Una joven, madre de cuatro hijos y embarazada de 11 semanas, ingresó en el hospital St. Joseph de Phoenix. Padecía una grave enfermedad que obligaba a los médicos a tomar una decisión urgente: elegir entre la vida del feto o la de la madre. Se optó por interrumpir el embarazo tras consultar con la paciente y su familia. La última palabra la tuvo la hermana Margaret, una monja que lleva trabajando en este hospital durante décadas y que en ese momento (hace apenas un mes) era vicepresidenta del centro. Prevaleció la lógica: dejar huérfanos a cuatro niños era más cruel que perder a uno no nacido. Este caso llegó a oídos del obispo de Phoenix, y las autoridades católicas, con expeditiva rapidez, excomulgaron a la monja. Varios factores han confluido para que este asunto haya generado un debate en la opinión pública: el prestigio de persona entregada a los enfermos del que gozaba la monja (es llamada "la monja santa") y la reacción de creyentes que no entienden cómo una Iglesia a la que le está costando tanto reaccionar ante la evidencia de los abusos a menores, excomulga a una servidora que se decantó por el menor de los males posibles. No parece que se haya retirado la comunión a muchos de los curas acusados de vulnerar la inocencia infantil. Es evidente que la Iglesia siempre ha tenido un conflicto con la aceptación de las mujeres en su seno.
Asombra que este no sea un debate que se abra paso con serenidad en la prensa española. Lo hace, eso sí, en la internacional, en la de carácter conservador incluso, que no se siente tan estrechamente ligada a una iglesia en concreto. No es raro leer estos días una seria advertencia: si la jerarquía católica no actúa con firmeza ante los abusos y no normaliza la naturaleza de sus predicadores va a tenerlo difícil en unos tiempos en que las religiones se pueden elegir por catálogo.