CAPÍTULO 7. LA TRANSICIÓN RELIGIOSA O ECLESIAL EN ESPAÑA
Ángel Luis López Villaverde
Culturas Políticas, 2009
Huelga destacar el interés creciente que la transición —con mayúsculas, la política— está ocupando en nuestra historiografía, después de haber sido monopolizada por periodistas, sociólogos y politólogos, con notables aunque sonoras excepciones —como Javier Tusell—. El resultado es un notable aumento de las publicaciones dirigidas tanto a un público amplio como al especializado, aun- que siga primando —a mi juicio— la divulgación y la crónica sobre el ensayo y la monografía. A pesar de ello, el estudio del ámbito religioso o eclesiástico no está a la altura de su importancia y es un terreno aún poco transitado por los historiadores profesionales.
Para esbozar un estado de la cuestión de la llamada transición “religiosa” o “eclesial”, que antecedió y constituyó un factor coadyuvante de la “política”, conviene partir de dos premisas básicas: 1) el nivel de conocimiento es insuficiente, se centra en la etapa final del franquismo y predomina el relato sobre el análisis; y 2) participa, en líneas generales, de la mitificación que rodea al periodo cronológico que nos ocupa.
Nos encontramos, en consecuencia, con grandes lagunas historiográficas sobre las relaciones político-religiosas —que se convierte en un verdadero erial si pretendemos abordarlas desde una perspectiva “desde abajo”— durante los años inmediatamente posteriores a la muerte del dictador y la consolidación democrática. No es baladí el nuevo papel de la Iglesia en estos años, lejos ya su pasada apuesta por la liberalización y el “desenganche” de la dictadura; unos tiempos de democratización política en que debía redefinir su nuevo estatus en un contexto de libertades —que podían poner en cuestión toda su trayectoria histórica— y en los que apostó, dado su peso social y la debilidad de los primeros gobiernos democráticos, por un nuevo marco que le permitiera mantener sus privilegios.
Si hacemos un repaso bibliográfico desde una perspectiva cronológica, encontramos ya en los años setenta obras pioneras sobre las dimensiones políticas de la Iglesia. Pero fue en la década de los ochenta, conforme se iba descubriendo el verdadero alcance de los cambios generados por la transición, que ya se vislumbraba como exitosa, cuando empezó a valorarse el papel de los católicos en el proceso democratizador. No obstante, se apuntaba la necesidad de separar la postura de las bases católicas respecto a la jerarquía. También es temprana la lectura de la transición española como una muestra inequívoca de la interacción del sistema político y el religioso institucional. La década de los noventa y primeros años del nuevo siglo aportaron algunas de las mejores crónicas sobre el tema, junto a nuevas visiones de hispanistas y las confesiones o biografías de algunos de los protagonistas de la jerarquía. En los últimos años, algunos trabajos han incidido en cuestiones tan importantes como las dificultades para aplicar las novedades conciliares en la España franquista, el verdadero alcance de la
“reconciliación” o el giro neofranquista que ha experimentado la Iglesia.
1. ANTECEDENTES: LA FORJA DEL NACIONALCATOLICISMO
El nacionalcatolicismo —en adelante, NC— es un término complejo de definir. Entendido como una especie de “religión patriótica”, que convierte la fe católica en elemento esencial de la nación, no resulta un hecho exclusivo español, sino una de sus variantes. El primer autor que se atrevió a utilizarlo como categoría científica fue el jesuita Álvarez Bolado. A mediados de los setenta lo definió como “teología política” abocada al fracaso porque no podía modernizar el país por su ligazón con el pasado; por tanto, quedó como antónimo de “modernidad” y limitado a la dictadura franquista.
La publicación en los años noventa de Cielo y dinero, un sugerente título para la edición española del libro de Alfonso Botti, amplió el término desde el punto de vista conceptual —otorgándole un dualismo “reacción/modernización”— y cronológico, pues lejos de considerarlo una invención del franquismo, situaba sus orígenes intelectuales en el tránsito de los siglos XIX y XX, aunque fuera durante su dictadura cuando adquiriera toda su intensidad. Para Botti fue, ante todo, la “ideología político-religiosa” de la derecha nacionalista española, con raíces en el pensamiento reaccionario español —de Balmes, Donoso Cortés o Menéndez Pelayo— pero también italiano o francés, e incorporaba ideas y actitudes novedosas. Aunque antidemocrático —defendía una concepción organicista de la sociedad y aspiraba a instaurar un régimen totalitario—, el NC era capaz de adoptar comportamientos modernizadores que no anulaban su antimodernismo doctrinal.
Ideología político-religiosa o teología política no tienen porqué ser incompatibles. Nuevos calificativos se han ido añadiendo para caracterizarlo: “religión política” —Antonio Elorza— o “fundamentalismo político-religioso” —Rafael Díaz-Salazar—. En cualquier caso, no resultaba novedosa la estrecha comunión de intereses político-eclesiásticos. Su mejor precedente, el “modelo de cristiandad” de la monarquía alfonsina, era una ideología nacionalista que otorgaba a la Iglesia la inspiración de las grandes gestas históricas y le ampliaba su influencia educativa y social16. La diferencia con esta versión mejorada y actualizada, el NC, se aprecia en la imposición de esta última a sangre y fuego —en una supuesta “cruzada”— y en un contexto internacional que demandaba un cambio cosmético del régimen para garantizar su supervivencia.
La firma del Concordato de 1953, que sustituía al ya obsoleto de 1851, ratificaba oficial y jurídicamente la ideología del NC y confirmaba que el régimen había acertado con el nombramiento del propagandista Martín Artajo para blindarse internacionalmente, pues un mes después de acordar con la Santa Sede firmó pactos militares y económicos con Estados Unidos. El nuevo marco concordatario culminaba la comunión de intereses entre la Iglesia y el Estado, haciendo realidad la idea, expresada en un discurso radiofónico de Pío XII en 1949, de “nación elegida por Dios como principal instrumento de la
evangelización del nuevo mundo y como baluarte inexpugnable de la fe católica”.
De paso, provocaba cambios en el marco diocesano, al hacer coincidir las provincias eclesiásticas con las civiles. Varios fueron los frutos del NC. Junto al “doble clericalismo” —marcado por la injerencia eclesiástica en la vida política y la preponderancia del clero frente al laicado—, se sacralizaban las instituciones, el espacio y el tiempo; las festividades religiosas o las procesiones —de Semana Santa, del Corpus y de las diferentes advocaciones parroquiales— contaban con las autoridades civiles o militares en medio de toda la estética nacionalcatólica, en contraste con el pasado laicismo republicano.
De la victoriosa “guerra de liberación” vino el fruto más querido por la Iglesia, la “recuperación de la escuela”, consiguiendo que la educación religiosa impregnase el ambiente escolar. No sólo le adjudicaba el “papel de gran censora y vigilante en materia de enseñanza”, estatal o privada, sino también el control de la moralidad pública, asunto en el que las autoridades gubernativas colaboraron estrechamente con las eclesiásticas, con inusitado rigor en las actividades recreativas, baños públicos o la modestia femenina. Los principios de la moral católica fueron elevados a norma de Estado. Como ha advertido Manuel Ortiz, el control social de la Iglesia sobre los comportamientos cotidianos de la comunidad mediante los párrocos, las organizaciones apostólicas y la escuela, sumado al efecto combinado del miedo, la resignación y el espíritu de supervivencia, coadyuvó a un mayor grado de aceptación del régimen.
(…)
4. A MODO DE EPÍLOGO ALGUNAS PREGUNTAS
El paso de un Estado católico excluyente a un Estado social, democrático y de Derecho requería acabar con la religión de Estado y alterar el papel de las Fuerzas Armadas. Para el primero de estos fines, la Iglesia —entendida como comunidad eclesial, no sólo como institución— jugó un papel decisivo, adelantando su transición a la política algo más de una década y participando de dos elementos estratégicos que resultaron clave en la propia transición, la ambigüedad calculada y la apuesta por la reconciliación. Estrategia ésta, la “reconciliación”, que ha sido probablemente sobredimensionada en relación a la Iglesia; Manuel Ortiz, no descubre antecedentes significativos de la misma hasta 1971 —pese a que había sido propuesta ya por el PCE en 1956— y, aun así, le achaca falta de unanimidad al respecto.
¡Qué lejos quedaban los tiempos de la República, en los que, bajo la apariencia de una aceptación —dirigida desde Roma— afloró, como réplica al laicismo agresivo republicano, un antirrepublicanismo de raíz religiosa que se impuso a sangre y fuego en una guerra bautizada de “cruzada” y a la que la Iglesia aportó miles de mártires! En los años treinta, ésta fue un obstáculo para la democratización y, tras la guerra, comulgó con un régimen lleno de mentiras de manera que “el silencio de la Iglesia se convirtió en una mentira”: es una frase atribuida a José María Martín Patino, que, siete décadas después de la guerra civil, se pregunta cómo la Iglesia española no ha pedido de manera sincera perdón por apoyar la sublevación militar.
El conflicto político-religioso, de larga tradición y radicalizado hasta el extremo en los años treinta del siglo pasado, se desactivó en torno a los años sesenta, cuando el tejido asociativo católico cambió su discurso y estrategia, movilizándose ahora contra un régimen confesional que hasta entonces había defendido, y en este viraje acabó arrastrando al sector mayoritario de la jerarquía, produciendo un efecto inesperado: que el anticlericalismo dejara de ser patrimonio de la cultura política de la izquierda.
Su adaptación a una sociedad pluralista no iba a ser fácil. Con la democracia, la Iglesia pasó de ser una “institución de la sociedad” a un simple “grupo social específico”, en expresión de Díaz-Salazar. Aunque extremadamente poderoso aún. Consciente de que su desenganche del régimen había facilitado el inicio un proceso democrático, utilizó su pasado reciente, su fuerte poder de penetración social y la debilidad de los gobiernos de la transición para mantener sus prebendas. Y las relaciones entre el poder político y el religioso variaron sustancialmente tras dejar Tarancón el liderazgo del episcopado. Conviene responder ahora a una serie de cuestiones básicas, a las razones de fondo y las entretelas de todo ello.
4.1. ¿HASTA DÓNDE SE ROMPIERON LOS PUENTES DE LA IGLESIA CON EL PASADO?
Durante lo que Iniesta ha calificado década “prodigiosa” (1965-1975), la Iglesia consiguió romper con su trayectoria pasada: por primera vez, no sólo no llegaba tarde a la historia sino que era pionera. El “factor católico” pasó de legitimar a deslegitimar el régimen —Díaz-Salazar— y numerosos cristianos estaban en la dirección de los partidos de izquierda en los años setenta.
No obstante, el papel de la jerarquía en este proceso de cambio merece atención aparte. Callahan ha afirmado que los obispos querían otro régimen pero no otro sistema, pues su compromiso renovador no implicaba el abandono de su influencia y tutelaje sobre la moral pública y privada. Aunque no se puede olvidar la tesis de Pérez Díaz sobre el papel que jugó la cúpula eclesial para atemperar la hostilidad de la derecha conservadora hacia el cambio democrático. Por otra parte, ¿se podía pedir tal sacrificio a los dirigentes de una institución tan privilegiada históricamente y que desempeñó un papel clave en la pretransición? Responder la pregunta implica aclarar otras cuestiones.
4.2. ¿EL DESENGANCHE DE LA JERARQUÍA FUE ‘OPORTUNO’ U ‘OPORTUNISTA’?
Las primeras acusaciones de “oportunismo” arrancaron en los años setenta, tanto entres las filas de la extrema derecha como entre Cristianos por el Socialismo. Recientemente se ha vuelto a retomar por autores como Frances Lannon, para quien la jerarquía, tras abrir el camino la Iglesia “de base”, calculó que sus intereses estarían mejor protegidos bajo un régimen pluralista que bajo una dictadura impopular. Más contundente es Alfredo Grimaldos, que ha acusado a la Iglesia de distanciarse en su día del régimen para posibilitar después una “democracia controlada”, sellando una alianza con la Monarquía con el fin de apuntalar sus privilegios en el nuevo marco constitucional y los acuerdos con la Santa Sede. En un sentido menos tajante se ha expresado W. Callahan, que no descubre en la Iglesia una estrategia coherente y achaca la recuperación de la táctica “accidentalista” a las incertidumbres que planteaba el futuro y su temor a vincularlo al de un régimen moribundo.
Argumentos para apoyar esta tesis no faltan. La propia conducta de Tarancón plantea dudas, como hemos apuntado. Es verdad que había estado aislado demasiado tiempo en la pequeña diócesis de Solsona por una pastoral poco complaciente, pero hasta recibir el encargo de Roma no dio demasiadas pistas de esa necesidad de cambio. Aún más sorprendente fue el comportamiento de otros obispos, como Tabera, Gúrpide o Bereciartúa, que no demostraron en Albacete o Sigüenza el aperturismo del que hicieron gala luego en las diócesis de Pamplona, Bilbao o San Sebastián, respectivamente, cuando Tarancón marcaba ya el rumbo de la CEE. Por tanto, frente a la sinceridad de la conversión de las bases encontramos casos aparentemente más forzados de la jerarquía.
Otros autores, sin negar que hubiera casos de “oportunismo”, consideran que no se puede explicar una mudanza tan profunda a partir de cálculos meramente tácticos. En esta línea y, con matices, están Alfonso Botti, Feliciano Montero o José Sánchez Jiménez. Destacan que el cambio social hizo irreversible el eclesial y que difícilmente podía haber una estrategia común en una institución tan dividida.
Son muchas las voces que destacan la enorme visión de Tarancón, su apoyo al Rey y a las instituciones democráticas y el poco reconocimiento que él mismo, con amargura, pudo apreciar. Y es cierto que la jerarquía se sumó a la labor deslegitimadora de las bases con una década de retraso; pero ¿hubieran conseguido su propósito sólo los laicos sin rematar la faena los obispos? Esto nos introduce en la siguiente cuestión.
4.3. ¿HUBIERA SIDO POSIBLE LA TRANSICIÓN POLÍTICA SIN LA RELIGIOSA O ECLESIAL?
No supone un ejercicio mental complicado presuponer que la transición política hubiera sido mucho más difícil sin la complicidad de la eclesial o, al menos, si el problema religioso hubiera continuado siendo un factor desestabilizador, como en el pasado. En páginas anteriores hemos hablado de una interacción real, por lo que cabe concluir dos cosas: a) si la eclesial no fue rupturista, tampoco podría serlo la política, máxime cuando, como ha subrayado Alberto Iniesta, muchos políticos de la transición se fraguaron en las parroquias; y b) si la religiosa empezó por las bases y fue culminada por la cúspide, la política tuvo un mecanismo similar; entroncamos así con el debate sobre el papel de las elites en la transición, sobrevaloradas, en detrimento de los movimientos vecinales, sindicales, de mujeres, estudiantiles… y de laicos.
Y si fueron vasos comunicantes, surge otra duda, ¿por qué hoy en día resulta uno de los aspectos más descuidados de la historiografía sobre la transición? Aunque hay autores —Piñol— que aseguran se debe a que muchos demócratas no percibieron en su justa dimensión esta contribución, otros insisten en lo contrario —Díaz-Salazar—, pues tanto los dirigentes comunistas —desde 1955— como los socialistas —desde mediados de los sesenta— apreciaron las luchas de los católicos para deslegitimar la dictadura y el papel de la jerarquía para acompañarlos al final. Quizá habría que relacionarlo con el intento de anular la cultura católica “progresista” de los laicos por parte de la jerarquía y la disolución de sus restos, después, en un marco de competencia política que rebajó su visibilidad. También con la debilidad del compromiso episcopal en defensa de las instituciones o legalidad democrática en momentos clave, como la reforma política, la Constitución o el 23-F, y, por supuesto, con la evolución de algunos obispos “taranconistas”, como Rouco o Suquía, hacia posiciones neonacionalcatólicas, lo que entronca con otra interrogante, la posible involución eclesiástica.
4.4. ¿SE HA PRODUCIDO UNA INVOLUCIÓN DE LA IGLESIA ESPAÑOLA?
Dentro de la propia Iglesia, teólogos como Enrique Miret Magdalena o Gumersindo Lorenzo Salas así lo afirman. Las causas de esta involución son diversas. Juan Pablo II, cuyo pontificado ha sido calificado de “restauracionismo puro y duro” —Piñol—, hizo más esfuerzos por frenar los cambios sociales que por tender puentes de diálogo, contrariamente a la línea de sus dos predecesores.
Por tanto, se trata de un fenómeno reaccionario de carácter internacional, no sólo español; una experiencia postconciliar más renovadora que la española, la de la Iglesia holandesa, también se truncó. Y en el orden interno, parece que la cúpula eclesial española haya tenido menos dificultades para romper con un modelo dictatorial que para aceptar el pluralismo y la competencia con otros grupos sociales consustanciales con un Estado democrático y aconfesional. El punto de inflexión se sitúa en el triunfo electoral de Felipe González. Díaz-Salazar lo ha explicado brillantemente en su último libro. El simple recelo episcopal hacia el PSOE en la etapa constitucional se tornó en fuerte oposición eclesiástica con los sucesivos gobiernos
socialistas. El crecimiento de la influencia de los llamados “obispos intelectuales” —con el arzobispo de Pamplona, Fernando Sebastián, secretario de la CEE entre 1984 y 1990, como icono— y la “restauración católica” impulsada por el papa Juan Pablo II, cambió de plano la actitud de la jerarquía eclesiástica respecto al poder político. Frente a lo que consideraban un laicismo militante y beligerante socialista, que buscaba secularizar la sociedad española de manera forzada, la Iglesia contrapuso una estrategia movilizadora y de encuadramiento de los católicos. De esta manera se ha pasado de la “anomia” de la transición a la búsqueda por reconvertirse en una institución normativizadora de la vida pública. Es decir, como ocurrió en los años treinta, tras probar la táctica “accidentalista”, ha optado por utilizar el movimiento católico frente al laicismo.
Naturalmente, tanto la sociedad española como los principales actores y la propia cultura política han experimentado un cambio tal que el conflicto político-religioso no podía llegar a los niveles de antaño.
Desde posiciones católicas de izquierda —Díaz-Salazar— se han repartido acusaciones contra los gobiernos socialistas —por no minusvalorar la vertiente pública de la religión— y la jerarquía —por fomentar un neoclericalismo—. Duras han sido las declaraciones recientes de algunos protagonistas de la transición eclesiástica. Martín Patino ha acusado a los obispos de no haber conectado con las preocupaciones de los españoles pese a su notable esfuerzo por acomodarse a la democracia104. Y monseñor Echarren —emérito de Canarias— ha ido más lejos, al denunciar la afinidad de la actual CEE con la derecha y de buscar una estrategia de polarización del Estado.
Por eso tiene razón Alfonso Botti, al argumentar que la Iglesia española ha perdido una oportunidad histórica: no ha sabido aprovechar su decisiva contribución a la caída de la dictadura y una vez concluida la transición y desaparecido Tarancón, la mayoría del mundo eclesiástico ha vuelto a su antiguo rumbo; en consecuencia, hoy día representa muy poco en España y supone un obstáculo para la política.
La España de 2009, que ya no es un país ni católico ni completamente laico, se entiende, según el hispanista italiano, en función de dos claves: a) junto a un catolicismo contaminado de viejo clericalismo se ha afianzado un anticlericalismo de antiguo cuño, más laicista que laico; y b) la modernidad no ha producido laicidad, sino una transferencia de religiosidad y un renacimiento de la peor irracionalidad, enmascarada a menudo de fundamentalismo religioso.
En un contexto de repolitización de los sectores católicos conservadores, que han recuperado el lenguaje de la “persecución” proveniente, según ellos, de las propias instancias gubernamentales, suenan a música celestial las propuestas vertidas en una de las últimas publicaciones de la HOAC —Las relaciones Iglesia-Estado en una sociedad democrática, pluralista y secular, 2005—, que pide construir un nuevo tipo de laicidad compatible con la mayor libertad religiosa y la máxima libertad de conciencia.
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*En M. ORTIZ HERAS (ed.) Culturas políticas del nacionalismo español. Del franquismo a la Transición
CAPÍTULO 7. LA TRANSICIÓN RELIGIOSA O ECLESIAL EN ESPAÑA
Ángel Luis López Villaverde
Culturas Políticas, 2009
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