«No me siento un ladrón», ha insistido Gabriele en la última sesión del juicio
La lectura de la sentencia duró dos minutos, pero antes de escuchar que había sido condenado a un año y medio de reclusión por robar los documentos privados de Joseph Ratzinger, tanto Paolo Gabriele como todos los presentes puestos en pie volvieron a ser plenamente conscientes de que aquel no era un juicio cualquiera, un simple proceso terrenal en el que un hombre es juzgado por otro según las leyes vigentes. Allí, según la invocación del juez vaticano Giuseppe Dalla Torre, había otros altos poderes en danza:
— “En nombre de Su Santidad Benedicto XVI, gloriosamente reinante, el tribunal, invocada la Santísima Trinidad, ha pronunciado la siguiente sentencia…”.
El mayordomo del Papa escuchó a continuación que había sido condenado a tres años de prisión por robar los documentos papales abusando de la confianza depositada en él, pero que en virtud de la ausencia de antecedentes, los seis años anteriores de recto quehacer y su convencimiento subjetivo —“aunque erróneo”— de estar ayudando a la Iglesia, la pena quedaba reducida a un año y medio de prisión y al pago de las costas. Unos minutos después, visiblemente satisfecho, el padre Federico Lombardi, portavoz del Vaticano, se felicitaba por la rapidez del proceso y anunciaba la posibilidad, “muy concreta y muy verosímil”, de que en los próximos días Benedicto XVI conceda el perdón a su mayordomo infiel. Un final feliz para una representación perfecta.
En el teatro del mundo, Italia es la prima donna, y cuando borda el papel se llama Vaticano. La espectacular fuga de documentos privados de Joseph Ratzinger que tuvo en jaque a la Iglesia durante el último año, desvelando las luchas de poder internas hasta el punto de que L’Osservatore Romano —el periódico de la Santa Sede— definiera al Papa como “un pastor rodeado por lobos”, se acaba de cerrar en falso. Tras ser detenido el 23 de mayo pasado en posesión de una ingente cantidad de documentos, Paolo Gabriele, de 46 años, casado y con tres hijos, declaró ante la Gendarmería vaticana que había otras 20 personas implicadas en las filtraciones que dieron lugar al caso Vaticanleaks.
Sin embargo, durante las últimas horas del proceso, el mayordomo, su abogada y hasta el fiscal se han empeñado en subrayar lo contrario. “Yo soy”, ha dicho el mayordomo, “la única fuente de [Gianluigi] Nuzzi”, el periodista italiano que publicó el libro con las filtraciones.
El fiscal, Nicola Piccardi, fue incluso más allá al garantizar que “nadie en el Vaticano sabía que hubiese un archivo tal de documentos” en la casa de Gabriele. “Un archivo”, ironizó, “que por su magnitud e interés merecía ser conservado en una biblioteca”.
El último acto del juicio duró apenas una hora. Antes de retirarse para deliberar y dictar la sentencia, el tribunal brindó a Paolo Gabriele la posibilidad de pronunciar algunas palabras. El mayordomo de Joseph Ratzinger desde 2006 hasta mayo de 2012 dijo solemnemente:
— "Siento dentro de mí la fuerte convicción de haber actuado por exclusivo amor, diría visceral, por la Iglesia de Cristo y por su Jefe visible. Si lo debo repetir, no me siento un ladrón".
El 23 de mayo pasado, la gendarmería vaticana se incautó en la casa de Gabriele de más de 1.000 documentos pertenecientes a la correspondencia privada del Papa, una pepita de oro, una edición ilustrada de La Eneida de Annibal Caro, de 1581, y un cheque sin cobrar de 100.000 euros que José Luis Mendoza, el presidente de la Universidad Católica San Antonio de Murcia (UCAM), le había entregado al Papa durante el último viaje a Cuba.
El mayordomo llegó a decir que actuó bajo los influjos del Espíritu Santo y que su único afán al filtrar los documentos fue ayudar al Papa y a la Iglesia a hacer limpieza.
“Observando el mal y la corrupción”, explicó, “decidí actuar. Me daba la impresión de que el Papa no estaba informado. Yo era el laico más cercano a él. Sentándome a su mesa, llegué a la convicción de lo fácil que es manipular a una persona con tanto poder de decisión. En ocasiones, el Papa hacía preguntas sobre cosas de las cuales debía estar informado”.
Durante su alegato final, la abogada del mayordomo, Cristiana Arrú, dijo que la acusación de hurto era una exageración: “Hurto implica un aprovechamiento, y Gabriele no ha obtenido nada a cambio. Se puede hablar de falta de respeto a los límites, pero no de hurto”. La abogada volvió a criticar la actuación de la Gendarmería vaticana, que arrambló en la casa de Paoletto a las bravas, sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, y que más que un registro hizo una mudanza.
Los agentes se llevaron 84 cajas de cartón, incluidas una colección de la revista Familia Cristiana y la Playstation del hijo del mayordomo. Luego, confinaron a Paoletto en una celda minúscula en la que no podía ni extender los brazos y, de 15 a 20 días, lo tuvieron allí encerrado sin apagar la luz ni de día ni de noche. En un proceso teatral en el que todos quisieron dejar una frase célebre, la abogada Arrús no se quedó atrás.
— "Detrás de la acción de Paolo Gabriele hay una motivación moral que espero un día será reconocida y premiada".
Por el momento, el único premio son los tres años de cárcel que pidió el fiscal, aunque el tribunal se las apañó para resucitar una normativa de 1969, aprobada por Pablo VI, y reducir la pena a la mitad: un año y medio de prisión, que podrá redimir en arresto domiciliario, y el pago de las costas, cuyo importe no ha trascendido.
No obstante, a nadie le cabe duda de que la última palabra la tiene el Papa. Una vez concluido el proceso, Benedicto XVI tiene la potestad de perdonar a su otrora fiel Paoletto. Aquel ayudante de cámara pulcro y cumplidor, tal vez no demasiado espabilado pero sí muy rezador, el mismo que durante seis largos años lo despertaba a las 6.30, le ayudaba a vestirse y a decir misa, le servía el desayuno, el almuerzo, la cena y, en torno a las nueve de la noche, lo ayudaba a desvestirse para irse a la cama.
Bien es verdad que, a hurtadillas, fotocopió lo que no debía y lo entregó a manos pecadoras. Pero tampoco es mentira que cuando ha tenido que callar ha callado. Sus cómplices, sus inspiradores, tal vez sus jefes en la trama, permanecen ocultos. Se les ha visto pasar por el juicio como sombras chinescas, bastaba apuntarles con la luz de una pregunta para que se desvanecieran. En nombre de Su Santidad Benedicto XVI, gloriosamente reinante, y una vez invocada la Santísima Trinidad, el único culpable —aunque no tanto— es Paolo Gabriele, el mayordomo del Papa.
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