El marido de María José Carrasco, enferma de esclerosis múltiple, ha sido acusado de un delito de cooperación al suicidio. Su caso está en manos de un Juzgado de Violencia sobre la Mujer, una decisión que según él criminaliza a los defensores de la muerte digna y desprestigia tanto la lucha feminista como los propios juzgados especializados en agresiones machistas.
“Empecé a ser conocido ahora, tras el suicido asistido a mi mujer, pero desde mi adolescencia he luchado por los derechos civiles”. En un parpadeo, Ángel Hernández (Alcalá de Henares, 1949) ha envejecido y teme que una enfermedad neurodegenerativa lo postre en el limbo de la desmemoria, donde la vida no es vida, pero la muerte tampoco puede ser llamada muerte. Él no tendrá quien lo cuide, por lo que, ante la falta de una ley de eutanasia, cree que estaría abocado a dejar este mundo mientras esté lúcido. Es decir, a ayudarse a morir antes de tiempo.
mientras esté lúcido. Es decir, a ayudarse a morir antes de tiempo.
Su mujer, María José Carrasco (Madrid, 1957), tuvo la suerte de tenerle a su lado. Padecía esclerosis múltiple y, durante tres décadas, él fue su voz, sus ojos, sus brazos y sus piernas. Ángel —que podría escribirse en minúscula sin incurrir en una falta de ortografía— cree que antes de la entrevista es necesario ver los treinta vídeos que ha grabado para documentar el sufrimiento de su pareja, quien ya no podía más, pese a estar atiborrada de morfina.
Las imágenes, dramáticas, reflejan su dolor y son el mejor argumento a favor de la muerte digna. Sin embargo, acusado de un delito de cooperación al suicidio, su caso fue trasladado a un juzgado de violencia de género. Para demostrar que cuidó con mimo a su compañera hasta que la situación fue insostenible, decidió grabar el vídeo Mi violencia de género, al que ha tenido acceso Público. Su irónico título rebate la interpretación de la Audiencia Provincial de Madrid, cuyo auto ha sido cuestionado por la Fiscalía y recurrido por su abogada.
Ángel no maltrató a su mujer, sino todo lo contrario, por lo que considera que ser juzgado por ese tribunal no sólo lo criminaliza a él, sino que también desprestigia la lucha feminista y los propios juzgados de violencia contra la mujer. Militante izquierdista durante el tardofranquismo y la transición, este “antifascista republicano” conoció la cárcel y el exilio antes de conocer a la mujer de su vida, a quien tanto amó, de quien tanto aprendió, a quien tanto echa en falta. Ya sólo le queda la lucha por los otros, Ángeles que sobrellevan en silencio la tortura que padecen las Marías de cuerpo desahuciado.
A sus setenta años, él quiere seguir viviendo precisamente para batallar por un derecho que le negaron a su esposa y que sigue provocando el sufrimiento de tantos enfermos incurables. Podría charlar cómodamente en su casa, que adaptó para poder atender todas las necesidades de María José, pero no quiere personalizar la causa. Por ello, opta por conversar en la sede de la Asociación Derecho a Morir Dignamente, cuyo objetivo es despenalizar la eutanasia y que los afectados no tengan que recurrir a la clandestinidad para poder librarse de su dolor y, al fin, descansar en paz.
Resulta sorprendente que la jueza que instruía el caso se inhibiese en favor de un juzgado de violencia contra la mujer.
Determinados magistrados no tienen ningún interés en conocer la verdad. Es más, cuando se presentaron en nuestra casa los agentes de policía y les demostré que yo le había suministrado a mi compañera el pentobarbital sódico para ayudarla a suicidarse, me preguntaron con qué había grabado los vídeos. Yo les entregué mi teléfono para que extrajeran toda la información. Sin embargo, estuvo tres meses retenido en el juzgado y no volcaron los datos. Según mi abogado, no llegó a ser objeto de investigación y, al devolvérmelo, han roto la cadena de custodia. Como yo ahora podría manipularlo, ya no vale como prueba. Eso refleja la falta de interés, porque en ese aparato está la verdad.
¿Cuál es esa verdad?
La auténtica verdad es que nosotros, María José y yo, nos propusimos que la ayudaría cuando llegase el momento. En 2018, estaba en un estado irreversible y ya no podía seguir con ese dolor y sufrimiento, por lo que me hice responsable de la situación a la que me había comprometido.
Ella ya se lo había pedido mucho antes.
Y muchas veces. Incluso quería suicidarse para que no llegase el momento en que tuviese que ayudarla. Y en una ocasión lo intentó…
¿Por qué lo evitó?
Porque la quería recuperar. Todavía estaba en condiciones, a pesar de su situación, de vivir dignamente. Entonces, la persuadí para que no lo hiciera. Ella me quería demasiado para permitírselo. Hablan del amor hacia mi mujer por ayudarla a que dejara de sufrir, pero ella me dio mucho más amor. En el fondo, yo era un egoísta, pues quería mantenerla conmigo todo el tiempo posible. Y ella accedió, hasta que el año pasado se puso peor y fue terrible. Creo que empeoró cuando le denegaron una plaza temporal en una residencia para que me pudiesen operar de una hernia umbilical.
Ya la había solicitado años antes.
Sí, en el 2007, pero no tenía la suficiente edad para estar en una residencia de mayores y rechazaron la solicitud para ingresar en un centro especial para enfermos con esclerosis múltiple.
¿Se puede matar por amor? Aunque procedería usar otro verbo.
Ayudar a morir debido al sufrimiento que está padeciendo una persona. Si yo hubiera seguido viéndola sufrir, habría sido un torturador. Lo que pasa es que en este país al torturado se le premia con el mito del cielo y al torturador se le ponen medallas. Sabemos cómo funciona la moral religiosa en España.