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Afganistán: demostrar la virginidad o ir a la cárcel

El test de virginidad no es una nueva forma de esclavitud moral para las adolescentes y jóvenes afganas. Esta práctica está tan arraigada que la medicina moderna sólo la ha hecho más exacta y, en ese sentido, más aterradora. En una sociedad tan tradicional y religiosamente estricta como la afgana, una adolescente que pierde su estatus de virgen no sólo se convierte en amoral, en criatura desechable, sino que también en criminal. Muchas de las que no pasan la prueba de pureza satisfactoriamente acaban en prisión.

El test es un procedimiento invasivo que se utiliza para comprobar si el himen de la mujer está intacto, o para saber si la examinada ha tenido relaciones sexuales recientemente. La mayoría se llevan a cabo sin el consentimiento de las mujeres. Basta con una visita al hospital o clínica para que los padres o madres zelotes de sus hijas le pidan al médico que examine a su hija para determinar la pureza. Y con ella su futuro.

A pesar de que en 2016 el presidente afgano, Ashraf Ghani, impulsó una ley para prohibir esta práctica, ésta no ha servido para detener lo que la Organización Mundial de la Salud (OMS) define como «un acto de violencia sexual». Ghani ya lo pronosticó entonces: «el test de virginidad acaba de ser prohibido, pero hay que tener en cuenta que ésta es una práctica muy arraigada en la sociedad afgana».

Una gota de agua en ese océano de injusticia fue reportada por la BBC en diciembre del año pasado. Bobani Haidari, una de las pocas ginecólogas practicando en la provincia de Bamyan, en el centro del país, informó que «por lo menos llevo a cabo 10 test de virginidad al día» y que «algunas mujeres lo hacen más de una vez». Esos datos son sólo los de una clínica en una de las 34 provincias, de los 398 distritos en los que viven alrededor de 33 millones de personas de las que, casi la mitad, son mujeres.

¿Qué ha cambiado desde entonces? «La nueva política en materia de salud pública», según ha indicado a The Guardian Farhad Javid, director de la rama en Afganistán de la organización Marie Stopes Internacional, la cual se dedica a luchar por los derechos de las mujeres en todo el mundo y que, auspiciada por una coalición afgana formada por activistas sociales y líderes religiosos, ha conseguido que el Ministerio de Salud apruebe un decreto que obliga a todos los hospitales y clínicas a detener el test de virginidad por motivos de salud.

Por otro lado, la organización ha anunciado que implementará un programa de control para garantizar la aplicación de la prohibición, en el que trabajarán con doctores y enfermeras en hospitales y clínicas por todo el país, gracias a la financiación del Gobierno sueco. «Ha sido una lucha muy larga, pero este cambio supone un avance muy importante porque en Afganistán las políticas de salud pública son fuertes y respetadas tanto en las zonas controladas por el Gobierno como por los talibán. Además, también están por encima de la ley Sharia y por ello creemos que será respetada e implementada».

Violencia sexual indiscriminada

Las familias no son las únicas que están detrás de esta forma de violencia sexual. La policía está muy implicada en la aplicación de la misma. Tanto es así que hasta el propio presidente ha declarado públicamente que «durante mucho tiempo ha sido utilizada por las autoridades y las fuerzas de seguridad de manera errónea». La realidad es mucho peor.

La policía cree que entre sus deberes está el de arrestar preventivamente a chicas que sospechan han tenido sexo fuera del matrimonio.

Es decir, adolescentes y mujeres sin burka que se pasean solas, en pequeños grupos o acompañadas por un amigo varón, las cuales pueden ser arrestadas en cualquier momento por un agente que sospecha de su pureza. Las detenidas son referidas a un hospital donde se lleva a cabo el test contra su voluntad, como si las madres, hijas, hermanas y esposas afganas fuesen un animal de crianza. Las que no lo pasan acaban en prisión. Allí empieza una pesadilla que las condena de por vida al ostracismo social y familiar, o una muerte prematura.

«Sólo en una prisión de Balkh», provincia al norte del país, «he visto a más de 200 niñas y mujeres jóvenes apiñadas en celdas sucias y demasiado pequeñas. Hasta 12 reclusas por celda», explica Farhad Javid. «Muchas han estado ahí durante meses, incluso más de un año, a pesar de que se supone que no deberían estar detenidas durante más de tres meses». Pero ese sólo es el principio de la pesadilla.

«Cuando salen sus familias las han desheredado y se encuentran en una situación muy precaria», añade el director de Marie Stopes Internacional. Tienen entre 13 y 21 años pero sus vidas casi han terminado. Sin dinero, casa, trabajo o familia para echarles una mano, las mujeres consideradas impuras salen de una prisión para entrar en otra.

En las aldeas, los pueblos y ciudades no encontrarán la libertad que un test de virginidad les robó. Desde el momento en el que salen el mundo se convierte en un peligro constante. El estigma de adúltera es una mancha artificial que las amputa de la sociedad. Según la OMS «el test y las circunstancias en las que se lleva a cabo provocan ansiedad, depresión, estrés post-traumático, sentimientos de culpa y vergüenza, entre otros efectos psicológicos.»

Muchas no aguantan la presión, la soledad, el hastío de esa letra escarlata. De los cuatro millones de adictos a la heroína que hay en Afganistán 900.000 son mujeres, según datos del ministerio de Sanidad. Otras muchas acaban siendo victimas de mafias que trafican con personas, convirtiéndose en juguetes de usar y tirar hasta que se rompen del todo. De los 3.000 suicidios que la Comisión Afgana Independiente por los Derechos Humanos registró el año pasado, el 80% los cometieron mujeres. Mientras, las prisiones de Afganistán siguen abarrotadas y sin justicia para los miles de mujeres condenadas fuera de la ley y sin humanidad. Tal y como escribió el político y estadista alemán Willy Brandt, «permitir una injusticia significa abrir el camino a todas las que siguen».

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