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A un intelectual cristiano

 Usted es una de esas personas especiales: alto nivel intelectual, brillante preparación universitaria, un bagaje cultural todo terreno, investigador inagotable cuando lo necesita, especialista en temas religiosos, bien informado de lo que se cuece en las tribus incrédulas, escritor que domina el arte de la comunicación, autor de numerosos libros, colaborador asiduo en medios de comunicación, conferenciante prestigioso, y algún etcétera más que añadir a su larga e interesante carrera.
 
Me ha sido preciso comenzar con su currículum, que no tiene por qué coincidir exactamente con el de cada uno de ustedes, por una razón obvia: enfrentarlo (ponerlo en frente de) a sus creencias religiosas, que es el objetivo de esta carta. Pero debo aclararle que no tengo nada contra lo fundamental: la existencia de DIOS. A pesar de que no haya ninguna evidencia al respecto, sí que existen ciertas razones, de más o menos envergadura, para que usted considere a la divinidad como objeto de su conocimiento y de sus afectos. Esa creencia no tiene por qué entrar necesariamente en oposición con su inteligencia, su racionalidad o su sentido común. Ahí está el Universo, gritando a voz en cuello que busquemos respuestas, y tiene cierto sentido el hecho de que tantos humanos lleguen a una conclusión religiosa, a pesar de lo que argumentara, tiempo ha, el quisquilloso Paul Hienrich Dietrich, barón Von Holbah.
 
Pero es muy revelador, para mí, por supuesto, pero también para, digamos, un sociólogo o un psicólogo, quizás un antropólogo, el hecho de que todas las ideas religiosas estén asociadas a circunstancias extraordinarias, todas ellas milagrosas y desorbitadas, como si en aquellos tiempos eso de superar las leyes de la naturaleza fuese una rutina de andar por casa. Vistas así las cosas, algo que cualquiera ve, incluso usted, y tratando de esquivarlas, los mismos creyentes ilustrados intentan "profundizar" en esas aparatosidades a base de darles vueltas y vueltas. Entre los cristianos, por solo poner un par de ejemplos que he leído, el Equipo "Cahiers Evangile" en uno de sus cuadernos, o las sesudas reflexiones de Jesús Peláez en "Los milagros de Jesús en los evangelios sinópticos". El resultado, desafortunadamente, no cambia la realidad: demasiada intervención sobrenatural.
 
 Ahora bien, ¿qué sería de una religión que no tuviera tradiciones extravagantes? Todas las tienen, incluso las más modernas, como la del señor Smith, el norteamericano de los mormones (1830), o la del señor Moon, el coreano (1952), por poner dos ejemplos. Aunque estos andan en el ámbito cristiano, lo cierto es que todos los fundadores dicen haber recibido una misión de Lo Alto mediante apariciones más o menos divinas. Recuerde a Zoroastro, a Moisés, a Nadak, a Viracocha o a Mahoma. Y todas las religiones, sin excepción, cuentan historias extraordinarias acerca de sus fundadores, extraordinarias y rocambolescas, es decir, increíbles. Parece como si las religiones tuvieran forzosamente que prescindir del sentido común, de lo razonable, de la sensatez, para que todos vean que tienen un origen sobrenatural. No falta una cierta lógica: Para presentarnos como voceros e intermediarios de la divinidad no tenemos más remedio que ofrecer a la gente unas credenciales que excedan de los límites de la normalidad.
 
Siguiendo esta lógica, el cristianismo surgió rodeado, por todas partes, de hechos extraordinarios. Bastó poco más de medio siglo para que Jesús apareciera como un enviado de la divinidad. El mismo Señor se encargó de colocar su simiente, la del niño, en el vientre de una muchacha, a la que previamente le envió un ente espiritual para que se lo anunciase.
                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                      
Bien, voy a plantearle claramente mi problema.
¿Qué hace usted para armonizar su inteligencia, su racionalidad, su sentido común, su sensatez, con sus creencias religiosas? A los niños, superdotados incluidos, se les permite que jueguen con su fantasía sin ponerles ningún límite, que ya tendrán tiempo de descubrir las diferencias entre lo fabuloso y lo real, pero una vez que han crecido, y superado felizmente esa difícil etapa de la pubertad, buscamos al psiquiatra rápidamente si continúa sin distinguir lo uno de lo otro. Pero es evidente que usted no necesita a ningún psiquiatra, así que me sigue irritando este no saber que me confunde. Ya sé que es un atrevimiento por mi parte comparar las fabulaciones infantiles acerca de hadas, delfos, unicornios, gnomos y etcéteras con las creencias religiosas, y lo digo porque yo mismo he sido una persona religiosa católica y me enfurecía que alguien se atreviera a dudar de la seriedad de mis creencias. Pero ahora que he logrado, con harto trabajo, por cierto, desprenderme de esas ideas que me inculcaron cuando niño, se me hace difícil, cuando no imposible, compaginarlas o armonizarlas con mi forma de ver la realidad a estas alturas de mi vida adulta.
 
No me apetece, y, además, quiero ser breve, referirme al
hecho, irrefutable, como ha mostrado Karen Armstrong, por decir un nombre, de la pluralidad de interpretaciones que encierra el término DIOS, que no es unívoco, como usted sabe. De hacerlo, me vería obligado a preguntarle en qué DIOS cree usted, porque ello nos llevaría al monoteísmo, y de ahí a Yahvé Solo, Yahvé Trino y Alá, y entonces, esta carta se convertiría en un tratado de ateología, aunque no al modo de Michel Onfray, a un ensayo tan extenso como el de la ex monja británica o, lo más probable, a una cháchara insoportable. Permítame, entonces, ir derecho al grano.
 
Verá: Mal que le pese a usted ahora y me pesara a mí hace algún tiempo, las creencias religiosas no son tan diferentes de los cuentos y leyendas que proporcionamos a los niños. Me refiero a la "historia de la salvación humana" que todos los creyentes se saben de memoria y que se puede contar incluso con el lenguaje de los relatos infantiles. Y no se me irrite, porque el lenguaje puede ser irreverente, pero no cambia nada el núcleo de la historia tal y como la desarrollaron los teólogos más conspicuos.
Érase una vez un DIOS que se buscó un pueblo para que le sirviera, es decir, para que le rindiera pleitesía, le ofreciera sacrificios de animales limpios e inocentes y lo reconocieran como la única divinidad, puesto que sólo él era el creador de todo lo existente. A cambio, él velaría por ese pueblo con el amor de un buen esposo. (Inciso necesario: He resumido, como ve, olvidándome de las normas sociales y éticas, pero a usted no hay necesidad de detallarle nada). Pero hete aquí que la gente no cum- plió con su parte del trato, pues una y otra vez abandonaba sus deberes religiosos y sociales, pero especialmente religiosos, para buscar ayuda en otros dioses. El DIOS les castigaba, también una y otra vez, con harta severidad, y así durante mucho tiempo.
El DIOS se sentía muy ofendido, pues la pertinaz desobediencia de su pueblo lo colocaba en una situación incómoda para una divinidad. Es bien sabido que cuando los humanos cometen un yerro tan terrible, todo el universo queda trastornado y sólo se puede enmendar el desastre ofreciendo al Altísimo una víctima propiciatoria, limpia e inocente, para que fuese degollada y luego ofrecida como reparación. El problema era que en el mundo creado no existía animal ni humano que reuniera las condiciones requeridas. La ofensa había sido extraordinaria y sólo un ser extraordinario podía repararla.
Por fortuna, el DIOS tenía un Hijo, divino como él. Bastaba con que se hiciera ser humano y se dejara matar para que su sangre borrase definitivamente la terrible falta. Así, el DIOS Hijo se encarna, muere voluntariamente de una forma terrible cumpliendo la voluntad del Padre y, acabada su misión, vuelve a su lugar junto al Padre. De este modo, el DIOS quedó satisfecho y los humanos de todo el orbe fueron salvados de los terribles castigos que les esperaban.
Corolario: Pero aún no hay colorín colorado, porque el DIOS, ahora Trino, que antes no, dejó a su pueblo elegido en la estacada y estableció un nuevo pacto con un nuevo pueblo, el de los seguidores de su Hijo.
Y ya sí, este cuento ha terminado.
 
Como relato infantil o como creencia religiosa, es una historia tan inverosímil, propia de mentes paganas (a las pruebas que usted conoce me remito), que mantenerla hoy y no enmendarla, resulta incomprensible. No es necesario tener un coeficiente intelectual de 140 ni un currículo como el suyo para obtener algunas conclusiones, todas ellas a cual más negativa, puesto que queda en entredicho la idea de una DIVINIDAD tan trascendente que nada puede afectarle porque se basta a sí misma, y, por consiguiente, no puede ser herido en su majestad divina por los pecados de seres tan despreciables como nosotros ni tener necesidad de una reparación a toda costa. Tampoco resulta coherente con la identidad divina lo de estar dispuesto a sacrificar de modo sangriento a un inocente, en este caso su propio hijo, para darse por satisfecho.
Amén del asombroso supuesto encubierto en la narración: que el DIOS se “repara” a sí mismo, ya que Jesús y
el Padre, son una misma cosa.
 
Esta "Historia de la Salvación" está sazonada con numerosos ingredientes superlativos que le dan un sabor sobrenatural inconfundible, y todos ellos los tiene usted como VERDADES inconmovibles. Ya sabe, me refiero a la divina preñez de María, su milagroso parto, aquello de los magos guiados por un astro, las aparatosas curaciones de Jesús, la conversión de su carne y sangre en pan y vino, la resurrección de los muertos a su muerte, su propia resurrección, la bajada a visitar a los muertos y luego subida por los aires, etc.
 
Pero su mente de intelectual, incapaz de afirmar que la creación ocurrió en siete días o que el sol gira alrededor de nuestro planeta, continúa poblándose de cosas inverosímiles.
 
¿Qué me dice de ese trasiego de entidades invisibles, almas, ángeles y demonios? ¿Le cabe en la cabeza, a usted, sensato amigo, que DIOS tenga un almacén de almas, o las vaya creando cada vez que un hombre y una mujer fornican sin protección, ni siquiera la de Onán, para inyectarlas en la glándula pineal (Descartes dixit) de las futuras criaturas? ¿O que se rodee de espíritus para que le adoren y cumplan su papel de mensajeros, cosas ambas que tanto agradan a nuestros estúpidos monarcas humanos? ¿O que se rebelen contra su creador y se transformen en criaturas malignas que persiguen a inocentes para llevarlos al infierno? Y el infierno, sea o no sea un lugar, ¿no es acaso una idea fantástica compartida por otras religiones? ¡Si hasta los budistas lo tienen multiplicado!
 
¿Y de veras cree usted que Dios ha escrito varios libros (no se sabe cuántos, porque judíos y cristianos no se ponen de acuerdo), utilizando a los autores humanos como amanuenses? ¿De veras no le choca todo ese enredo llamado inspiración y revelación? ¿Cree usted en algo, la sacralidad bíblica, que sólo es una proclamación de las iglesias antiguas, es decir, una afirmación humana? ¡A menos que crea, también, que el Espíritu Santo las iluminó para que lo dijesen!
 
 
En fin, amigo mío, sus creencias religiosas están plagadas de personajes extraordinarios que actúan utilizando sus superpoderes en beneficio o maleficio de los humanos. ¿No es esto lo que hacen las historietas infantiles en forma de cuentos de papá junto a la cama, libros profusamente ilustrados o películas? Vea: los creyentes cristianos no han tenido empacho alguno en editar biblias para consumo infantil, siempre coloreadas con dibujos propios del cómic. Dado que yo siempre había creído, así me lo enseñó Walt Disney, que las películas de dibujos animados eran terreno exclusivo de la chiquillería, me sorprendió "El príncipe de Egipto", por ejemplo, en donde se cuenta, como ya sabrá, la sagrada historia de Moisés.
Aparte la magnífica labor de los creadores, el filme deja a
los chavales clavados en sus asientos. ¿Cómo está usted de clavado cuando lee la Biblia, sea la hebrea o la cristiana?
 
Y ahora sí, ahora acabo mi relación de interrogantes. Porque, no tengo más remedio que repetirlo, mi intención no fue, aunque lo parezca a un lector superficial, hostigarle con ellas al estilo de tantos desaprensivos incrédulos, no. Sólo que no entiendo cómo se puede convivir con esas historias y hacerlo en paz, incluso convertirse en su vocero. Quizás tenga razón Salvador Giner cuando dice que los hombres son poseídos por sus propias creencias, lo que explicaría el hecho de que la sola fe sea capaz de sostener los embates del sentido común, la sensatez y el equilibrio lógico.
 
Esta carta, como habrá adivinado, debería estar dirigida, también, a un intelectual judío, musulmán, hindú, budista, etc, porque el problema que planteo es el mismo para todos. Me he referido a las creencias cristianas porque son las que predominan en nuestro hábitat, y porque han sido mías, profundamente mías, durante muchos años.
Así, pues, acabo: Usted dirá.

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