La Iglesia Católica no ha evolucionado al mismo ritmo que mi pensamiento. En mi niñez y adolescencia, allá por los años cincuenta, yo veía con satisfacción -circunstancias familiares y educacionales obligaban- que el Papa Pío XII apoyase a quien había salvado a España de las garras del comunismo, que la doctrina católica determinase los contenidos del Boletín Oficial del Estado (BOE), que obispos y demás jerarquía eclesiástica hiciesen el saludo fascista en los eventos oficiales, que rezasen en las misas por el “caudillo Francisco” y que le sacaran de paseo bajo palio; pues no en balde era “Caudillo por la Gracia de Dios” y había salido victorioso de la “Cruzada de Liberación”.
No obstante, cuando en la siguiente década fui a la Universidad, me percaté de que no era oro todo lo que relucía. El régimen que dirigía el “generalísimo” era extremadamente reacio a reconocer los derechos y las libertades más básicas y esenciales de los ciudadanos, imponía desde el poder una sola forma de entender la política, la moral e, incluso, el comportamiento social y que a los insumisos de esta única conducta se les perseguía o, en el mejor de los casos, se les marginaba, pero que, a pesar de todo ello, la Iglesia Católica seguía apoyando este despótico régimen, continuaba haciendo el saludo fascista, persistía en rezar por el dictador en sus misas o se empecinaba en pasearlo bajo palio; y que lo dejó de hacer, solamente, tras la muerte del tirano.
Una vez medio asentado el nuevo sistema democrático, pensé que, por fin, había llegado la hora del reconocimiento de los valores ciudadanos tan largamente proscritos; pero la cuestión no iba a ser sencilla. La resistencia de la Iglesia Católica fue, y sigue siendo, feroz. Púlpitos, confesionarios, privilegiadas tribunas usurpadas durante excesivo tiempo, medios de comunicación propios y afines, todos estos instrumentos y algunos más que quedarán con seguridad en el tintero, han sido y son utilizados con el propósito de que los ciudadanos no puedan conseguir -quizás sea más propio decir conquistar- algo tan esencial como es el ejercicio de sus derechos y libertades.
Cito, como botones de muestra, el divorcio, el uso del preservativo, la interrupción del embarazo, el matrimonio entre personas del mismo sexo o la investigación con embriones y células madre. Todas ellas cuestiones sobre las que la Iglesia puede adoctrinar libremente a sus fieles para que se conduzcan en el sentido que crean por conveniente; pero esta ascendencia sobre su clientela no persuade a los dirigentes eclesiásticos del deseo de imponer, también a los demás, su propia doctrina, sus peculiares enseñanzas y sus dogmáticas creencias. Han sido demasiados años otorgando el “nihil obstat” al BOE y, esta excepcional prerrogativa, crea dependencia.
Aún recuerdo con cierta inquietud, por lo que significaba de primera conquista notable de nuestros derechos, las beligerantes concentraciones que, a finales de los setenta, se realizaban en contra de la Ley del divorcio que se tramitaba en el Congreso de los Diputados y que, finalmente, se aprobó en junio de 1981.
¡Y que decir de las más recientes manifestaciones, casi carnavalescas, de los políticos populares yendo de la manita de la cavernícola curia que, vestida con sus mejores galas, se expresaban violentamente contra el matrimonio homosexual o la nueva Ley del aborto, profiriendo gritos de “degenerados” y “asesinos” contra los que, haciendo uso de las leyes emanadas del Parlamento, se casan o abortan cumpliendo con las condiciones en ellas establecidas!
Pues bien, ahora sale el Papa Ratzinger y, en unas declaraciones realizadas este jueves en el Vaticano ante un grupo de obispos brasileños, no se le ocurre otra cosa que exigir “la presencia de Dios en la vida política”. Pero, hombre de dios, representante del todopoderoso y vicario de cristo, ¿cuándo ha estado la Iglesia Católica alejada del devenir político, social, cultural e, incluso, económico de nuestro país o del mundo occidental, salvo con alguna honrosa excepción?
Esto nos ocurre por ser tan condescendientes o tan acojonados -que no encuentro otra palabra que exprese mejor la idea-. Así que ¿para cuándo la absoluta y radical independencia de las religiones -todas- del Estado? ¿no va siendo ya hora después de siglos de dominación de las mentes por la ignorancia, la irracionalidad, la intransigencia y el dogmatismo?
Que no se demore por más tiempo ¡LAICISMO, YA!
Gerardo Rivas Rico es Licenciado en Ciencias Económicas