al confesor de la reina la quema de libros que organizaba auténticas orgías de ellas, en medio de estruendosas celebraciones de ciudadanos y ciudadanas, que no gritaban “¡Libertad!“, que se sepa, pero casi. Al fin y al cabo, Torquemada los libraba de pensar y así no tenían más que hacerle casito para estar vivos y crudos.
Isabel Díaz Ayuso nos ha deleitado este miércoles, desde Jerez de la Frontera (Cádiz), con una de sus proclamas a juego con la ultraderecha. Lo hizo, además, en el feudo de su compañero Juanma Moreno, que quiere pasar por moderado y azote de Vox y lleva a Ayuso a hacerle campaña electoral en el territorio. Lo normal. Y pasó lo que tenía que pasar, que la presidenta madrileña anunció que nada de ideología (acá en el resto del mundo, diversidad e igualdad) en las escuelas. “Nosotros vamos a realizar una revisión pormenorizada y urgente de todos los libros de texto en la Comunidad de Madrid, una orden que vamos a dar a nuestra inspección educativa, y vamos a solicitar la retirada de todos aquellos libros, aquellos textos que contengan material sectario”, soltó ante el pasmo del equipo de Moreno, que aún debe de estar con las sales del desmayo.
Me avisan ya, porque tengo un hijo en edad escolar, que es probable que lo primero que caiga en la hoguera de Ayuso sea la Declaración Universal de Derechos Humanos. ¿Pues no dicen los de Naciones Unidas, ya en su artículo 2, que “Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”? Qué barbaridad, Torquemada, hasta ahí podíamos llegar.