En uno de esos abundantes foros de la contumaz derecha nacional-católica “de toda la vida” – cuyo nombre no contribuiré yo a promocionar – leo que "la Iglesia ha pedido ayuda a la ONU para combatir el laicismo progresivo y el aumento de la intolerancia contra los cristianos, en el mundo en general y en Occidente en particular… La Santa Sede ha llevado al Consejo de Derechos Humanos de la ONU su preocupación".
El Diccionario de la RAE define el término “combatir” como “pelear, acometer, embestir, atacar, reprimir…” Y el verbo “pelear”, a su vez, se traduce como “batallar, combatir o contender con armas…”. Todo ello podría interpretarse simbólicamente, afirmando que con esas palabras sólo se desea subrayar la necesidad de ejercer una firme voluntad de oposición a algo. En este caso, oposición a la laicidad como principio político, que los jerarcas católicos gustan caracterizar como un “laicismo progresivo” que se da particularmente en Occidente. Pero uno no puede evitar recordar la relatividad polivalente de las interpretaciones simbólicas, ni olvidar los sangrientos ejemplos de lo que en la práctica han entendido siempre los buenos nacional-católicos por “combatir”.
Por otra parte, el presidente de la Conferencia Episcopal Española, cardenal Rouco, inaugurando el 20 de noviembre el XI Congreso “Católicos y Vida Pública”, proclamaba que "los políticos no pueden invadirlo todo" y se preguntaba, en un alarde de retórica cínica, "si puede haber soberanía que prescinda de la verdad ética y de la sociedad". Y, refiriéndose al aborto, reiteraba que el tratamiento del tema por las legislaciones europeas es muestra de su falta de respeto al derecho fundamental a la vida. Por todo ello, considera el señor Rouco que es "imperiosamente necesaria" la presencia de los católicos en la política.
Al parecer, no bastan los muchos partidos políticos cristiano-demócratas esparcidos por el orbe. No bastan, si esos partidos han de ajustarse a leyes constitucionales democráticas – plurales y respetuosas de las libertades de todos – no pudiendo manejar ni imponer directamente el concepto de “verdad ética” dogmatizado por la Iglesia Romana. Como la soberanía popular reside en Dios, según Rouco, y Dios está representado en España por la organización eclesiástica que él preside aquí, el derecho divino le autoriza a hacer lo que haga falta para imponerse a todos los niveles. Siguen siendo buenas todas las alianzas y medios que puedan coadyuvar a ese sagrado fin, en lo que ha sido siempre el más feroz contubernio real de la historia de España.
Pretender que el Consejo de Derechos Humanos de la ONU ayude a combatir la laicidad en cualquiera de sus estados-miembros, tachándola de “claro signo de intolerancia” contra los cristianos o contra las religiones en general, es una incongruencia que pone de relieve el grado de alejamiento de la realidad en el que se debate la Iglesia regida por Benedicto XVI. Los tiempos del césaro-papismo quedaron atrás y a ese Consejo no le está permitido suplantar a ninguna añorada Inquisición. Por el contrario, su misión ideal es procurar que los derechos humanos fundamentales sean los mismos para todos, protegidos en todas partes por encima de diferencias de cualquier orden, como lo son las religiosas. Pretender que la ONU ayude a combatir la neutralidad del estado respecto a las religiones, presentando esa neutralidad como una forma de intolerancia política, es un intento de malabarismo dialéctico impropio del siglo XXI, salvo en El Vaticano, La Meca o Jerusalén. Y estoy seguro de que tambien con objetores honrados en esos pagos.
El derecho de las personas (no solo el de los fetos) a la vida debe ser defendido oponiéndose tajantemente a la pena de muerte, en clara pugna con lo que enseñan los “libros sagrados” tradicionales y las prácticas avaladas por El Vaticano, La Meca y Jerusalén. Hablar de caridad y de amor al prójimo, condenando a muerte a quien se desmande y bendiciendo luchas armadas contra esto o aquello, es realmente patético. El respeto a la vida personal habría de ser el primero de los referentes morales a considerar cuando se afirma que la vida social necesita afianzarse en determinados principios éticos orientadores. Algo con lo que estamos de acuerdo casi todos, incluídos quienes no profesamos religión alguna.
Cardenal Rouco y compañía: afirmar, a estas alturas, que los católicos deben intervenir en la vida política española es un síntoma más del cinismo que les caracteriza a Uds. No han dejado de intervenir en ella en ningún momento, desde hace siglos. Echen Uds. un vistazo al panorama actual y convénzase de que no se puede ir mucho más allá.
Otrosí: ni su sección del cristianismo, ni ninguna de las abundantes organizaciones religiosas, filosóficas o políticas existentes en el mundo han podido mantener el imperio de determinadas “verdades éticas” por tiempo indefinido. Los humanos somos animales morales, con un conjunto de respuestas personales posibles que funcionan como normas a seguir ante diversos estímulos. Ha de ser su inteligencia la que les haga seleccionar lo que es “bueno” y lo que es “mejor”, en cada caso, según el conjunto de referencias de que dispongan. Eso lo han sabido Uds. siempre y por ello se resisten a perder terreno en el adiestramiento de las nuevas generaciones. Pero lo están haciendo muy mal…
Amando Hurtado es escritor y licenciado en Derecho