La editorial Laetoli publica los ‘Escritos anticristianos’ del autor francés, una antología de textos impresos anónimamente en Ginebra en la década de 1760, bastantes de ellos inéditos en español
François-Marie Arouet, conocido como Voltaire (París, 1694-1778), murió en olor de multitud, pero vivió con miedo desde que, casi adolescente, penó en la Bastilla por faltar al respeto a un aristócrata que creía merecerlo. Volvería de nuevo a la cárcel, ya famoso y gozando de privilegios (comía con el director de la prisión y podía escribir cuanto quisiera). Finalmente, fue expulsado de París y se exilió en Inglaterra. Cumplidos con creces los sesenta, compró un castillo en Ferney, justo en la frontera de Francia con Suiza, para poder escapar de un país a otro cuando lo persiguieran. Desde allí se carteó con amigos y admiradores. Se conservan 15.000 misivas, pero escribió unas 40.000. Solía acabarlas con el lema “Écrasez l’infâme” (”Aplastad al infame”, en referencia al cristianismo). La editorial Laetoli publica ahora sus Escritos anticristianos, traducidos por Bernat Castany Prado, autor también de las notas, con un epílogo en el que Alain Sandrier, profesor de literatura del siglo XVIII en la Universidad de Caen (Normandía), explica cómo se ha hecho la selección de los textos para un volumen de 605 páginas.
“Huye, huye”, escribió Voltaire a Denis Diderot, el alma de la imponente Enciclopedia, que ya había sido encarcelado por publicar la Carta sobre los ciegos. La misiva, de agosto de 1776, parece el reconocimiento de un fracaso. “Vivid bastante, señor, y esperemos que podáis asestar golpes mortales al monstruo al cual yo solo he podido morderle las orejas”. Otros menos famosos, o menos prudentes, morían entonces ahorcados, después de terribles torturas, por ejemplo, por no rendir la pleitesía debida a la Iglesia católica, como quitarse el sombrero o hacer una genuflexión ante una procesión religiosa. Le ocurrió al joven aristócrata François-Jean Lefebvre, caballero de La Barre, quemado en la hoguera junto con un ejemplar del Diccionario filosófico de Voltaire que la policía había encontrado en su casa al efectuar un registro.
Diderot (1713-1784), el mejor dotado de los ilustrados radicales, no huyó, pero no volvió a publicar nada con su nombre, gozando con miedo de la fama que merecía y con la generosa protección de Catalina de Rusia, a la que había visitado en Moscú. La emperatriz le concedió una pensión vitalicia a cambio de recibir sus libros y papeles después de la muerte. La mayoría tardaron 200 años en publicarse en Francia. Laetoli lo hace ahora en España, en el caso de El paseo del escéptico, con un jugoso apéndice de Mario Bunge titulado Bienvenida la Ilustración con tres siglos de retraso: “En pleno siglo XVIII, España gastaba más en censurar los libros de los autores ilustrados que en poner al día los cerebros de los sacerdotes que aún predicaban contra las herejías de Copérnico, Galileo, Vesalius y otros gigantes modernos”, afirma el sabio argentino.
Fueron cientos los títulos que entraron en Francia clandestinamente en apenas tres décadas desde Holanda, Suiza o Inglaterra. Llegaban anónimos o firmados con nombres falsos y circulaban por todo el país gracias a porteadores y libreros atrevidos. Kant, desde Alemania, no salía de su asombro. En su ensayo ¿Qué es la Ilustración?, de 1781, definió lo que ocurría: “Es la salida del hombre de su autoculpable minoría de edad”. Era el poder de la razón humana y de la ciencia en detrimento de la religión. Para diseminar la luz, había que atreverse a saber (¡sapere aude!), “sin la guía de otro”. Aquella literatura clandestina fue el fermento de la Revolución Francesa.
Con su divisa ¡Aplastad al infame!, Voltaire quería movilizar a sus lectores contra el cristianismo, ayudado por un conocimiento de la Biblia y una irreverencia satírica deslumbrantes. De familia burguesa, había estudiado en el colegio de los jesuitas Louis-le-Grand, que solo recibía a jóvenes de la nobleza o de la alta clase media. “Estoy harto de oír decir que doce hombres bastaron para establecer el cristianismo, tengo ganas de probarles que solo hace falta uno para destruirlo”, escribió. A sus 83 años, se le levantó la prohibición de vivir en París. El regreso fue apoteósico. Murió un año después. “No temo a la muerte, pero siento una invencible aversión con el modo de morir dentro de la Iglesia católica. Encuentro ridículo que le den a uno los santos óleos para partir al otro mundo, como cuando se manda engrasar los ejes del coche para salir de viaje”, había confesado a Federico II de Prusia.
Una revolución de la mente
En Una revolución de la mente. La ilustración radical y los orígenes intelectuales de la democracia moderna (Laetoli, 2015), Jonathan Israel incluye a Voltaire en la corriente moderada dominante en ese siglo (los Hume o Montesquieu). En lo que refiere a sus ataques al cristianismo, desató toda su furia. Empeñado en combatir el fanatismo religioso, al que acusaba de haber causado la muerte de 17 millones de personas, un millón por siglo, los golpes que asestó a la religión cristiana sirvieron a una causa que siempre se había negado a defender: la del ateísmo.
Escritos anticristianos comienza con el famoso Sermón de los cincuenta. Era la primera vez que atacaba a la religión cristiana de forma tan violenta, excitado por el valor de Rousseau, que acababa de publicar Profesión de fe del vicario saboyano. Así termina el Sermón: “¡Ojalá ese gran Dios que me escucha, ese Dios que ciertamente no ha nacido de una virgen, ni ha muerto en un cadalso, ni es comido en un pedazo de pasta, ni ha inspirado esos libros llenos de contradicciones, demencia y horror; ojalá que ese Dios, creador de todos los mundos, tenga piedad de esa secta de cristianos que blasfeman contra él! ¡Ojalá los atraiga a la religión santa y natural y derrame sus bendiciones sobre los esfuerzos que hacemos para conseguir que se le adore! Amén”.
“¡Voltaire, el santurrón!”, lo llama Michel Onfray en Los ultras de las Luces (Anagrama. 2010). El ateísmo avanzaba, pero todavía no estaba de moda. Voltaire lo vio llegar y reaccionó con suma acritud contra Holbach, “un activista del ateísmo” en palabras de Serafín Senosiain, director de Laetoli. Su colección Los ilustrados llegará a los cincuenta títulos (van 30), con obras de Diderot, Holbach, Helvétius, Meslier, Condorcet, Maréchal, La Mettrie y un largo etcétera. El próximo título será Carta de Trasíbulo a Leucipa de Nicolas Fréret, “primera edición en español, para variar”, presume el editor.
En 2008, Laetoli publicó Sistema de la naturaleza, la obra cumbre del prolífico y rico barón de Holbach, que tuvo una enorme repercusión (imposible entender a los materialistas ateos del siglo posterior, Marx el primero, sin ese precedente). Arturo Pérez-Reverte, en Hombres buenos (Alfaguara, 2015), cuenta cómo uno de los académicos comisionados a París por la Real Academia Española para traer clandestinamente un ejemplar de la Enciclopedia, prohibida en España (el Papa de turno había excomulgado incluso a quienes la leyesen), lo primero que hace en París es comprar bajo manga una edición del Sistema. El novelista reproduce este párrafo del libro: “Si nuestra ignorancia de la naturaleza creó a los dioses, el conocimiento de la naturaleza está hecho para destruirlos”.