Comparto con ustedes, amables lectores, mi participación en el “IV Seminario Latinoamericano de Laicismo”, celebrado en la Ciudad de México el 5 de octubre de 2007, con la ponencia ”Laicismo y religión: el caso de la Iglesia católica”. Considero que muchas de las inquietudes y planteamientos de entonces, siguen cobrando vigencia en estos días; por tal razón, consideré insertar dicha participación en este espacio. Espero que esta lectura resulte de su interés.
El pasado 4 de octubre de 2007, el enviado papal, Domenique Mamberti, exigió al presidente Calderón “una plena garantía de libertad religiosa” y la supresión de “equívocos en las normas vigentes de nuestro país”.[1] Es evidente que ante tales declaraciones, la presión ejercida por el Vaticano para que en México se retorne a un modelo confesional es cada día más persistente: la jerarquía católica pretende recuperar los privilegios y canonjías perdidos durante la Reforma del siglo XIX, en lo que se percibe como una revancha histórica.
Ante tal intromisión en los asuntos internos del país, lo cual constituye una flagrante violación a nuestra Constitución política y un desafío al Estado laico, es inadmisible que el Gobierno federal permanezca pasivo ante las declaraciones del legado papal. La Secretaría de Gobernación, por su parte, debería hacer un apercibimiento o aplicar la sanción correspondiente al citado prelado. La consigna de presionar al jefe del Ejecutivo para que éste quebrante el principio histórico de la separación del Estado y las Iglesias y asigne privilegios y poder indebidos a la jerarquía católica es un asunto que no se debe perder de vista.
Este caso, por citar un ejemplo, forma parte de los embates y ataques sistemáticos que la jerarquía católica mexicana lanza, bajo consigna papal, al Estado laico. Esta cruzada, acompañada de sus aliados naturales, se desarrolla bajo la complacencia del Ejecutivo federal y de un número importante de legisladores federales y locales. En este contexto, conviene hacer un recuento histórico del papel que dicha asociación religiosa ha jugado en nuestro país desde la Conquista hasta la época contemporánea.
Recuento histórico
En lo que se refiere a la “conquista espiritual”, término acuñado por Robert Ricard, encontramos, por citar un ejemplo, que fray Domingo de Betanzos, por el año 1533, negó la racionalidad de los indios, señalando que “no tenían capacidad para entender las cosas de la fe”.[2] Durante el siglo XVI, hubo tres concilios en México y algunos congresos teológicos en los que se “discutía” si el indígena era un ser humano y si existía la posibilidad de que éste estuviera dotado de razón o debería tratársele como bestia. Los franciscanos, por su lado, sostenían “que los indios no tenían alma y, por lo tanto, no eran aptos para la recepción de los sacramentos”. [3]
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Cuando las colonias americanas de España y Portugal empezaron a luchar por su independencia, la Iglesia católica reforzó su tradicional alianza con la potencia dominadora. El papa Pío VII, en su encíclica Etsi longissimo, del 30 de enero de 1810, condenó los intentos de emancipación: en todas las colonias de América Latina, se opuso oficialmente a la Independencia nacional.
Las épocas en que la Iglesia católica tuvo el poder, no fueron las épocas de la abolición de la esclavitud. Contra toda su voluntad y contra todos sus empeños, vio nacer las nuevas naciones; en México, luchó al lado de los españoles y en contra de las aspiraciones libertarias: condenó a los insurgentes y aplicó juicio inquisitorial a los sacerdotes que simpatizaban con la Independencia.
Hidalgo y Morelos murieron excomulgados por la Iglesia católica, quien celebraba misas con Te Deum las victorias de los realistas, y negaba la absolución a todo aquel que luchaba o simpatizaba con la idea de libertad. [4]
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En la invasión de los Estados Unidos a México, en 1847, el clero apoyó tal invasión, anteponiendo sus intereses políticos, religiosos y económicos, al bien común de nuestra nación.
Décadas después de consumada la Independencia, el clero mexicano declaró una cruzada en contra de la Constitución de 1857, la cual sentaba las bases del carácter laico del Estado, garantizaba la libertad de creencias y acotaba boatos y privilegios para la casta eclesiástica.
El Primado de México, arzobispo Lázaro de la Garza, advirtió a todo funcionario público que jurara la nueva Constitución, se le negarían los sacramentos y recaería sobre ellos la excomunión ipso facto. No conforme con esta medida, en diversas parroquias se incitó al pueblo a la rebelión, en donde hubo levantamientos patrocinados personalmente por sacerdotes, principalmente en México y Michoacán, cometiéndose toda clase de crímenes en contra de particulares y de las autoridades. [5]
La guerra de tres años (1857-1860) fue también una guerra de religión, y tal revuelta se continuó hasta la caída de Maximiliano. Cuando en 1861 los franceses invadieron México para poner a Maximiliano como Emperador, la jerarquía eclesiástica los recibió como liberadores: el clero de Puebla salió a recibir al ejército extranjero con un Te Deum, dando la bienvenida al comandante francés Forey y a los mexicanos traidores.[6]
El presidente Benito Juárez, al enfrentar los embates de la reacción, creó el Estado nacional en contra las maldiciones, las injurias y el odio del clero de la época: al triunfo de la República, procede a la nacionalización y expropiación de los bienes acumulados por la Iglesia católica durante siglos y la desplaza, sin dilaciones, del poder temporal.
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En la Revolución Mexicana de 1910, la Iglesia católica se alineó con el dictador Victoriano Huerta, autor o cómplice en el asesinato del presidente Madero. Después de este intento fallido, donde la institución religiosa apostó al perdedor, sobrevino un episodio sangriento en la historia de nuestro país: la desobediencia religiosa que, con las armas en la mano, enfrentó al Estado a partir de 1926. Esta revuelta, de tintes religiosos, conocida como la cristiada o guerra cristera, tuvo como antecedente los enfrentamientos que la jerarquía promovió contra el gobierno desde las últimas décadas del siglo XIX, como reacción contra las leyes de Reforma.
En 1926, el Comité Episcopal desconoció la constitución de 1917, que refrendaba los principios de la separación entre el Estado y las Iglesias y anunció el firme propósito de “combatirla” sin reparar en los medios para lograrlo. El papa Pío IX, en su encíclica Iniquis Aflistique (18 de noviembre de 1926), cap. II, n. 15, aprobó, bendijo y alentó, con ”bendición apostólica” , la defensa armada en este conflicto. [7]
El Episcopado mexicano, en fechas recientes, trabaja en la “reivindicación histórica” de la citada rebelión cristera. El primer paso, fue la reciente beatificación de los jefes e ideólogos del movimiento cristero en sus inicios -Anacleto González Flores y Miguel Gómez Loza, entre otros-, en donde se dio muerte a decenas de miles de mexicanos y momentos de barbarie como el asalto de un tren de pasajeros en Ocotlán, cerca de Guadalajara, el 19 de abril de 1927, en que decenas de civiles fueron asesinados y el convoy saqueado e incendiado por los nada piadosos cristeros.
La jerarquía católica olvida, a conveniencia, que en nombre de Cristo se encabezaron y promovieron las Cruzadas y las guerras de religión, y que con la presencia eclesial se han justificado dictaduras, como el caso de Argentina y otros países de Sudamérica. Mauro Rodríguez, en su libro El miedo a la verdad, escribe, sin ambages, que “los pueblos no tienen memoria […] La fuerza del clero es la poca memoria de los pueblos”.[8]
La nueva cruzada de la Iglesia católica
La actual cruzada de la Iglesia católica, petende resquebrajar las libertades del pueblo mexicano, el cual es plural y diverso. La Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM), insiste en modificar el artículo 24 constitucional, en donde se suprimiría el concepto de “libertad de creencias”, por el de “libertad religiosa”. Este cambio conceptual, sin embargo, gira en torno a la enseñanza católica en las escuelas públicas y no en la libertad de profesar el credo que cada uno juzgue conveniente.
La CEM, a través de un pliego petitorio, busca reivindicar sus antiguos privilegios, presionando a los poderes ejecutivo y legislativo para impulsar sus proyectos:
- Borrar todo concepto de laicidad de la Constitución Política, al pretender que la educación que imparte el Estado deje de ser laica.
- Proponer que el Estado provea educación religiosa en las escuelas públicas.
- La permisión e injerencia de la Iglesia católica en asuntos políticos, incluyendo el que sus ministros puedan ser votados.
- Poseer y controlar directamente medios de comunicación electrónicos
- Oficializar la injerencia del clero en el ejército, mediante el reconocimiento de las llamadas capellanías militares…
Ante tales pretensiones, el columnista Octavio Rodríguez Araujo señala que la estrategia del Episcopado mexicano “es terminar, poco a poco y pacientemente, con el Estado laico y acabar de una vez por todas con la separación de la Iglesia y el Estado para convertirla en una unidad y hacerla depender de otro Estado disfrazado de autoridad religiosa: el Estado Vaticano”. [9]
Al insistir en que la educación pública deje de ser laica, lo que pretende la CEM es trasladar el culto, la instrucción religiosa y el confesionario a las aulas, ante su evidente fracaso en el terreno de la catequesis en nuestro país y la consiguiente desbandada religiosa; esto, en un país que, paradójicamente, se autoproclama como el principal bastión del catolicismo para el Estado Vaticano.
Financiamiento estatal para actividades religiosas
Para nadie es un secreto la connivencia de la Iglesia católica con el presidente Felipe Calderón; ante tal coyuntura, la CEM y el “Colegio de Abogados Católicos” (CAC) –actual fachada del arzobispado de México–, subestiman el carácter laico del Estado, al exigir que el Gobierno federal financie e impulse la agenda vaticana en nuestro país. Esta pretensión, de suyo, es preocupante y no debe perderse de vista.
Una de las exigencias del CAC a los diputados federales, es “que el gobierno destine a la Iglesia católica una parte de la recaudación fiscal para su financiamiento […] Y que un porcentaje de los impuestos que recauda el Estado se destinen a las arcas de la Iglesia”. [10]
Armando Martínez, presidente del CAC, señaló que “sería una pequeña proporción de los impuestos que se pagan al fisco los que irían a las arcas de la Iglesia…”.[11] Con estas declaraciones, la jerarquía católica tiene como objetivo, dentro de su agenda política, el percibir para sus arcas una especie de “diezmo” con la intermediación del Estado. Pretende, en la práctica, que todos los mexicanos (católicos y no católicos), destinemos una parte de nuestros impuestos para solventar las actividades materiales de dicha asociación religiosa, sin excluir el pago de honorarios a sus ministros y a la burocracia eclesiástica adyacente, contrucción de seminarios, templos y capillas y el respectivo mantenimiento de sus inmuebles.
Pena ajena, por decir lo menos, provocan estos despropósitos. El escenario que plantea la CEM, es impensable en una sociedad democrática, laica, plural y secularizada como la nuestra; sólo a través de una campaña de desinformación, como actualmente se percibe, se puede apostar a la desmemoria histórica de los mexicanos.
La CEM, en otras palabras, pretende que el Estado se convierta en su brazo secular para que recoja impuestos de los ciudadanos y los entregue a sus arcas, con el fin de enriquecer aún más su estructura eclesiástica y tener mayor poder e influencia política en nuestro país. El escenario anterior, representa la virtual restauración del diezmo eclesiástico (obligatorio) a través del uso del Estado. Los contribuyentes, católicos y no católicos, engrosaríamos los ingresos a las arcas de la citada asociación religosa sin nuestro consentimiento…
¿Restauración del diezmo católico?
El pago del diezmo obligatorio a la jerarquía eclesiástica floreció durante la Edad Media, ocupando el primer puesto en las rentas eclesiásticas y la principal fuente de ingreso clerical.
En el siglo IX, los concilios regionales extendieron el diezmo a toda clase de rentas, sin reducirlo a los productos agrícolas. Los fieles católicos, por temor a la excomunión, entregaban sus diezmos a los santuarios y a los clérigos. Todo mundo estaba obligado a pagar dicho arancel, dando la décima parte de sus frutos y sus ganados.
El papa Inocencio III, en el año 1215 determinó obligatorio el pago del diezmo en todas las diócesis. El Concilio de Trento (sesión 25, Capítulo XII), estipuló que “todo el que deja de pagar el diezmo, los que lo impidan o lo sustraigan, cometen pecado mortal, incurren en excomunión de la que no pueden ser absueltos si no satisfacen o dan grandes garantías de ello, quedando privados de sepultura eclesiástica”. [12]
En México, el clero secular, los obispos y canónigos vivían principalmente de los diezmos y las primicias. La Iglesia institucional acabó por absorber casi toda la propiedad de la Nueva España, arruinando la agricultura, la industria y el comercio.
Melchor Ocampo, reconocido liberal mexicano, denunció que la jerarquía eclesiástica, durante la Colonia, impuso los diezmos parroquiales “para esclavizar por deudas impagables a los campesinos”; “La pesada contribución del diezmo -escribiría Abad y Queipo- no dejaba respirar al labrador”. Cabe destacar, que la Iglesia católica tenía en sus juzgados de capellanías un banco hipotecario, que prestaba a terratenientes, tanto urbanos como rústicos, al 5 y 6% de interés anual.
Al finalizar el siglo XVIII, el Iglesia católica era dueña de la mitad de los bienes raíces y tierras del país y tenía hipotecados muchos otros más, teniendo fama de explotar a sus trabajadores. Para esta época, la legislación eclesiástica establecía el cobro forzoso del diezmo, los legados testamentarios, los bienes de capellanías, cofradías, obras pías y dotes monásticas, entre otros conceptos, que hacían de la institución religiosa el principal propietario de la Nueva España.
Francisco Martín Moreno, en su libro “México ante Dios”, destaca que “la jerarquía eclesiástica acaparó la riqueza durante más de tres siglos […] Impidió la alfabetización de las masas y concentró la educación en los privilegiados […] Detentaba más del cincuenta por ciento de la propiedad inmobiliaria del país y tenía bancos, hipotecarias, policía secreta y cárceles clandestinas. Gozaba de exenciones fiscales, cobraba diezmos apoyándose en la fuerza pública y financió guerras, como la de Reforma…”.[13]
El pago forzoso del diezmo, finalmente, fue abolido a partir de las Leyes de Reforma y erradicado definitivamente de nuestro país, a raíz del principio histórico de la separación del Estado y las Iglesias, impulsada por el presidente Benito Juárez, quien dejó sentadas las bases del Estado laico en México.[14]
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La añoranza de la jerarquía católica por recuperar y ampliar sus antiguos privilegios no cederá jamás. A su interior, por citar un ejemplo, impulsa el establecimiento del diezmo parroquial obligatorio. El cardenal Norberto Rivera Carrera, arzobispo primado de México, es uno de los más férreos impulsores de la recaudación de dicho impuesto dentro de su arquidiócesis.
En diciembre de 1996, el cardenal Rivera estableció un decreto, con carácter de obligatorio, en donde fijaba el pago de diezmos: “A partir del 1 de enero de 1997, todas las parroquias, capillas y rectorías del Distrito Federal (que suman más de mil), deberán entregar el 10% de sus ingresos brutos mensuales a la arquidiócesis de México”. [15] Enrique García, ecónomo de la citada arquidiócesis, amenazó “que los sacerdotes que no proporcionen diezmos podrían ser destituidos de sus cargos eclesiásticos”. [16]
El referido decreto, cabe recordarlo, se fijó a menos de un año de que el abad de la Basílica de Guadalupe, Guillermo Schulenburg, fuera acusado por personajes y medios cercanos a Rivera de no ser creyente en las apariciones de la virgen de Guadalupe. Norberto Rivera se presentó entonces ante la opinión pública como el gran “defensor” de las apariciones de la virgen y de Juan Diego. A la postre, Schulenburg dejó el cargo mientras que la Basílica, con sus millonarios recursos, pasó a depender de Rivera.
En términos generales, el pago del diezmo eclesiástico opera en las 18 arquidiócesis y 65 diócesis católicas del país, de acuerdo a los planes diocesanos de pastoral y las normas arancelarias vigentes. Mención aparte, se debe añadir que las arcas diocesanas reciben otro tipo de ingresos: los donativos y colectas o por concepto del óbolo de San Pedro, que se envían anualmente al Vaticano, las limosnas para los seminarios, la catequesis, las misiones, Universidad Pontifica de México, construcciones, etcétera.
Falta de transparencia en las finanzas eclesiásticas
En el terreno de las finanzas eclesiásticas, la jerarquía católica es ajena a la transparecia y a presentar informes sobre el manejo de recursos ante su feligresía. ¿A quién rinden cuentas las diócesis católicas de las millonarias cantidades de dinero que ingresan a sus arcas por diferentes conceptos?
La población católica practicante (conformada por el 7.2 % de los bautizados, de acuerdo a recientes estudios), desconoce prácticamente cuál es el estado de las finanzas eclesiásticas, ignorando cuánto dinero se recauda en las arcas, qué se hace con él, a donde va a parar, y quien resulta beneficiado con dichos ingresos.
Se tiene que llegar a situaciones dolorosas para conocer, aunque de manera críptica, los movimientos financieros eclesiásticos en algunas diócesis del mundo. Por ejemplo, se sabe ahora que en Estados Unidos, en la última década, la Iglesia católica ha pagado cerca de 1, 200 millones de dólares por concepto de indemnización a víctimas de abuso sexual por parte de sacerdotes y que dicho dinero ha salido de sus copiosas arcas. Algunas diócesis, ante los escándalos sexuales del clero, se han declarado en banca rota…
Se sabe también, por testimonios de religiosos, de la existencia de ingresos de dudosa procedencia a las arcas diocesanas, tal como lo señaló en su momento el sacerdote Raúl Soto, canónigo de la Basílica de Guadalupe, al referir “que más mexicanos deberían seguir el ejemplo de los narcotraficantes Rafael Caro Quintero y Amado Carrillo, que entregaron varias donaciones millonarias a la Iglesia”.[17]
Por su lado, el extinto obispo de Aguascalientes, monseñor Ramón Godínez, admitió que a la Iglesia católica llegan limosnas del narcotráfico, “pero que se purifican al entrar a ella”. [18]
La sociedad mexicana, ante tales sucesos, no sólo ve con desconfianza la propuesta de la jerarquía católica en torno al pretendido financiamiento, vía impuestos, sino que se pronuncia por un rechazo absoluto ante tal despropósito; y es que del dinero de los impuestos, de acuerdo a estudiosos del tema, habría partidas para gastos imprevistos, entre los cuales estarían las indemnizaciones para las víctimas de abuso sexual perpetradas por clérigos y el pago de abogados para la defensa jurídica de los religiosos. El dinero que es destinado para la asistencia social, no debe ser desviado para otros conceptos.
Mientras doy lectura a esta ponencia, la intransigencia del clero mexicano no descansa; sigue arremetiendo en contra del Estado laico, el que surge de las Leyes de Reforma, y pugna por un modelo confesional de país que, por fortuna, ha sido superado. La ambición por el poder político por parte de la jerarquía católica, por lo que se puede apreciar, es ilimitada.
Conclusiones
La auténtica libertad religiosa, sin duda alguna, está garantizada por un Estado laico; éste no es antireligioso, sino que defiende la libertad de creencias al acotar privilegios indebidos. México es un país plural, en todos los órdenes, y el mito de un monopolio religioso ha sido derruido.
En un Estado laico no puede haber privilegios para ninguna religión, asi como imposiciones de ninguna creencia moral o religiosa.
En un Estado laico se respeta a todas las religiones y creencias por igual, contrarrestando con ello la discriminación.
Un Estado laico no puede identificarse con ninguna religión en particular.
En un Estado Laico no debe existir tolerancia; debe haber respeto absoluto.
En un Estado Laico no hay preferencia a las mayorías, hay trato igualitario.
En un Estado Laico hay respeto a las minorías.
En un Estado Laico se vive en medio de todas las diferencias.
En un Estado Laico no se enseña religión en las escuelas, esta se enseña en los templos.
Ante este panorama, es importante, hoy más que nunca, el enorme valor político de preservar el Estado laico en México.
Notas:
[1] Reforma, 5 de octubre de 2007.
[2] Mariano Cuevas, Historia de la Iglesia en México, Tomo I, p. 254.
[3] Vicente Rivapalacio, México a través de los Siglos, Tomo II, p. 276.
[4] Harvey Rosenhouse, “La Iglesia católica en México”, en TIME, vol. 18, 2 de octubre de 1962, p. 28.
[5] Emilio Portes Gil, La Lucha Entre el Poder Civil y el Clero, p. 73.
[6] Alfonso Toro, La Iglesia y el Estado en México, p. 308.
[7] Laura Campos Jiménez, Los Nuevos Beatos Cristeros. Crónica de una Guerra Santa en México, 2006
[8] Mauro Rodríguez Estrada, El Miedo a la Verdad, Pax, México, 1999, p. 81
[9] Octavio Rodríguez Araujo, “Las intenciones de la Iglesia católica”, en La Jornada, 12 de julio de 2007.
[10] Proceso, 15 de julio de 2007.
[11] Ídem.
[12] Enrique Denzinger, El Magisterio de la Iglesia, Herder, 1963.
[13] Francisco Martin Moreno, México ante Dios, Alfaguara, 2006.
[14] cf. Robert J. Knowlton, Los bienes del clero y la Reforma mexicana, 1856-1910, FCE, 1995.
[15] Reforma, 16 de diciembre de 1996.
[16] Ídem.
[17] La Jornada, 20 de septiembre de 1997.
[18] Reforma, 20 de septiembre, de 2005