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¿Qué fue del mayordomo del Papa?

Paolo Gabriele sigue incomunicado un mes después del escándalo y Benedicto XVI pide ayuda a los cardenales

Hace un mes justo, 31 días con sus noches, que Paolo Gabriele, el mayordomo del Papa, permanece encerrado, incomunicado, sometido por la Santa Sede a un régimen tan garantista como el de Cuba o el de la base de Guantánamo. Se le acusa de haber robado y filtrado la correspondencia secreta de Benedicto XVI -quien según dicen lo quería como a un hijo–, pero no se ha aportado ninguna prueba de su supuesta felonía. A la misma hora en que el Sumo Pontífice, vestido de blanco, se lamenta ante los obispos italianos de que Dios se ha convertido en "el gran Desconocido", el Estado que dirige sigue ocultando la verdad bajo "un sombrero grande y negro como las alas extendidas de un cuervo".

 Así era el sombrero que usaba el gitano Melquíades de Cien años de soledad y así es, según se puede comprobar día a día, el compromiso de la Santa Sede con la transparencia. Los días 23 y 24 de mayo, dos colaboradores íntimos del Papa -el mayordomo que lo ayudaba a desvestirse antes de irse a la cama y Ettore Gotti Tedeschi, el banquero que regía los dineros de la Iglesia– fueron expulsados del círculo divino y su honra arrojada a los leones. De Paolo Gabriele se dijo que era un traidor, un topo, un cuervo. Del segundo -mediante un comunicado de inusitada violencia-, que había hecho dejación de sus funciones y, prácticamente, perdido la cordura. Sin pruebas en ninguno de los casos. Sin capacidad de defensa -los abogados del mayordomo solo pueden comunicarse a través del portavoz del Vaticano-. Y hasta con amenazas: la Santa Sede ha advertido a policías, jueces y periodistas que cualquier filtración será perseguida en los tribunales.

Lo siguiente fue negar la mayor. Aunque los documentos robados ponen en evidencia que el Vaticano es un campo de batalla entre facciones de la Curia con el secretario de Estado, el cardenal Tarcisio Bertone, como principal objeto de discordia, la primera reacción fue quitar hierro al asunto. A la manera habitual. Hace unos días, el cardenal Bertone se despachó a gusto en la revista Famiglia Cristiana. Dijo que los periodistas son los responsables del "clima de mezquindad, mentiras y calumnias" y, ya puesto, se adornó en la suerte: "Juegan a imitar a Dan Brown (autor de El Código da Vinci). Se inventan fábulas y leyendas. Todo es falso. Hay una voluntad de dividir que viene del diablo…".

El que faltaba. Una vez apagada la hoguera del Campo dei Fiori -la estatua de Giordano Bruno reina de día entre las verduras y de noche entre los adolescentes–, la alusión al maligno preocupa menos. Bertone, sin embargo, sí tiene de qué preocuparse. El sábado por la tarde, Benedicto XVI invitó a cinco cardenales a un café en su apartamento. Quería conocer su opinión sobre el escándalo de las filtraciones. De primera mano. Sin intermediarios. Es la imagen más gráfica de que Joseph Ratzinger, al menos en la tierra, ya no se fía de nadie.

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