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Ampliación de ciudadanía y protección de datos personales

Muchos serían los niveles de análisis o las vertientes posibles para abordar el tópico relativo a la ampliación de ciudadanía. Hemos seleccionado una que, ya sea por su relativa reciente aparición si la medimos en términos de acontecimiento histórico como por la escasa difusión alcanzada, se halla aún invisibilizada para la gran mayoría. Al menos en los aspectos que hoy nos interesa compartir con ustedes: la llamada figura del “habeas data”, más conocida como protección de datos personales.

Sintéticamente estamos hablando del derecho que asiste a toda persona, identificada o identificable, de solicitar la exhibición de los registros, públicos o privados, en los cuales están incluidos sus datos personales o los de su grupo familiar, para tomar conocimiento de su exactitud; de requerir la rectificación, la supresión de datos inexactos u obsoletos o que impliquen discriminación, o de que la forma en que han sido registrados sea fiel a la identidad en que se reconoce.

Señalaremos al respecto que la cuestión, si bien comenzó a adquirir cierta relevancia hacia fines del siglo XIX, recién emergió de manera potente en el último cuarto del siglo XX. Efectivamente, en Estados Unidos de Norteamérica se reguló el tema de manera particular en la Privacy Act de 1974, que protege el derecho de intimidad y tuvo su antecedente en la preocupación ocasionada por el escándalo que llevó a la renuncia del presidente Nixon en el caso Watergate. Aunque esto pueda sonar como una digresión, cabe consignar que, tras los atentados en las Torres Gemelas, con la sanción el 26 de octubre de 2001 por el Congreso de los EE.UU. durante la gestión del presidente George W. Bush de la ley conocida con el nombre de Patriotic Act, estos derechos se han visto seriamente restringidos cuando no conculcados.

Inspirada en motivaciones absolutamente diferentes dos años después, en 1976 la Constitución de Portugal a través de su artículo 35 establece los aspectos generales de la protección de datos personales y los derechos que asisten a sus titulares. No es casual que haya sido la sociedad lusitana -tras los 40 años de dictadura de Oliveira Salazar- la que pusiera énfasis en este aspecto y señalara de manera taxativa que la informática “…no puede ser utilizada para el tratamiento de datos relativos a convicciones filosóficas o políticas, afiliación a partidos o sindicatos, confesión religiosa, vida privada y origen étnico, salvo con el consentimiento expreso del titular, autorización prevista por la ley con garantías de no discriminación o para procesamiento de datos estadísticos no identificables individualmente”. El último inciso del mismo artículo extiende estas prescripciones a las bases de datos que consten en ficheros manuales.

En 1978 la Constitución Española, una de las consecuencias inmediatas de la firma del Pacto de la Moncloa el año anterior, recogería también esta protección, aunque de manera más difusa que en el caso portugués. Sin embargo, años después será España la que se ponga a la cabeza de este derecho en países latino-parlantes.

La legislación al respecto que encontramos en distintos países de América Latina, entre ellos el nuestro, recogen los principios, método y acción de las legislaciones hispana y lusitana. Y esto tampoco es casual, dado que también en ellos se han vivido largos períodos de dictaduras y conculcación de las garantías y derechos individuales.

Un rasgo distintivo de esta normativa, vinculada con la noción ampliada de ciudadanía a la que nos referimos al comienzo, es su referencia permanente a la noción de persona y no a la de ciudadano en términos jurídicos. A la vez, en algunos casos con más detalles pero en todos con alguna referencia, hay una asociación, una contigüidad entre la protección de los datos personales y la identidad de las personas. Antes de ingresar en esta conexidad me parece importante efectuar algunas precisiones sobre la protección de datos personales en la práctica.

Veamos. Aunque pudiera parecer redundante, y la experiencia nos demuestra que no lo es, debemos dejar muy claro quién es el titular de los datos personales o, dicho en una jerga más llana, quién es el dueño de los datos. El único titular de los datos es la persona a la que se hallan referidos. No hay otro titular: el titular es él. Para ejemplificarlo tomaremos uno de los casos más habituales y que más resistencias genera: el de la historia clínica. La historia clínica le pertenece al paciente. No es del profesional médico ni del hospital, sanatorio o clínica. Es el derecho de toda persona a que la historia clínica obre en su poder en el momento que así lo desee. La tensión existente en la materia ha llevado a la necesidad de sancionar, en el último año, una ley nacional de derechos de los pacientes en cuyo texto hay un capítulo destinado al tema de la historia clínica.

Ahora bien: hay un antes y un después de que los datos personales se asienten en un banco o registro. El después se halla referido a la conservación de esos datos por un lapso suficientemente prolongado. ¿A qué me refiero? A los datos obrantes en un servicio de salud, un establecimiento educativo o en lugares donde alguien se haya desempeñado como trabajadora o trabajador.
Pero así como hay un después en relación con los datos personales recabados, existe también un antes. Dicho en otras palabras: el derecho que asiste a todo ciudadano a que los aspectos identitarios que conforman sus atributos como persona sean registrados de manera integral. Desde esa perspectiva, el caso por excelencia lo constituye el Registro del Estado Civil y Capacidad de las Personas, pues en él se hallan registrados gran parte de los episodios de nuestro ciclo vital: nacimiento, mayoría de edad, casamiento, divorcio, maternidad, paternidad, etc.

Y es acá dónde comienza a emerger la conexidad entre identidad y protección de datos personales. ¿Por qué? Porque ese vínculo halla también su correlato en la forma registral que revista.

Ello nos obliga a aclarar, como ya sucedió con la noción de ciudadanía, de qué estamos hablando cuando nos referimos al concepto de identidad. Entendemos como tal a un proceso en permanente construcción, constituido por un conjunto de atributos que nos identifican frente a nosotros mismos y también frente a los demás. Es de ese conjunto de atributos del que podemos escindir aspectos que conforman los denominados datos personales. El derecho a la identidad, como capítulo específico en el catálogo de los derechos humanos, ha sido una construcción que evolucionó desde los primeros instrumentos internacionales que surgieron a mediados del siglo XX hasta la actualidad.

Para afinar aún más el concepto de identidad, transcribiré la visión acerca de la identidad formulada por la Jueza Elena Liberatori, que constituye el fundamento de un fallo suyo sobre el que volveremos más adelante. Y no lo hago porque crea que es la definición más acabada o completa de la palabra identidad, sino por la singularidad de constituir el andamiaje para que una magistrada imparta justicia. Dice así: “La identidad del ser humano, en tanto éste constituye una unidad, presupone un complejo de elementos, una multiplicidad de carácter predominantemente espiritual, psicológico o somático, mientras otros son de diversa índole, ya sea cultural, religiosa, ideológica o política. Y estos elementos, obviamente, no se obtienen o heredan genéticamente, sino que se han formado a lo largo de la vida a raíz de distintas circunstancias, una de las cuales –diríamos fundamentales– es la familia que se integra; y ello sea que no exista con todos o algunos de sus miembros vínculo biológico alguno.”

En síntesis, la identidad incluye tanto la inscripción del nacimiento en el seno de una familia y la asignación de un nombre y nacionalidad propios, como la inserción dentro de una comunidad, con su lengua, su cultura, su territorio y su historia colectiva, aspectos desde los cuales es posible construir la propia historia y proyectarse socialmente en el tiempo como un ser único e irrepetible. El reconocimiento del derecho a la identidad es vital para el ejercicio de los demás derechos y debe ser preservado de toda forma de vulneración o discriminación.

Partiendo de estos principios, hemos seleccionado tres grupos sociales, de muy diverso origen y naturaleza, que han visto o ven vulnerados su derecho a la identidad.

Durante la última dictadura militar, entre otro sinnúmero de crueldades y aberraciones, asistimos a uno de los capítulos paradigmáticos en esta materia: la violación intencional y sistemática en torno a los niños y niñas, hoy ya adultos, nacidos en cautiverio y que fueron apropiados. Una búsqueda dolorosa, desgarradora, inconclusa, que si bien hoy nos muestra más de 100 personas que han recuperado su identidad, queda aún por develar lo sucedido a muchísimos más. Reconocedores o no de la situación vivida, con una mirada benévola o de justo rencor respecto a sus apropiadores. Resultaren estos últimos integrantes de los grupos de tareas que operaban en la época o receptores de buena fe, las configuraciones convivenciales tenían un atributo basal: la mentira. Una deformación, alteración o negación de la realidad que, sin duda alguna, ha sido el elemento constitutivo de una identidad vulnerada. El conocimiento de la verdad, en este caso, no forma parte tan solo de un axioma filosófico ni de un requisito ético: este conocimiento resulta indispensable para los otrora niños y niñas como condición necesaria para reorientar el proceso de construcción de su identidad.

También debemos dar cuenta de otros dos grupos de nuestra sociedad, negados o estigmatizados hasta hace muy poco tiempo en el imaginario social como consecuencia de atavismos cuya raíz obedecía a razones ideológicas o dogmáticas. Uno, el constituido por parejas o matrimonios integrados por personas del mismo sexo; el otro, el de los ciudadanos pertenecientes a los pueblos originarios distribuidos a lo largo de nuestro territorio nacional.

En el primero de los casos se comenzó a reconocer, a partir de la modificación del Código Civil mediante la ley conocida como de matrimonio igualitario, el derecho de aquellas personas que han optado, en el libre ejercicio de su orientación sexual, por contraer matrimonio con otra persona de su mismo sexo. Es a una circunstancia derivada de este reconocimiento a la que hace referencia la jueza Elena Liberatori. Debió dictaminar sobre la legitimidad de la solicitud de dos mujeres, madres de un hijo, que reclamaron al Registro Civil la inscripción del niño con los dos apellidos maternos, cuestión a la que el organismo registral se negó. La magistrada en su fallo, parte de cuyos fundamentos reproducimos más arriba, no hizo otra cosa que resaltar, por una parte, la legitimidad y por la otra, la necesidad de reconocimiento social que tenían esas madres. Y, en consecuencia, la adopción de medidas por parte del Estado que reflejen esa multiplicidad de formas que va adquiriendo la identidad de cada ser humano en la compleja sociedad contemporánea así como la diversidad de contextos en los que se halla incluido y a cuyo reconocimiento tiene derecho. Finalmente, el Registro Civil se vio obligado a acatar la decisión judicial.

Pero sería ocioso quedarnos encerrados en el análisis de un caso si no tomáramos a este como testimonio de una colisión entre dos lecturas y dos interpretaciones de un mismo hecho: una de ellas inscripta en un marco biologista restringido y otra de carácter multívoco que busca que el Estado actúe en consonancia con las transformaciones sociales y culturales de la contemporaneidad. Transformaciones que están íntimamente ligadas a la noción de identidad si la entendemos como la hemos intentado definir en esta presentación. Transformaciones que interpelan y develan, que cuestionan y proponen. Legítimas multiplicidades que encuentran en la Constitución de la Ciudad de Buenos Aires –que debe ser leída como un todo y no de manera fragmentada- el marco axiológico y operativo para todos aquellos que, en ejercicio de sus funciones o de nuestra ciudadanía, debemos tratar cuestiones como las abordadas en este artículo. Tomo la Constitución de nuestra ciudad por con siderar su texto como el más avanzado existente en nuestro país y que colecta, de manera organizada y sistemática, el catálogo de derechos humanos de primera, segunda y tercera generación.

Cito, a los efectos de lo que estamos desarrollando, el texto completo de su artículo 11, que forma parte del Título Primero – Derechos y Garantías: “Todas las personas tienen idéntica dignidad y son iguales ante la ley. Se reconoce y garantiza el derecho a ser diferente, no admitiéndose discriminaciones que tiendan a la segregación por razones o con pretexto de raza, etnia, género, orientación sexual, edad, religión, ideología, opinión, nacionalidad, caracteres físicos, condición psicofísica, social, económica o cualquier circunstancia que implique distinción, exclusión, restricción o menoscabo. La Ciudad promueve la remoción de los obstáculos de cualquier orden que, limitando de hecho la igualdad y la libertad, impidan el pleno desarrollo de la persona y la efectiva participación en la vida política, económica o social de la comunidad”.

La redacción final de este artículo estuvo a cargo de la Comisión de Redacción y Normas de Gobernabilidad de la Convención Constituyente de la Ciudad de Buenos Aires celebrada en 1996, presidida por el hoy integrante de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, doctor Eugenio Raúl Zaffaroni. La mención de la identidad del jurista que la presidía es intencional porque ilustra que el texto se inspira en las categorías conceptuales que manejan y desarrollan importantes referentes de la ciencia jurídica de nuestro país, a la vanguardia de un pensamiento abierto, flexible y que se alimenta, en términos de doctrina, del aporte efectuado por otras disciplinas como la sociología, la antropología social, la historia y la filosofía.

Este mismo marco es el que nos permite abordar la otra problemática que incluimos en nuestro análisis: ciudadanía y pueblos originarios. Este Binomio conjuntivo ha sido soslayado, cuando no tergiversado o descalificado, durante más de 100 años, tanto desde el Estado como desde la sociedad civil. Ello no obsta para que reconozcamos algunos avances en la materia, como la creación por ley en 1985 del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas o la innovación sustantiva que introdujo el censo del año 2001 y profundizó el de 2010, que posibilitó que se relevaran de manera sistemática datos de distinta índole de ciudadanos descendientes o integrantes activos de los pueblos originarios. Sin embargo, hasta el momento sus componentes deben enfrentar restricciones que en algunos casos alcanzan la prohibición y hasta el momento todo intento de removerlos en que se han empeñado ha resultado infructuoso. Para no extenderme en demasía, y por considerarlo suficientemente ilustrativo, voy a referirme a un solo aspecto de esta restricción al ejercicio pleno de ciudadanía: el derecho a la elección de su nombre y el de sus descendientes.

Esta negativa a que sean reconocidos por los nombres que cobija su lengua materna imponiéndoles la castellanización de los mismos (y esto en el mejor de los casos, porque hay muchos que no tienen conversión posible) es una verdadera lesión al ejercicio del derecho a la identidad reconocido en la Constitución Nacional a partir de su reforma de 1994 y la incorporación con esa jerarquía de los tratados y convenciones internacionales en materia de derechos humanos.

Ello ha determinado que en las provincias donde hay una presencia relevante de habitantes de estos pueblos, la cuestión, aunque lentamente, haya comenzado a formar parte integrante de la agenda de temas sociales a resolver. El caso más destacado del que tenemos conocimiento a la fecha es el proyecto de ley recientemente ingresado a la Legislatura chaqueña, suscripto por integrantes de la bancada mayoritaria, en el que se propicia la creación de un Registro de nombres indígenas del Chaco que, de ser aprobado, allanará el camino para que los pueblos originarios puedan elegir libremente y sin escollos burocráticos el nombre propio y el de sus niñas y niños.

Hasta aquí nuestro esbozo sobre el tema seleccionado para esta exposición, siendo plenamente conscientes de que el mismo no agota el abordaje de la protección de datos personales ni los ítems que la componen. Más que nada hemos ensayado el ejercicio de tornar palpable el vínculo entre ampliación de ciudadanía y protección de datos personales en el campo de la identidad desde tres vertientes de distinta naturaleza que nos muestran rasgos individuales y colectivos.

Por adherir a una mirada multívoca, tengo el convencimiento de que, desde los distintos saberes y con una perspectiva multidisciplinaria, podremos tornar efectivos estos derechos. Ello en la medida en que esas distintas miradas y niveles de análisis tengan su correlato en la modificación de los actos jurídicos y las normas legales, en especial en lo referido al Código Civil y las leyes que de él se deriven, de forma tal que contengan y legitimen las distintas configuraciones que hoy ofrece la sociedad argentina a su interior. Desde esa perspectiva, creo que debemos redoblar esfuerzos desde espacios como este, el de la laicidad, para que estos aspectos identitarios reflejados, eje central de los datos personales, adquieran su correlato civil y documental que los consolide. λ

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