La laicidad debe conducir a la defensa de todas las religiones, más que a su sostenimiento económico
Fuimos inducidos a creer en los ángeles, nos dieron sus características, nos enseñaron sus nombres, describieron ante nuestros ojos asombrados los lugares que ocupaban al lado del Creador e incluso se permitieron enseñarnos sus categorías: ángeles, arcángeles, serafines, querubines, tronos, dominaciones, potestades… y nos mostraron cuáles eran sus trabajos y sus poderes. Nos llevaron a preguntarnos por su sexo, a saber que se había discutido acerca de la cantidad de ellos que cabrían en la cabeza de un alfiler y, también, que cada uno de nosotros tenía uno siempre a su lado con el que podríamos mantener instructivas conversaciones. Después, nos concitaron a imitarlos.
Nos dijeron que había seres como nosotros que habían seguido la senda de los elegidos y que habían logrado parecerse a ellos. Inútil decir que nos lo creímos. Y que poco a poco fuimos ampliando el espectro angelical a otras personas y religiones. De entre nosotros, hubo gente que idolatró a Gandhi, otros a Marcial Maciel o a Teresa de Calcuta, e incluso hubo derivas hacia Tom Cruise, por acudir al cine, o hacia Paulo Coelho, por acercarnos al terreno literario. Siempre hay en donde escoger a la hora de las dependencias y de las admiraciones. Así somos.
Más tarde resultó que Gandhi -a quien había entrevistado Oriana Fallaci para oírle afirmar que dormía, desnudo, con su nieta porque practicaba la abstinencia sexual y así se ejercitaba en ella- amó tiernamente al judío Kallenbach y se acordó de él cada vez que hubo de echar mano de la vaselina una vez que la vida los distanció al uno del otro. O que Maciel entretenía sus ocios de las maneras menos angelicales posibles. Los ángeles resultaron ser fieramente humanos.
Ahora, aquellos que así fuimos adoctrinados, vemos cómo parte de ese religiosamente inquieto y activo millón de musulmanes que viven en España pretende y defiende «un islam que diga: si no quieres llevar pañuelo, no lo lleves», y recordamos los tiempos en que nuestras abuelas, también nuestras madres y no pocas de nuestras novias, acudían a las iglesias católicas debidamente tocadas con él. Pero no podemos decir si fue Dios, nuestro dios, el que las liberó de la pesada carga o fueron los tiempos los que mudando, mudando, les despejaron las cabezas.
No es una pequeña duda la establecida, ni una pequeña diferencia la resultante de determinar si ese velo desapareció por mandato divino o como resultado de eso que ahora se conoce como conciencia cuántica, de un estado de opinión de la sociedad, al observar y digerir los tiempos que le corresponde vivir y tomar decisiones como las que Maeterlinck en La vida de las abejas atribuye a los componentes de un enjambre, cuando deciden abandonar la colmena. El espíritu de la colmena, le llama el escritor, a esa decisión colectiva que es prueba de que las abejas también piensan, pues la prueba irrefutable de que emiten juicio, dice, es que, a veces, se equivocan.
Si el islam dice que hay que llevar velo es porque Alá lo requiere. Así lo afirman los que dicen ser los llamados a interpretar los divinos deseos, los únicos autorizados a hacerlo, se supone que por el mismo Alá, por lo que el islam así lo dicta. Un lío. Un lío que se incrementará cuando otra parte del islam diga que si no quieres, no lo lleves, porque, en ese momento, la otra dirá lo contrario y se puede organizar la de Alá es Mahoma.
Es de temer que detrás de todo este lío del pañuelo se escondan también ángeles fieramente humanos. El hombre es siempre el mismo y solo las costumbres y las leyes que se derivan de ellas aciertan a encauzar los juicios colectivos. No es probable que la fiereza humana se encauce por los mismos canales que recorrieron tanto el espíritu como la carne de Gandhi o de Maciel, pero sí que lo haga por otros más crematísticos y cercanos al materialismo más pesetero y vulgar derivado de las subvenciones con las que el Estado atiende a las diversas concepciones religiosas imperantes.
Si esto fuese así, pudiera ser que la pelea no sea por el pañuelo, que también, sino por el euro, por lo que convendría reflexionar acerca de si no sería mejor, por un lado, esperar a que el velo se lo lleve el viento de la historia, como el de nuestras abuelas, y, por el otro, atajar a los tiempos y cortar de una vez por lo sano de forma que el culto de las diferentes religiones que pueblan el imaginario colectivo patrio sea de directa dependencia de los fieles que las componen.
La laicidad del Estado debe conducir a la defensa de todas las religiones más que a su sostenimiento económico. No son escasos los lugares del mundo en los que así sucede. En algunos, de nuestro propio idioma, incluso los templos son propiedad del Estado mientras que su mantenimiento y conservación corren por cuenta de la religión que los ocupa y celebra en ellos sus cultos. Justo al contrario que aquí, en donde las catedrales son de la Iglesia y nos asustaríamos de saber las partidas presupuestarias que se dedican a su conservación y mantenimiento. No empecemos ahora a equivocarnos también con el islam, que ya vamos sobrados.