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Una vidriera en la colegiata de Notre-Dame, en Dole (Francia).Tim Bieber (Getty Images)

Al fuego eterno · por Manuel Vicent

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Desde el momento en que le advirtieron de que el sexo era pecado, ese niño comenzó a tener la mirada sucia

A su alrededor se apareaban los insectos, los pájaros, las palomas, los conejos, las cabras, los perros, los gatos; todos los seres vivos, incluidas las moscas, se apareaban con naturalidad ante la mirada inocente de ese niño que había nacido en el campo y había aprendido las primeras lecciones del sexo impartidas por los animales. Su mirada era tan limpia como su pensamiento viendo el juego que se traían aquellos seres irracionales para reproducirse, impulsados por la naturaleza, hasta que al anochecer de un día de fiesta en el pueblo descubrió en la penumbra de un jardín público a una pareja de novios que estaba realizando lo mismo que tantas veces había visto ejecutar a los perros. Huyó despavorido. Según le había enseñado el cura en la iglesia, ese acto era un pecado mortal y aquella pareja estaba quebrantando un mandamiento de la ley de Dios y, por tanto, iría al infierno. Desde el momento en que le advirtieron de que el sexo era pecado, ese niño comenzó a tener la mirada sucia. Fue peor todavía cuando se le hizo saber que los malos pensamientos también llevaban aparejado un castigo eterno. El tormento no hizo más que empezar, puesto que la perversión le había sido inoculada en su cerebro. ¿Cómo sería un mal pensamiento? Si era como el que le provocaban unas bragas femeninas goteando en el tendedero, en este caso también sería impuro pensar en el polen de las flores. No era solo que ese niño, como tantos otros, fuera sometido en el colegio religioso a la depravación de la pederastia, sino que su conciencia ya no pudo superar el hecho de que el instinto sexual conducía directamente al infierno. El pensamiento no delinque, se afirma en cualquier Código Penal. Pero la iglesia, más allá de la pederastia, era mucho más cruel. Después de toda una vida intachable bastaba con que pensaras en las pantorrillas de tu novia para que fueras condenado al fuego eterno.

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