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¿Putas o sumisas?

Algo más que gratitud y reconocimiento hizo que Dario Fò recordara la historia que escuchó a un viejo soplador de vidrio en su pueblo natal, San Giano, en el discurso de recepción del premio Nobel, en 1997. Contó Fò cómo había una vez un pueblo sobre una montaña a cuyos pies se encontraba un lago. La piedra y la tierra de la montaña se deslizaba poco a poco pero sin pausa y los habitantes del pueblo, avisados de que el pueblo se hundía en el lago, ignoraron las advertencias, hasta tal extremo que, una vez que el pueblo había quedado cubierto completamente por el agua, aún hablaban de los días húmedos que tenían y de los pájaros que parecían peces mientras “volaban” frente a ellos.

La realidad, tozuda, no deja de sorprendernos y de cuestionar sin tregua a lo obvio y al sentido común. ¿Cómo es posible que el papel que la Iglesia católica otorga a las mujeres sea claramente discriminatorio, al mismo tiempo que éstas constituyen tres cuartas partes de sus “fuerzas vivas”? Ajeno al mundo clerical y al mundo religioso, ni tan siquiera me creería en el derecho o en el deber de plantearme esa cuestión, si no fuera por las perniciosas consecuencias sociales, económicas y políticas que posee, debido al permanente conflicto que crean las religiones en su esfuerzo por controlar la sociedad y dividir a los ciudadanos desde su verdad inefable, infalible y única.

La misoginia de la Iglesia católica es milenaria y hunde sus raíces en la herencia hebrea y en el conjunto del mundo antiguo. En la útil y calculada ambigüedad que envuelve todos los relatos bíblicos, existen tres grandes prototipos de la mujer, en lo que respecta al Nuevo Testamento. El primero aparece en los Evangelios canónicos (también en los apócrifos) y en algunas cartas atribuidas a Pablo de Tarso. Aquí la mujer aparece con cierto trato de igualdad respecto al hombre (Mt 12:36-50; Mc 10:29-30), lo cual se apoya en el protagonismo que la mujer tuvo en el movimiento misionero primitivo (Mc 15:11; Mt 27:55; Lc 8:1-3; Jn 20: 14-18; Col 4:15). El segundo modelo se encuentra asociado popularmente a la mujer que aparece como María Magdalena o de Magdala (Jn 8:3-11) que es una prostituta arrepentida “de sus pecados de la carne” y convertida. El tercer gran esterotipo y las primeras referencias antifeministas y patriarcales las podemos encontrar en las cartas de Pablo. Algunos ejemplos del papel de la mujer, según San Pablo, son los siguientes: “…porque la mujer casada está sujeta por la ley al marido mientras éste vive…”, (Rom 7:2); “… porque el varón no procede de la mujer, sino la mujer del varón…”, (I Cor 11:9)“…que vuestras mujeres callen en las asambleas; porque no les es permitido hablar, sino que estén sujetas, como también la ley lo dice. Y si quieren aprender algo, pregunten en casa a sus maridos…”, (I Cor14:34-35), “…las casadas estén sujetas a sus propios maridos, como al Señor; porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la iglesia, la cual es su cuerpo, y él es su Salvador…”, (Ef 5:22-23); “…la mujer aprenda en silencio con toda sujeción. Porque no permito a la mujer enseñar, ni ejercer dominio sobre el hombre, sino estar en silencio. Porque Adán fue formado primero, después Eva; y Adán no fue engañado, sino que la mujer, siendo engañada, incurrió en trasgresión. Pero se salvará engendrando hijos, si permanecen en fe, amor y santificación, con modestia…”, (I Tim 2:11-15). La última cita constituye un buen resumen de todo lo anterior: “Mujeres, sed sumisas a vuestros maridos…”, (Col 3:18). Después de leer todo esto sólo cabe preguntarse: ¿qué historia encierra este hombre de Tarso (actual Turquía) para mostrar tan furibunda aversión a las mujeres? Por supuesto, la misoginia cristiana es extensiva a buena parte de los cientos de religiones existentes, aunque especialmente lo encontramos en las otras dos grandes religiones semíticas: el judaísmo y el islam. Sin pretender abusar de la paciencia del lector, pruebas de discriminación y diversos tipos de violencia hacia la mujer en sus textos “sagrados” lo podemos encontrar en el Antiguo Testamento (Gen 2: 18-25; Jue 21:7, 10-12; Deu 21:11-14; Jer 8:10; Sam 12:11; Lev 12:1, 2 y 5; Os 2:4-15; Ez 16:15-34) o en el Corán, (16:58-59).

De los estereotipos bíblicos sobre la mujer, qué duda cabe que, el primero señalado, es una pura anécdota en la historia de la Iglesia. Aunque hubo cierto protagonismo en la Iglesia primitiva, la mujer desapareció de los ámbitos de relevancia clerical, salvo alguna excepción, al tiempo que el celibato se impuso desde el momento en que la Iglesia se dio cuenta de que los religiosos solteros resultaban mucho más baratos que los casados con hijos. Éstos últimos reducían el patrimonio clerical y no garantizaban su poderío económico. Eso se produjo en los Sínodos de comienzos del siglo VI. Por tanto, desde los primeros tiempos, la alternativa católica respecto a la mujer se reduce a dos opciones: o puta o sumisa; o se criminalizan sus acciones y se hace escarnio público de todo lo que se aleje de la idea clerical del sexo, del cuerpo, de la salud o de la educación o acatan sus prescripciones patriarcales y se someten a los roles que van desde ‘reproductora’ hasta ‘virgen’, sin dejar de ser ‘sirvienta invisible’.

Pues bien, la actualidad sólo viene a confirmar la enorme coherencia de la Iglesia católica respecto a la mujer. Según Karol Wojtyla o Joseph Ratzinger, grandes dictadores contemporáneos de la mitología católica, “el modelo de mujer realizada es la Santísima Virgen María”, de tal modo que todo lo que se oponga a ese modelo hueco, irreal y teológico debe ser denigrado y despreciado como algo espurio y contranatural. El problema es que esta mitología posee consecuencias devastadoras, e incluso criminales, en las sociedades actuales como consecuencia de la presión que realizan las Iglesias católicas allí donde más poder tienen para modificar la estructura socio-jurídica de los países y situarlas bajo “su manto redentor”. En el plano del Derecho Internacional la “Santa Sede” sólo ha ratificado tres convenciones de las Naciones Unidas sobre Derechos Humanos (Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1956, Convención Internacional sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Racial de 1969 y la Convención sobre los Derechos del Niño de 1990), y con reservas. Por supuesto, entre ellas no se encuentra la Declaración sobre la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer, proclamada por la Asamblea General de la ONU en 1967. No obstante, es en el plano socio-político, donde las consecuencias aparecen de forma descarnada. Que ya en 1981, el “Papa” Wojtyla, en su infalibilidad, estableciera que el “verdadero avance” de la mujer requiere el reconocimiento del “valor de su papel maternal y familiar, por encima de todos los demás papeles públicos y de todas las otras profesiones” o que la mujer dentro de la Iglesia católica cuente con poca representación, aún en aquellas posiciones administrativas, judiciales o directivas que no requieren de una ordenación sacerdotal, es una pura curiosidad frente a la posición de la Iglesia al oponerse rotundamente a la recomendación del uso de preservativos en los programas de prevención del VIH/SIDA, enfermedad de transmisión sexual que ha producido millones de muertos en todo el mundo. Frente al condón, abstinencia, es decir: o acatáis mi mitología o aceptáis el dolor y la muerte. ¡Deus caritas est! Una situación similar la encontramos en la posición de la Iglesia católica respecto a la planificación familiar, el aborto o el divorcio. Respecto al derecho de la mujer a controlar su fertilidad, disfrutar libremente de su sexualidad y planificar la economía familiar, el catolicismo no sólo se opone a todo uso de anticonceptivos, sino que se ha opuesto directamente a la provisión de anticonceptivos de emergencia a mujeres kosovares que habían sido violadas por los paramilitares y las fuerzas de seguridad servias, por considerar, frente a la Organización Mundial de la Salud, que esos anticonceptivos eran equivalentes al aborto. Al respecto ya el “Papa” Wojtyla había declarado que las mujeres violadas en Bosnia deberían “aceptar al enemigo” y hacer de él “carne de su carne”. ¡Deus caritas est! Respecto al aborto, el citado Wojtyla lo condena como un “asesinato deliberado y directo” y lo compara con el genocidio, que nunca puede ser justificado ni en el caso de la protección de la salud de la mujer o el aseguramiento de un nivel de vida decente para los otros miembros de la familia. Dejando a un lado los abortos en los conventos, el respaldo que ha dado el catolicismo oficial al sufrimiento psicológico y al desprecio social y económico durante siglos a la ‘madre soltera’ o el teológico debate acerca de cuando la célula pasa a tener alma, las contradicciones de la Iglesia católica no tienen límites, porque mientras hablan del derecho a la vida, defienden también la guerra justa o la pena de muerte “en determinadas circunstancias”. ¡Deus caritas est! Por último, respecto al fracaso matrimonial, la Iglesia impone la indisolubilidad del mismo por ser asumido libremente ante Dios. Sin volver a la Biblia, que admite el divorcio en caso de adulterio, tolera la poligamia y el concubinato, y olvidándonos de las tarifas por las nulidades matrimoniales que establece la Iglesia, una de las situaciones más graves se encuentra en la cobertura ideológica que históricamente la Iglesia católica ha dado al maltrato psíquico y físico en el matrimonio. En esta situación, sobretodo la mujer debía continuar la unión “porque lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre” y debía compartir el hogar conyugal “en lo bueno y en lo malo, en la salud y en la enfermedad”, eso sí, “hasta que la muerte los separe”. Muerte de la mujer por violencia machista… ¡Deus caritas est!

No se posee, en estas notas, ningún afán redentor respecto a las mujeres que forman parte de la Iglesia (por no hablar de otros grupos sociales discriminados). Allá ellas con sus modos de gestionar sus creencias, sus emociones y sus racionalizaciones. Siempre que no se violen derechos fundamentales, el ámbito de la conciencia es autónomo. La libertad de conciencia demanda la tolerancia como disposición subjetiva compartida, para lo cual la religión posee toda la legitimidad en el ámbito societario, aunque no en el socio-político. Precisamente, lo que resulta democráticamente perjudicial, tanto desde el punto de vista político, como jurídico o filosófico, es que un grupo de señores de edad avanzada, con tendencia a usar faldones y llevar gorros extraños en la cabeza, se crean poseedores de la única autoridad moral legítima y, por tanto, con el derecho de utilizar todas sus fuerzas económicas, mediáticas y políticas, para injuriar y difamar a los gobiernos que no se plieguen milimétricamente a sus intereses de continuidad en el tiempo (dicho sea de paso, el problema del actual gobierno del PSOE con la Conferencia Episcopal Española, esos supuestos mártires subvencionados, no es que los socialistas no hayan dado todas las prebendas económicas y educativas posibles a la Iglesia desde 2004, sino que simplemente no aseguran en el futuro su posición privilegiada y hegemónica derivada del nacional-catolicismo, cosa que sí puede alcanzar con gobiernos de la derecha española, claramente confesional).

Es necesario poner cada cosa en su sitio: el ámbito societario en lo privado y el ámbito socio-político en lo público. Confundir ambos ámbitos nos lleva a someter la libertad de conciencia a la libertad de religión, cuando ésta última es sólo un subconjunto de la primera. Además, se viola la neutralidad del Estado, la igualdad de todos los ciudadanos y los derechos humanos. La defensa del laicismo, que se remonta al menos a Marsilio de Padua o a los averroístas latinos, es una de las grandes conquistas heredadas de la Ilustración. Que la milenaria pre-ilustración católica resurja permanentemente de sus cenizas, no quiere decir que nos debamos someter a sus anestesias o a sus intentos de que suframos un divinizado Síndrome de Estocolmo. Ni putas, ni sumisas (ni peces voladores). ¡Por las mujeres y por los varones: Estado laico ya!

Miguel Ángel López Muñoz
Profesor de Filosofía

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