“Nada cambia instantáneamente. En una bañera que se calienta gradualmente, hierves hasta morir antes de darte cuenta”. La anterior es una cita que la autora canadiense Margaret Atwood pone en boca de Offred, el personaje principal de su gran novela de 1984, “The Handmaid’s Tale”.
Esta historia, que muchos ahora conocen porque se adaptó a una serie de televisión, hace un relato que, por ciertas resonancias muy familiares que tiene, produce un espanto que hiela el corazón: en un futuro no muy lejano, fundamentalistas religiosos toman el poder en Estados Unidos y establecen una teocracia que, entre muchas otras atrocidades, reduce a las mujeres a un régimen de virtual esclavitud y proscribe totalmente la conducta homosexual.
La clave del espanto está en la primera oración de la cita: nada cambia instantáneamente.
En nuestra parte del mundo (en otras no se ha adelantado mucho), tomó siglos desprenderse de los atavismos con los que la religión dominó por eras. Hizo falta mucha sangre y harto esfuerzo, pero se avanzó. Falta todavía, pero menos que antes.
Durante las últimas cuatro décadas, las mujeres y los homosexuales, los grupos contra los que algunas iglesias han mostrado siempre mayor saña, lograron derechos y protecciones con los que antes no podían ni soñar. Esos avances han chocado de repente contra una muralla. Siluetas siniestras vuelven a asomarse en el horizonte. Hay en marcha esfuerzos, en Puerto Rico y en Estados Unidos, cuyas leyes federales casi invariablemente nos aplican, para desempolvar cadenas y cerrar caminos. Los que aprecian las libertades individuales tienen tarea.
En Puerto Rico, las cámaras legislativas aprobaron un proyecto que restringe el derecho al aborto. El gobernador Ricardo Rosselló lo vetó, pero sigue pendiente una amenaza del presidente del Senado, Thomas Rivera Schatz, de ir por encima del veto. Le falta un solo voto. No pocos temen que cualquier día nos va a sorprender la noticia de que lo consiguió.
En Estados Unidos, ocho estados han aprobado en poco tiempo medidas que restringen el derecho al aborto, incluyendo Alabama, que lo prohibió salvo cuando la vida de la madre esté en peligro. Otros cinco están en proceso de restringirlo también.
Todas esas leyes han sido o van a ser impugnadas en los tribunales. Esa es, precisamente, la idea: sus proponentes quieren sean impugnadas y hasta derrotadas, para ir antorcha en mano hasta el Tribunal Supremo de Estados Unidos, con la esperanza de que la nueva mayoría conservadora que rige ahora por aquella comarca revoque Roe vs. Wade, el histórico caso de 1973 que estableció que terminar un embarazo dentro de cierto término es un derecho constitucional de la mujer.
Hay guerra también contra los homosexuales y toda la comunidad Lgbttq. En Estados Unidos, el presidente Donald Trump, ese faro de virtud y decoro, ese gigante de la moral y del pudor, quiere prohibir a los transexuales estar en el Ejército y mandó a quitar la identidad de género de las prohibiciones federales contra el discrimen en servicios de salud.
Aquí, siguen dando vueltas el tema de las llamadas “terapias de conversión”, que parte de la disparatada premisa de que la homosexualidad es una conducta escogida que se puede modificar, y la llamada ley de “libertad religiosa”, que en esencia lo que busca es permitirles a servidores públicos no tener que darles servicios a personas con cuya identidad sexual o de género ellos, en su carácter personal, no estén de acuerdo.
El servicio se dará, dicen, quizás con razón. Pero no sin que antes a alguien se le haga sentir que un “servidor público” puede despreciarlo solo por ser lo que es.
El patrón en todo esto se ve a leguas de distancia: quieren volvernos gradualmente al oscurantismo del que no hace mucho, con enormes esfuerzos, empezábamos a desenredarnos.
Ninguna de esas leyes atiende problema alguno. No hay amenaza de salud, económica, de seguridad, ni de ningún otro tipo. No hay orden social alguno amenazado. No hay un clamor público para que se atiendan estos asuntos, que son, según se puede entender oyendo radio AM por la mañana, solo del interés de los mismos dos o tres ayatolas de siempre.
Aquí, los intereses son otros, no muy piadosos que digamos. Quieren marcar a cierta gente como inferior a otra, como indigna de las protecciones de la que debemos gozar todos y todas. Quieren proteger el orden de opresión de un género sobre otro del que la humanidad, con mucho trabajo, ha ido desprendiéndose. Quieren, en resumen, encajarle la religión a la cañona al ordenamiento legal que se supone que rija igual la vida de todos y todas, independientemente de cómo creamos, o siquiera si creemos.
Las constituciones de Puerto Rico y Estados Unidos disponen que habrá separación de Iglesia y Estado. Hay líderes religiosos que parecen ignorar que esas disposiciones existen para que ninguna autoridad pueda prohibirles creer en lo que crean. Pero lo han virado al revés y lo ven como un obstáculo porque les ha impedido tratar de atosigarnos a todos su modo particular de ejercer el cristianismo.
Es en actitudes como estas que los que conocen “The Handmaid’s Tale” ven ciertas resonancias familiares con lo que se vive hoy aquí, en Estados Unidos y varios otros países, cuyos líderes no acaban de resignarse a que el mundo marcha. En la novela de Margaret Atwood suceden cosas que, en nuestro contexto, parecen extremas, aunque ha habido en estos tiempos teocracias islámicas en las que se ven ejecuciones públicas y esclavización sexual y laboral de mujeres, como en la obra.
Pero dado el interés de quienes parece que pasan más tiempo en el Capitolio que en sus iglesias, de querer hacernos vivir a todos según ellos entienden la religión, no se pueden evitar ciertos escalofríos al pensar en estas cosas. Ya sabemos cómo es esto. Recuerden a Margaret Atwood: nada cambia instantáneamente.
Benjamín Torres Gotay