He esperado más de un mes a escribir sobre la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Aragón que avala la presencia de un símbolo confesional (concretamente, un crucifijo) en el Salón de Plenos del Ayuntamiento de Zaragoza, en respuesta al recurso que interpuso al respecto MHUEL, asociación laica a la que pertenecí en su día. Tras ese tiempo para pensar y escribir con calma, he de reconocer que la citada sentencia supone un inequívoco espaldarazo a la confesionalidad de las instituciones del Estado.
Corría por la Red la semana pasada un vídeo donde militantes del PSOE piden perdón por algunos errores y omisiones pasados de su partido. Me llamó la atención que allí consideraran un error no haber denunciado el Concordato con la Santa Sede, "no haber sido valientes" y no haber revisado las ayudas públicas a la Iglesia. Mientras lo estaba viendo, recordé a los sucesivos ediles socialistas del ayuntamiento zaragozano, con Juan Alberto Belloch, a la cabeza, participando en calidad de sus cargos en misas solemnes y procesiones, votando unánimemente calles al fundador del Opus Dei o a favor de mantener un símbolo confesional (el crucifijo que ha hecho famoso a Belloch en toda España) en un espacio público, común a toda la ciudadanía. Pero el voto es el voto, no se juega con la inclusión en la lista electoral y si hay que tragarse cobardemente el desacuerdo con el alcalde, profusamente propalado antes y después en despachos y cafeterías, se hace y sanseacabó. Sin duda, la sentencia del TSJA es un triunfo para la postura de Belloch y del Partido Popular, una prueba más de la abulia, la anomia y la anemia política que asolan al PSOE oficialista, y un varapalo para la voluntad laicista de muchas personas.
Por otro lado, resulta llamativo constatar cómo el TSJ de Aragón se limita a repetir los mismos tópicos presentes en otras sentencias similares y asume como propia algunas fórmulas eclesiásticas, incorporadas obedientemente por las facciones conservadoras de la política y la judicatura españolas. Por ejemplo, identifica la aconfesionalidad con la "laicidad positiva", dando a entender que hay otra "laicidad" de signo negativo, que por supuesto hay que rechazar y que se ve unida en la sentencia a expresiones tales como "posiciones radicales o maximalistas", "posturas de intolerancia", contrapuestas, según la sentencia, a un "marco de tolerancia y ejercicio de derechos satisfactorio". En segundo lugar, borra de un plumazo una palabra que provoca verdaderos sarpullidos en los ánimos eclesiásticos y conservadores en general: "laicismo".
SEGÚN la RAE, laicismo es "doctrina que defiende la independencia del hombre o de la sociedad, y más particularmente del Estado, respecto de cualquier organización o confesión religiosa". Pues bien, mientras la jerarquía católica menciona al menos al laicismo para condenarlo y exorcizarlo, para el TSJA ni existe. Prefiere utilizar el término "laicidad", que el mismo diccionario de la RAE, define como "condición de laico" y como un ambiguo "principio de separación de la sociedad civil y la sociedad religiosa". Sin embargo, al parecer, a unos y a otros hasta la laicidad les parece peligrosa.
El TSJA emplea por ello la fórmula "laicidad positiva", expresión tradicionalmente asumida por quienes ven en el Estado laico un ataque a la "tradición, ascendencia y e historia especialmente cristiana de nuestro país", tal como puede leerse en texto de la sentencia. Así, según ellos, la laicidad "positiva" reconoce, asume, alienta, apoya y ayuda a las instituciones religiosas, principalmente la iglesia católica, de modo tal que la propuesta de que la ciudadanía entera, sin discriminación y en igualdad de condiciones, tenga un espacio común, independiente de cualquier instancia individual o colectiva de signo opcional y privado, es considerada como algo negativo, atentatorio contra la religión y las iglesias.
Con ello viene al pelo lo que Jean-Paul Sartre denominó "mala fe", por la cual el TSJA interpreta como "supresión" del crucifijo lo que solo es una razonable y pacifica invitación a que los símbolos confesionales ocupen el puesto que consideren oportuno los miembros de esa confesión en las numerosos templos, domicilios o conventos con los que cuentan, pues ninguna confesión debe tener un carácter estatal, tal como declara la Constitución.
Por esa misma razón, no quieren entender que el laicismo reivindica el derecho a la libertad de conciencia, común a todos los seres humanos y de la que forma parte integrante la libertad religiosa, como una opción de conciencia más. Sus prejuicios les llevan a confundir mostrencamente laicismo con anticlericalismo, y aconfesionalidad con mera multiconfesionalidad. Miguel de Unamuno, en su contestación al grito de ¡viva la muerte! de Millan Astray dijo: "Me parece inútil el pediros que penséis en España". Lo mismo os digo, jueces, alcaldes, concejales de Aragón: pensad de una vez no en vuestra España (la de "la negra pena que nos amenaza y deja plomo en las alas", como escribió Blas de Otero), sino en una España de todos, con todos y para todos por igual.