No preocupa la descristianización del país, sino la deshumanización de las nuevas generaciones
Ha saltado la alarma social al descubrirse entre la juventud española un crónico analfabetismo religioso propiciado por el propio sistema educativo. Los jóvenes no saben de Adán y Eva y así no hay manera de que comprendan la grandeza de La Creación pintada por Miguel Ángel en La Capilla Sixtina; no conocen la liturgia de difuntos y por eso no pueden estremecerse con el Requiem de Bizet; no han leído el evangelio de Lucas y nada les dice el Oratorio de Navidad de Bach: no les han contado la Historia Sagrada y así no hay manera de leer el libro abierto que son las catedrales medievales; no pueden descifrar la estremecedora Leyenda del Gran Inquisidor, de Dostoievski, porque nadie les ha presentado al Nazareno.
Lo que preocupa no es la descristianización del país, sino la deshumanización de las nuevas generaciones. La descristianización puede preocupar a la Iglesia porque disminuye el número de fieles que siempre serán una minoría ya que la fe no se adquiere sino que se recibe. Caso distinto es el de la deshumanización, es decir, la pérdida de valores individuales y sociales, siempre asociados a una cultura, en el caso de España vinculada al judeocristianismo, y que se transmite a través del arte, de la literatura o de la filosofía. No es sólo un problema de ignorancia estética, sino también de ética.
RECONOCERla significación cultural de la religión no quiere decir que haya que despedir al sentido crítico en su tratamiento. La religión ha promocionado valores y los ha negado. La tolerancia, por ejemplo, hubo que conquistarla combatiendo pretensiones teocráticas, pero hasta en sus críticos hay huellas de la tradición religiosa. El mismo Voltaire, que afirmaba, con razón, que "la paz llegó a Europa cuando los estados dejaron de hacer teología", sintió la necesidad de escribir La Plegaria a Dios para recordar a sus contemporáneos que "los hombres son hermanos". Así de compleja ha sido la historia. La Revolución Francesa, que saqueó iglesias y conventos en nombre de la igualdad, libertad y fraternidad, sabía que esos principios no los había inventado ella, sino tomados de una tradición anterior profundamente marcada por el cristianismo. Esta situación de ignorancia religiosa ha sido el resultado de dos causas mayores. En primer lugar, la persistencia de un laicismo más propio del siglo XIX que del siglo XXI. Se entiende que el socialismo, nacido en un contexto político reaccionario, tuviera que hacer gala de un beligerante anticlericalismo para defender sus valores emancipatorios. Pero se engaña si piensa que la justicia social puede sostenerse a largo plazo sin un cultivo social de la virtud cardinal de la justicia, como dice ahora el filósofo alemán Jürgen Habermas. En una de sus últimas entrevistas, Ramón Rubial, un hombre íntegro que fue largo tiempo presidente del PSOE, decía que dos principios habían guiado su vida: la lucha por la justicia social y no pisar una iglesia. Lo que no sabía quizá es que el concepto de "justicia social" no viene del marxismo, sino de la doctrina social de la Iglesia, de esa Iglesia que él nunca había pisado. Claro que las cosas han cambiado en el socialismo: se reconoce el lugar de la religión en la sociedad, se financian sus centros escolares con dinero público, se restauran sus monumentos y se atiende a sus necesidades básicas a través de los presupuestos del Estado. Pero late la sospecha de que nada se espera de la religión. Se la respeta por su fuerza social, sin que esa izquierda política vea en ella contribución positiva de cara a una sociedad más justa o más libre. El socialismo recela de la Iglesia de la misma manera que la Iglesia, del socialismo.
LA OTRA CAUSA hay que buscarla en la propia Iglesia más atenta a sus intereses corporativos que a los generales. ¿Qué es lo que ha movilizado a la Iglesia española en democracia?: el divorcio, la financiación de la escuela privada, el tratamiento de la clase confesional de la religión o el aborto, todos asuntos muy legítimos que tienen que ver con su mundo. La preocupa lo suyo y lo de los suyos, no lo que conveniente a todos. Y esto vale también para la religión. En el primer gobierno de Felipe González, José María Maravall, ministro de Educación, planteó una carrera en ciencias de las religiones para que se formaran en la universidad pública futuros profesores de religión que pudieran impartir esa materia con rigor académico y sin ataduras eclesiásticas. Los obispos se encargaron de echar abajo el proyecto pues intuyeron que eso podía llevar a una asignatura de religión general y obligatoria pero sin su control. Esa es realmente la asignatura pendiente de la democracia española.
Hace mal el socialismo, en particular, y la izquierda española, en general, en confundir la significación de la religión con el papel de Rouco Varela. Jerarcas como el cardenal de Madrid libran su particular batalla por el poder, aunque se pongan estupendos. Que no se esté de acuerdo con sus reivindicaciones políticas, no debería llevar a desentenderse de la religión y esto en provecho de la política. Ya Theodor Adorno dejó escrito que "las tradiciones han perdido quizá su sentido pero tan pronto como se apaga una, se da un paso decidido hacia la inhumanidad".