El debate sobre la despenalización del aborto está cobrando connotaciones inesperadas, pues ha venido a radicalizar un fenómeno notable desde hace algunos años: el avance clerical sobre las políticas de asistencia social.
El discurso de la corporación eclesiástica ordenado desde el Vaticano es bien preciso: el patrocinio gubernamental del proyecto legislativo despenalizador se ubica en línea con el acuerdo con el FMI que apuesta a la disminución los pobres mediante prácticas eugenésicas. Las palabras de Francisco han sido concluyentes: los partidarios de la ley son émulos de los nazis; una sentencia menos importante en sí que por la cadena de reacciones a la que apunta.
El discurso ha bajado desde los púlpitos hacia factores de poder bien precisos: el sindicalismo, los movimientos sociales y las sensibilidades confesionales de muchos legisladores. Fue, incluso, un poco más allá, como lo prueba la amonestación de dos obispos cruciales en la estrategia papal respecto de funcionarios gubernamentales afines: la gobernadora de la provincia de Buenos Aires y la ministra de Desarrollo Social.
La coyuntura invita a una reflexión histórica sobre la relación entre la Iglesia y el Estado argentino. A diferencia de otros países, nuestra organización institucional desde 1853 partió de reconocer al catolicismo como religión oficial. El laicismo de nuestros notables fundadores motivó el primer cortocircuito serio alrededor de la promulgación de la ley 1420 de educación laica y obligatoria en 1884, puesto que la Iglesia entendía que esta era “naturalmente” de su incumbencia.
El Estado ganó la partida ni siquiera impugnando la enseñanza religiosa ni ninguna otra, aunque supeditándolas al control académico estatal. Pero la batalla continuó con sordina hasta alcanzar un nuevo capítulo en los años 30, cuando, siguiendo los lineamientos de las encíclicas papales, la Iglesia debía proceder a clericalizar a la sociedad desde el Estado. El éxito movilizador durante el Congreso Eucarístico de 1934 fue elocuente sobre los alcances de la prédica en los sectores populares. Ganada “la calle”, la jerarquía católica se dirigió estratégicamente a la conquista ideológica de un sector crucial del Estado durante la entreguerras: el Ejército.
La revolución de 1943 le permitió lograr la reimplantación de la enseñanza religiosa. Su heredero, el peronismo, fundamentó luego su ideología en el ideal tomista de la “comunidad organizada” de la encíclica Quadragesimo Anno. Pero la tendencia natural de los movimientos de masas a devenir en religiones laicas fue cortocircuitando la relación hasta terminar en divorcio abierto, y de consecuencias políticamente dramáticas entre 1954 y 1955.
En 1958, la prédica clerical se orientó a proseguir sus avances a expensas de un Estado fiscalmente impotente para extender el servicio educativo público. Fue el debate entre “laicos” y “libres”, en el que terminaron imponiéndose estos últimos, auspiciados por un presidente Frondizi, que buscaba afianzarse menos en las instituciones republicanas que en los “factores de poder”.
Durante los 60, el comportamiento eclesiástico fue diverso: la cúpula se concentró en la defensa de sus intereses vis-à-vis el resto de las corporaciones y en embestir en contra de la modernidad cultural indirectamente abierta por la política desarrollista.
Un sector episcopal intentó, a contramano del concilio Vaticano II, insistir con la instauración un modelo político “comunitarista” auspiciando ideológicamente el golpe de 1966 y a su heredero, el general Onganía. Otro se volcó hacia una de las versiones de la nueva izquierda de la mano de la teología de la liberación. El desenlace fue aún más trágico que en 1955.
Desde entonces, la Iglesia retornó a la presión corporativa extendiéndola a arrogarse el rol mediador de los conflictos sociales. De ahí su apoyo al sindicalismo peronista ubaldisnista de los 80, y su papel protagónico tras la crisis de 2001 hasta el 2003.
Pero desde 2013, y sobre todo desde 2015, el avance clerical ha cobrado una torsión insospechada en el país del pontífice. Han avanzado incisivamente en las educaciones provinciales dado el confesionalismo explícito de gobernadores peronistas o de los grupos conservadores locales cooptados por PRO. En las elecciones provinciales bonaerenses el “apoyo a la vida”, en contra de la droga, difundido desde los púlpitos parroquiales demostró su efectividad de doble filo.
Durante los últimos años, el Papa ha hecho explícitas sus simpatías hacia la “teología del pueblo”, una estribación pobrista de aquella de la liberación. El discurso apunta a conjugar el clericalismo con las protestas de los movimientos sociales, articulándolas con los sindicatos y en sintonía con la reorganización del peronismo. Un movimiento de pinzas sin precedentes durante los últimos cincuenta años.
Sería un error subestimar sus eventuales consecuencias de esta nueva embestida corporativa prescindiendo de acuerdos políticos sólidos desde el sitio por antonomasia prescrito por nuestra Constitución: las instituciones republicanas.
Jorge Ossona es profesor de Historia, investigador y escritor. Es miembro del Club Político Argentino.