Entiendo que en tiempo de calores veraniegos, de pandemias, de indultos, de ERE y de Eurocopas varias, ponerse a filosofar, intentar hacer pensar sobre un tema que a pocas personas parece interesar, puede que no sea la actividad más apetecible. Sin embargo, no es tan importante el tema propuesto, como el hecho de intentar reactivar la actividad cerebral para ejercitar algunas de las funciones más trascendentales, como es la de investigar, buscar argumentos, dudar de lo que se nos propone, elaborar nuestras propias propuestas, saberlas defender, y por supuesto, actuar en consecuencia bajo nuestros propios criterios. Algo que cada vez ocurre menos, debido a un entretenimiento banal proporcionado por una abrumadora mayoría de medios de comunicación y redes sociales, a infinidad de líderes mediocres de todo tipo (políticos, religiosos, culturales, deportivos….) sin mensajes claros, a una tecnología que todo nos lo resuelve sin apenas nuestra intervención, a una educación encaminada más a la productividad que al humanismo, a una forma de vivir estresante y rápida que nos mantiene en permanente movimiento sin tiempo para la pausa y la reflexión.
Quien llegado este punto, pueda pensar qué clase de artículo es éste, en que después de ciento cincuenta palabras, todavía no he mencionado nada sobre ateísmo/agnosticismo, demuestra un interés que, en definitiva, es lo que me anima a intentar introducir alguna idea sobre el tema.
El agnosticismo es una doctrina filosófica que no tiene opinión sobre la existencia de Dios, pues considera inaccesible para el entendimiento humano, todo aquello que no pueda ser demostrado por la ciencia. En cambio, el ateísmo, aunque muy complejo de definir de una manera única, básicamente rechaza totalmente la existencia de cualquier tipo de deidad. A partir de aquí, existe toda una controversia filosófica, centenaria y planetaria, sobre la relación entre seguidores de ambos conceptos.
El agnosticismo, de forma frecuente, nos acusa a las personas ateas de soberbias por negar algo de lo que no se tiene evidencia. La soberbia es justo lo contrario, o sea, afirmar o dudar de la existencia de algo sin evidencia ninguna. Precisamente porque no hay evidencia, la carga de probar algo debe recaer en quien afirma su existencia, usando, por supuesto, el método científico. El ateísmo es todo lo contrario de la soberbia religiosa, ya que rechaza lo que no se puede demostrar con pruebas.
Tal como pretende el agnosticismo, la equidistancia, a la que casi siempre se le atribuye la virtud del punto medio, no es la postura más adecuada en este campo filosófico. De no ser así, y ante la falta de evidencias, deberíamos declararnos agnósticos ante las teorías sobre hadas, fantasmas, dimensiones paralelas, horóscopos, reencarnaciones, superman, spiderman, thor, barrio sésamo o los unicornios azules.
Otra acusación al ateísmo es el disparate de intentar presentarlo como una creencia más, siendo que es imposible su definición única, pues se trata de un conjunto de ideas desestructuradas que no sólo rechazan la existencia de dioses, sino también cualquier otro concepto trascendental o sobrenatural, como las creencias del hinduismo, budismo, el taoísmo o el jainismo. Decir que el ateísmo es una creencia, es lo mismo que creer que la calvicie es simplemente otro peinado o que un televisor apagado representa uno más de los centenares de canales existentes.
El agnosticismo tiene dos puntos débiles e incoherentes en cuanto a la cantidad de dioses y a su permanencia en el tiempo.
En cuanto a la cantidad, no pronunciarse sobre la existencia de dioses por no tener evidencias, implica que el agnóstico cree en la posibilidad de que pueda existir Anubis, el dios egipcio con cabeza de chacal, o que pueda existir Saehrimnir, el jabalí cósmico noruego, o Xochipilli el dios azteca de la homosexualidad… Y así hasta cerca de 10.000 deidades.
En cuanto al paso del tiempo, vemos que los dioses mueren porque han dejado de tener creyentes que les sigan, no hay nadie que los recuerde. Culturas antiguas como la sumeria, egipcia, griega, romana, hindú, china, japonesa, nórdica e incluso precolombina, ya no adoran a ninguno de sus dioses. Cambiaron su condición de dioses por la de mitos.
Hoy en día, que tanto se habla de pandemias, que tanto se teme a sus secuelas, que tanto esfuerzo se hace por erradicarlas, ser ateo es estar curado de unas nefastas supersticiones que infectan a la humanidad, muchas de ellas impuestas durante siglos, a base de privilegios, de sangre y de fuego. El agnóstico, manos en los bolsillos esperando que alguien demuestre lo indemostrable, se conforma con una vacuna, que no deja de ser una pequeña infección.
En cualquier caso, si con un esfuerzo titánico y una imaginación fantástica, suponemos la existencia de un ser superior, visto lo visto, es evidente que no le importamos una m…