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La mala confesión de la Iglesia

La Iglesia católica afronta una crisis moral que está haciendo temblar los que hasta ayer parecían invulnerables cimientos. Su pésima gestión desde la jerarquía eclesiástica puede precipitar el derrumbe. La ventolera de los abusos pederastas y su nada piadoso encubrimiento podrían acabar llevándose por delante la institución que ha resistido 2.000 años de fanatismo, persecuciones, guerras, pestes, maldiciones, codicia y escándalos. Algo que seguramente evitará si sigue los pasos que cualquier cura de a pie aconseja para una buena confesión.
Se empieza por un sincero examen de conciencia. Discutir la gravedad de los hechos conduce al desastre. Las evidencias acreditan una práctica violenta y en muchos casos sistemática, organizada y sostenida en el tiempo. Enrocarse en la rutina del encubrimiento, el silencio y la autocompasión acreditada por obispos y cardenales solo asegura una larga agonía, más propia de un mal serial al que guionistas y patrocinadores no supieran cómo poner fin.
Reconocidos los pecados, viene el dolor de corazón. Ha de ser honesto y sentido. Comparar la pederastia con el terrorismo o el encubrimiento eclesiástico con la violencia familiar no es un buen principio. De nada sirven las disculpas. Lo que cuenta es el propósito de enmienda. A la Iglesia parece faltarle mientras demuestra su poca empatía y su escasa piedad hacia las víctimas. A la Curia y al propio Benedicto XVI semeja preocuparles más concederse la absolución a sí mismos lo antes posible, que enmendarse reparando el ingente daño causado.
Finalmente ha de cumplirse la penitencia, dar satisfacción de palabra y obra a los ofendidos. El Vaticano no está resultando ni siquiera un penitente ejemplar. En su descargo alega ahora verse sometido a un incesante fuego a discreción de rumores y mentiras. No van a parar hasta incriminar al Santo Padre, proclaman. No les falta razón. Pero semejante campaña se nutre de la falta de claridad y firmeza acreditada por el Papa. La opacidad y la persistencia en el error de aguantar y ver si todo se olvida alimentan las murmuraciones, no al revés.

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