"Dios es el silencio del universo, y el ser humano el grito que da sentido a ese silencio". Esta definición de Saramago es la más bella que nunca haya leído o escuchado. Merecería aparecer entre las veinticuatro definiciones -con ella, veinticinco- de otros tantos sabios reunidos en un Simposio que recoge el Libro de los 24 filósofos (Siruela, Madrid, 2000), cuyo contenido fue objeto de un amplio debate entre filósofos y teólogos durante la Edad Media. Para un teólogo dogmático, definir a Dios como silencio del universo quizá sea decir poco. Para un teólogo heterodoxo como yo, seguidor de las místicas y los místicos judíos, cristianos, musulmanes y laicos, es más que suficiente. Decir más sería una falta de respeto para con Dios, se crea o no en su existencia. "Si comprendes -decía Agustín de Hipona- no es Dios".
Saramago compartió con Nietzsche la parábola de Zaratustra y el apólogo del Loco sobre la muerte de Dios y quizá pudiera poner su rúbrica bajo dos de las afirmaciones nietzschianas más provocativas: "Dios es nuestra más larga mentira" y "mejor ningún dios, mejor construirse cada uno su destino". Quizá coincida también con Ernst Bloch en que "lo mejor de la religión es que crea herejes" y en que "sólo un buen ateo puede ser un bueno cristiano, sólo un cristiano puede ser un buen ateo". Su vida y su obra fueron una lucha titánica con Dios a brazo partido que terminó en tablas, sin vencedor ni vencido.
En su novela Caín recrea la imagen violenta y sanguinaria del Dios de la Biblia judía, "uno de los libros más llenos de sangre de la literatura mundial", al decir de Norbert Lohfink, uno de los más prestigiosos biblistas del siglo XX. Imagen que continúa en algunos textos de la Biblia cristiana, donde se presenta a Cristo como víctima propiciatoria para reconciliar a la humanidad con Dios y que vuelve a repetirse en el teólogo medieval Anselmo de Canterbury, quien presenta a Dios como dueño de vidas y haciendas y como un señor feudal, que trata a sus adoradores como si de siervos de la gleba se tratara y exige el sacrificio de su hijo más querido, Jesucristo, para reparar la ofensa infinita que la humanidad ha cometido contra Dios.
El Dios asesino de la última novela de Saramago sigue presente en no pocos de los rituales bélicos de nuestro tiempo: en los atentados terroristas cometidos por supuestos creyentes musulmanes que en nombre de Dios practican la guerra santa contra los infieles y en la respuesta a dichos atentados por parte de dirigentes políticos cristianos que apelan a Dios para justificar la el derramamiento de sangre de inocentes en operaciones que llevan el nombre de Justicia Infinita o Libertad Duradera.
Tras estas operaciones, Saramago no podía menos que estar de acuerdo con el testimonio del filósofo judío Martin Buber: "Dios es la palabra más vilipendiada de todas las palabras humanas. Ninguna ha sido tan mancillada, tan mutilada… Las generaciones humanas han hecho rodar sobre esta palabra el peso de su vida angustiada, y la han oprimido contra el suelo. Yace en el polvo y sostiene el peso de todas ellas. Las generaciones humanas, con sus partidismos religiosos, han desgarrado esta palabra. Han matado y se han dejado matar por ella. Esta palabra lleva sus huellas dactilares y su sangre… Los hombres dibujan un monigote y escriben debajo la palabra 'Dios'. Se asesinan unos a otros, y dicen: 'Lo hacemos en nombre de Dios'… Debemos respetar a los que prohíben esta palabra, porque se rebelan contra la injusticia y los excesos que con tanta facilidad se cometen con una supuesta autorización de 'Dios'". Yo también pongo mi rúbrica bajo esta afirmación de Buber.
La lucha contra los fundamentalismos, los religiosos y los políticos, es el mejor antídoto contra el Dios violento y contra la violencia en nombre de Dios. En esa lucha no violenta estuvo comprometido Saramago de pensamiento, palabra y obra. Su vida fue todo un ejemplo de ética solidaria. Bien merece nuestro reconocimiento. ¡Gracias,