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¿A quién pertenece el cuerpo de las mujeres?

Voy a centrarme en la alienación del propio cuerpo que sufre la mujer por el hecho de serlo. Es decir, la que sufre exclusivamente por ser mujer. Se trata por tanto de una situación específicamente femenina. Desde esa perspectiva es desde la que planteo la cuestión: ¿a quien pertenece el cuerpo de las mujeres?

¿Les pertenece a ellas mismas, como sujetos que son? ¿Pertenece sus parejas? ¿Pertenece a su familia, a la sociedad? ¿Son entonces realmente sujetos, y sujetos de derecho las mujeres, o son sólo objetos y objetos-para-otros?

Desde hace más de un siglo se han producido avances, diríase que innegables, en la situación legal de la mujer en Occidente -incluido, aunque con bastante retraso y con incierto futuro-, nuestro país. Pese a ello parece como si, de modo no siempre explícito, el cuerpo propio continuara sin pertenecerle a la mujer.

En el pensamiento dominante a la mujer se la ha venido identificando con su cuerpo y por ende con la corporeidad, cosificandola así. El ser de la mujer es su cuerpo, y cuerpo sexuado. “Tota mulier in utero” escribió Tomás de Aquino, el filósofo que cristianizó a Aristóteles. Del pensamiento aristotélico-tomista (que tiene más de tomista que de aristotélico) nutre la iglesia católica muchos de sus dogmas y trata de darles una pátina  de pensamiento racional.  Y ese cuerpo del que habla Tomás de Aquino  es mera «cosa», repito, mero objeto. Pero las cosas no son personas, no son sujetos. Las cosas no tienen derechos. Por eso los derechos de las mujeres, aun allí donde son reconocidos formalmente, no son respetados de hecho.

Esta concepción de la mujer como cuerpo-cosa, objeto y no sujeto,  cosa y no persona, sería la causa última de la violencia contra la mujer.   Y estaría implícita en la justificación de los asesinatos, violaciones y malos tratos a las mujeres que tan frecuentemente son noticia .

Hay  hechos que sustentan esta afirmación aparentemente tan escandalosa: la afirmación de  que a la mujer se la ha considerado como mera cosa, como objeto y no como sujeto, no como persona. Lo cierto es que esta concepción de la mujer no siempre se hace explícita, al menos en la cultura occidental, aunque sí en los dogmas y creencias religiosas, incluso en los códigos sociales de ciertas culturas. Pero cuando analizamos cual es la situación en general de la mujer, la idea subyacente de mujer-cosa sí se hace patente. Analicemos algunas de estas situaciones.

Así el tratamiento de la mujer en la publicidad. La cosificación de la mujer en la publicidad resulta muy evidente. Se utiliza la imagen  del cuerpo de la mujer como reclamo publicitario. Una imagen modelada según el patrón del gusto masculino, de su deseo:  mujer joven, de rasgos agraciados, a veces perfectos, en la que se combinan esbeltez y exuberancia. Una imagen mejorada artificialmente en ocasiones con las técnicas del “photoshop”, que resulta una meta inalcanzable para la mujer real, pero que se le trata de imponer como canon de belleza.  Como se le impone tener y mantener, a costa de lo que sea, incluida la cirugía llamada «estética», un aspecto joven.

El cuerpo de la mujer, como de hecho no le pertenece a ella misma, debe ser una cosa moldeable que se adapte a la imagen que se le impone,  la imagen que debe tener.  Es el varón quien designa cómo, qué y quien es una mujer: mujer es quien despierta el deseo del varón heterosexual. Como denunciabaSimone de Beauvoir en El segundo sexo, aunque variable en sus formas, esta imagen suele estar vinculada a la sumisión: desde los pies diminutos con los huesos triturados exigibles cómo canon de belleza en la antigua China, al engorde forzado propiciado tambien por la inmovilidad, en el harén. O la delgadez exagerada y obligatoria que a tantas adolescente y mujeres ha empujado a la anorexia en toda la cultura occidental en la época actual y en otras. Porque  aunque el canon estético de la belleza femenina puede variar, lo que no varía es el hecho de que siempre es impuesto. Este canon suele  propiciar la limitación de movimientos. Así los corsés de varillas metálicas para conseguir 40cms. de cintura en tiempos pasados, que cortaban la respiración, o  los tacones aguja y combinados con faldas «tubo» en épocas más recientes. Incluso en  la diferencia de calzado para niños y niñas puede percibirse ya: en los niños prima la comodidad y robustez que garantizan seguridad para correr, saltar… Las niñas se impone la estética delicada (las llamadas merceditas o lasbailarinas) sin cordones, de empeine escotado que dificultan las carreras y la rapidez de movimientos tan propios de la infancia.

Y es que la mujer es cosa en tanto que es o debe ser objeto sexual. La mujer es el objeto de deseo, la cosa deseada para el varón heterosexual.  La desea para disfrutar sexualmente de ella. Y para asegurarse ese disfrute instituye un modo de derecho de posesión, el  llamado débito conyugal, y  lo garantiza con el amparo de la institución matrimonial. Pero el acceso a la mujer como cosa sexualmente deseada  puede lograrlo tambien el varón mediante las transacciones comerciales en las que consiste la prostitución. En esa situación puede utilizar a la mujer-prostituta como explícita sirvienta sexual, como un objeto comprado o alquilado, con el fin de lograr placer. En  ocasiones, la situación de humillación en que se encuentra la mujer prostituida, la completa cosificación de su cuerpo  como obediente instrumento de placer y la subsiguiente deshumanización de la relación, no son ajenos  a la obtención del fin que el cliente /comprador  persigue. Como cosas, es decir en tanto que deshumanizadas, las mujeres son vendidas y compradas. Se trafica con ellas como con una mercancía. Se las explota económicamente, muchas veces son otros, en general hombres, quienes se lucran de ese comercio. Y los cliente que utilizan sus servicios no desconocen estas circunstancias. Pero la prostitución  se justifica y se pretende que es inevitable (legislaciones a discutir sobre ella aparte) porque las necesidades sexuales masculinas son consideradas no sólo respetables, sino sagradas.

Y, por antonomasia, el cuerpo de la mujer es el instrumento utilizable y utilizado para la generación de nuevas vidas. El modo de utilización por excelencia del cuerpo/cosa de la mujer es la maternidad impuesta. Se trata del modo tradicional de sometimiento de la mujer. Obligada a gestar, a parir y a criar a los hijos «que mande Dios». Puesto que  la religión,  y me voy a referir aquí fundamentalmente a los tres monoteísmos, legisla sobre el papel de la mujer en la procreación condenando el uso de métodos anticonceptivos  y sacralizando el sometimiento de la mujer, no sólo a los designios de una supuesta divinidad, sino a los de su dueño y señor en este mundo: su esposo. Patriarcado sobre patriarcado. En el mismo sentido va la prohibición del derecho a la interrupción voluntaria del embarazo. La mujer no tiene derecho a decidir. Su cuerpo no le pertenece.

Como nos recuerda Toni Martinez (en la web de La Marea el  12 de noviembre) el arzobispo de Granada,  Javier Martinez , que apoya la publicación del libro «Cásate y sé sumisa» de Constanza Miriano,  ya se hizo famoso por unas declaraciones contra el aborto en las  que venía a defender que si una mujer aborta, el varón puede abusar de ella: «el aborto da a los varones la licencia absoluta, sin límites, de abusar del cuerpo de la mujer» .  

A mi entender, lo que está  queriendo afirmar el obispo es que la mujer no es, en absoluto, dueña de su propio cuerpo. De modo que si decide interrumpir la gestación está actuando como si lo fuera y, en este caso, merece sufrir cuantos abusos quieran infligirle los varones, para que entienda que su cuerpo no le pertenece.

Además,  en tanto que pareja (novia, esposa, incluso amante) la mujer es propiedad del varón, una cosa más entre sus  propiedades.  Puede exhibirla y ufanarse de ella ante los otros varones, de la belleza cuyo uso y disfrute entiende que le pertenece en exclusiva. Hace ostentación del cuerpo de  «su» mujer y, en su caso,  de las joyas o ropajes caros con las que se adorna, del mismo modo que hace ostentación de un coche caro o de cualquier otra propiedad que muestra ante los demás como señal de poder. Pues, en tanto que cosa, su mujer puede ser considerada una propiedad más.

Esta concepción de la mujer como, cosa y no como persona, como objeto y no como sujeto  estaría también en el origen de la actitud podríamos decir algo  «pasiva» de la sociedad, y en la falta de una  reacción proporcionada, con honrosísimas excepciones, a la gravedad de los hechos  por parte de las  autoridades: policías, jueces… El trato que  a veces reciben  las mujeres que denuncian agresiones es, en ocasiones,  vejatorio, se desconfía de su testimonio o se argumenta que algo habrá hecho la mujer que «justifica» el maltrato que ha recibido.  No hay verdadero rechazo social del maltratador, no se le aísla . En muchos casos ni siquiera se le aleja  suficientemente de la víctima. Eso sí, en caso de resultado de muerte,  se aplaude al paso del féretro y, a veces, hasta se guarda un minuto de silencio.

Es aquí, en el hecho de que la mujer pueda ser considerada como propiedad de otro, donde encontramos la verdadera raíz de la justificación de la violencia contra la mujer: malos tratos, violaciones, asesinatos en manos de sus parejas, exparejas e incluso pretendientes rechazados. En otros tiempos, lugares o culturas, tambien en manos de padres, hermanos o de cualquier varón que pueda considerar dañado su «honor” por el comportamiento de una mujer de su familia.

En contraste con el avance que supone para los derechos de las mujeres, el reconocimiento judicial de violación dentro del matrimonio como delito en nuestra legislación, no es menos cierto que en nuestro país ha habido jueces que han llegado a justificar una  violación  por la  mera atracción que un varón  sienta ante una mujer que «va provocando»  por su vestimenta, por el lugar solitario o las horas en las que pasea a solas por determinados lugares.  Es lo que se conoce como desplazamiento de la culpa. Yo preferiría hablar de causa o de responsabilidad.  Se pretende que la supuesta culpa, y responsabilidad cierta, está en el objeto que atrae, no en quien se siente atraído.  La existencia de la mujer resulta ser un peligro, hace pecar o, en su caso, delinquir al varón. La mujer, su cuerpo,  resulta  así ser  un objeto pecaminoso, peligroso. Si atrae al hombre es culpa suya (de ella). De ahí la imposición  de ocultar su cuerpo con vestimentas especiales: velo, burka, cabeza cubierta,  «modestia” en el vestir, que es común a las tres religiones del libro. Y no sólo eso, en otras culturas a la mujer que ha sido víctima de una violación, incluso en los casos en que ha sido considerada botín de guerra y violada por el enemigo, se la considera culpable de causar el deshonor de su familia. Puede llegar a ser condenada a  muerte por lapidación, igual que si comete adulterio.

Voluntariamente o no, si mantiene relaciones sexuales  fuera del matrimonio la mujer está incurriendo en un delito. Porque, repito por enésima vez, su cuerpo no es suyo.  Puede aducirse que estos castigos y  estas situaciones  se dan en culturas aparentemente muy distintas a la nuestra pero,  en realidad,  lo que a estas subyace es un concepto de mujer que es esencialmente universal: la mujer es  objeto y no sujeto de pleno derecho, por eso, en realidad, su cuerpo no le pertenece y no se le reconoce derecho a decir libremente sobre él: ni sobre su sexualidad, ni sobre su aspecto, ni sobre sus actos. Ni siquiera su vida le pertenece. Cuando escribo este texto (14 noviembre 2013) ya han sido asesinadas 62 mujeres en España, en lo que va de año,  víctimas de crímenes de género.

Amparo Ariño Verdú, doctora en Filosofía por la Universidad de Valencia, gran mujer y generosa amiga, me envía este interesante artículo que comparto con mucho gusto como blog invitado

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