El Estado de Israel se debate en su sesenta aniversario entre el laicismo que predominaba en sus orígenes y el creciente integrismo religioso que se registra en el llamado “hogar nacional” del pueblo judío.
El Israel del siglo XXI ha cambiado mucho de aquel incipiente estado forjado por agricultores y pioneros en armas. Hoy dos claras fuerzas sociales contrapuestas luchan por no verse despojados de sus derechos a cuenta de cederlos al otro: seculares versus religiosos.
En ciudades como Jerusalén el aumento en las últimas décadas de la población religiosa es abrumadora, mientras que la mayoría de los jóvenes laicos abandonan la Ciudad Santa para radicarse en Tel Aviv u otras ciudades más modernas y cosmopolitas.
Pese a que la ortodoxia judía domina buena parte de la legislación civil, las recientes leyes que permiten la venta de productos con levadura durante la Pascua hebrea, o la adopción por parte de homosexuales, parecen abrir poco a poco el camino a una sociedad que se dice mayoritariamente secular, moderna y liberal.
Desde su establecimiento en 1948, Israel fue concebido como un estado judío con ánimo de ser "una nación independiente, defensa y refugio del Judaísmo en todo el mundo", manifestó recientemente el actual primer ministro israelí, Ehud Olmert.
Pese a que en este país residen minorías étnicas, nacionales y religiosas desligadas del judaísmo, la misma naturaleza del estado viene a cristalizar el concepto de "crisol de diásporas", que inspiró el regreso de individuos y grupos judíos a la que consideran su patria ancestral después de 2.000 años de exilio.
El movimiento sionista, fundado en el silo XIX, transformó ese concepto en un modo de vida, y el Estado de Israel lo tradujo en políticas, otorgándole la ciudadanía a todo judío que decidiera establecerse en el país según una ley de 1950, y sentando las bases para el dominio de la ortodoxia religiosa judía en la vida civil.
Así, las primeras elecciones al Parlamento israelí (Kneset) de enero de 1949 propiciaron un "estatus quo", que ha fijado el patrón de convivencia entre los sectores laicos y religiosos posteriores.
El entonces primer ministro, David Ben Gurión, al frente de una coalición de izquierdas, necesitó el apoyo de los partidos religiosos para formar su gobierno, lo que significó aceptar leyes para imponer la observancia religiosa y dar privilegios especiales a la comunidad ultra-ortodoxa o Haredí.
Entre estas leyes figuran la polémica exención del servicio militar a todos los escolares religiosos que acudieran a las escuelas rabínicas o "yeshivá", que sigue vigente hoy en día.
También el shabat (sábado) y todas las festividades judías han sido instituidas como fiestas nacionales y son celebradas y observadas por la población judía en mayor o menor medida.
Gran parte de las normas que dictan el comportamiento de la sociedad civil, como el matrimonio, divorcio, entierros, venta de productos alimenticios que no siguen las normas judías o "Kashrut", son un ejemplo más de que no existe una clara separación entre religión y estado.
Pese a que durante los primeros años los ultra-ortodoxos se mostraban recelosos del Estado -pues consideraban que sólo con la llegada del Mesías habría una legítima soberanía judía en la bíblica Tierra de Israel-, en las últimas décadas cada vez muestran más interés en la política.
Es el caso del partido ortodoxo sefardí Shas, que forma parte de la actual coalición de gobierno, y que desde los años noventa ha experimentado un aumento de su representación parlamentaria.
Las oleadas de inmigración de distintos países, cada una con sus trasfondos étnicos, comunitarios, religiosos, culturales y sociales también han acusado las diferencias sociales y provocado que las diferencias entre seculares, conservadores, observantes y ultra-ortodoxos no siempre estén claramente definidas.
Si la ortodoxia se determina por el grado de adherencia a las leyes y prácticas religiosas judías, entonces el 20 por ciento de la población cumple todos los preceptos religiosos, mientras que el 60 por ciento cumple con alguna combinación de estas leyes y un 20 por ciento es básicamente no observante, según las estadísticas.
De sus 7 millones de habitantes, el 76,2 por ciento son judíos, alrededor del 20 por ciento son árabes (la mayoría musulmanes) y apenas el 4,3 por ciento restante está formado por drusos, circasianos y otras minorías, no clasificadas por religión.