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Antoni Domènech,[1] que en paz descanse, dedicó buena parte de su obra (oral y escrita) a batallar contra la deriva posmoderna de una parte de la izquierda, entendiendo por «posmoderna» esa parte de la izquierda que, en vez de hacer una enmienda «desde dentro» a la herencia de la Ilustración, pasó a hacer una enmienda a la totalidad. Para esta izquierda, el racionalismo ilustrado no era sino una mascarada por el colonialismo europeo, el patriarcado y el poder de las clases altas. La emancipación de los oprimidos reclamaría, así, un fuerte relativismo, tanto desde el punto de vista epistemológico como ético: un rechazo más o menos frontal a la pretensión ilustrada de utilizar la razón para irnos acercando (de forma imperfecta) a la verdad objetiva y al bien común (de cada comunidad política y de la humanidad entera).
Domènech, por el contrario, reivindicaba el compromiso tradicional de las izquierdas con el método científico y con las éticas racionales (como las de Wollstonecraft o Kant), así como con las teorías políticas y económicas que trataban de asentarse en ambas patas (como la de Marx). Teorías que criticaban los sistemas políticos y económicos surgidos de las revoluciones de los siglos xviii y xix por no ser, precisamente, lo suficientemente fieles a los ideales de la Ilustración radical (como el de la igualdad). Domènech alertaba de que una cosa es el examen crítico continuado sobre lo que se considera verdadero, en cada momento; y que otra cosa es rechazar la propia idea de «verdad». Que este último extremo llevaba a vaciar de contenido conceptos emancipadores como el de «justicia». Y que, cuando esto ocurre, inevitablemente terminamos situando nuestras vidas colectivas bajo la ley del más fuerte, lo que, naturalmente, apuntala la opresión del débil.
En sus obras e intervenciones en esta línea, Domènech a menudo citaba un pasaje de Benito Mussolini, francamente esclarecedor:
El fascismo es un movimiento superrelativista […]. Si el relativismo significa el fin de la fe en la ciencia, la decadencia de este mito, la «ciencia», concebido como el descubrimiento de la verdad absoluta, me puedo alabar de haber aplicado el relativismo al análisis del socialismo. Si el relativismo significa desprecio por las categorías fijas y los hombres que aseguran poseer una verdad objetiva externa…, entonces no hay nada más relativista que las actitudes y la actividad fascistas… Nosotros, los fascistas, hemos manifestado siempre una indiferencia absoluta por todas las teorías… Nosotros, los fascistas, hemos tenido el valor de dejar a un lado todas las teorías políticas tradicionales, y somos aristócratas y demócratas, revolucionarios y reaccionarios, proletarios y antiproletarios, pacifistas y antipacifistas. Basta con tener una mira fija: la nación. El resto es evidente… El relativista moderno deduce que todo el mundo tiene libertad para crearse su ideología y para intentar ponerla en práctica con toda la energía posible, y lo deduce de que todas las ideologías tienen el mismo valor, que todas las ideologías son simples ficciones. (Domènech, 2019, p. 253)
Hoy, en pleno auge global de la extrema derecha, demócratas de todo el mundo tratan de localizar las causas de este fenómeno para poderlo combatir. Como con cualquier gran fenómeno social, seguro que nos encontramos ante uno con origen multicausal. Pero el hecho es que hay un rasgo común a todas las extremas derechas de todo el mundo: su rechazo, implícito y a menudo explícito, al racionalismo de matriz ilustrada. Desde las conspiranoias estilo QAnon hasta el negacionismo climático, pasando por la invención de datos falsos sobre criminalidad o la difusión de mitos pseudohistóricos, los movimientos de extrema derecha de todo el mundo participan de forma abierta de una cultura de exaltación de la irracionalidad. Una cultura de la que forman parte, y no menor, los vínculos entre la extrema derecha y los fanatismos religiosos (de todo tipo de religiones). Es por ello por lo que, en el arsenal disponible para luchar contra el auge de la extrema derecha, las fuerzas prodemocráticas deben renovar su compromiso con un valor que ya hace demasiado tiempo que confinan a un lugar secundario: el de la laicidad.
1. La laicidad y el imperio de la razón
A menudo, la laicidad se entiende como una forma de neutralidad del Estado en materias religiosas y morales. Sin embargo, esta comprensión simplista no hace justicia al verdadero significado de este concepto. La laicidad implica, en esencia, que las posiciones basadas en la fe y el dogma son respetadas en la esfera privada, pero no gobiernan la vida pública. Esta solo puede ser gobernada por el imperio de la razón, mediante la deliberación pública entre toda la ciudadanía. Esto significa que las decisiones políticas y sociales deben basarse en el diálogo racional y en la evidencia empírica, no en creencias dogmáticas, que, por definición, rechazan someterse a un escrutinio racional. El estado no es «neutral» cuando, por ejemplo, decide que el adulterio no es delito, que la teoría sintética de la evolución debe enseñarse en las escuelas o que los matrimonios entre personas del mismo sexo son legales. Las personas que no estén de acuerdo con ello deben poder combatir estas decisiones en el ágora pública, pero los argumentos basados en la fe religiosa (privada e intransferible, por definición) no pueden entrar ahí.
Naturalmente, el imperio de la razón es un ideal regulador, al que solo podemos acercarnos de forma imperfecta, puesto que en la toma de decisiones colectiva se mezclan el debate más o menos racional con el conflicto y las negociaciones basadas en relaciones de fuerza. Pero lo importante es que nunca se pierda de vista que la democracia debe esforzarse por maximizar el grado de racionalidad pública que hay en sus decisiones, lo que requiere, por supuesto, minimizar las desigualdades de poder entre la ciudadanía, dado que el diálogo racional solo es posible (que no inevitable) entre los iguales.
La laicidad, así entendida, proporciona una plataforma donde todas las voces son escuchadas, pero donde el horizonte buscado es que las decisiones colectivas se tomen sobre la base de los mejores argumentos, en el contexto de la deliberación pública entre ciudadanos y ciudadanas libres e iguales. Esto es crucial para la convivencia en sociedades cada vez más diversas, donde la toma de decisiones basada en dogmas de fe lleva, inevitablemente, a la opresión de los miembros de minorías religiosas y culturales. La laicidad pública es el fundamento más firme de la plena libertad religiosa y, en general, de la absoluta libertad de conciencia.
2. El combate laico contra el irracionalismo
Como hemos visto explicado por el propio Mussolini, la extrema derecha tiene su fundamento intelectual en el irracionalismo, la negación de la ciencia y de la verdad objetiva, y el rechazo a los ideales de la Ilustración radical. El irracionalismo de la extrema derecha se manifiesta en varias formas, como la negación del cambio climático, la difusión de teorías de la conspiración y la promoción de estereotipos falsos sobre todo tipo de minorías sexuales, religiosas y culturales. Estos elementos forman parte de una estrategia más amplia para desacreditar las instituciones democráticas, lo que erosiona la confianza en los sistemas democráticos en su conjunto.
La laicidad es una herramienta esencial para combatir estas tendencias irracionalistas. Al insistir en que la vida pública se gobierne (en la medida de lo posible) por el debate racional y la evidencia empírica, la laicidad contrarresta el irracionalismo de la extrema derecha, promoviendo una cultura de debate y diálogo informados, en lugar de la confrontación basada en el miedo y la desinformación. Por lo tanto, es necesario que la laicidad sea una de las bases del combate de los demócratas contra la extrema derecha. Esto implica, entre otras cosas, que las fuerzas prodemocracia reincorporen a sus agendas una defensa activa del principio de laicidad en el espacio público, además de asegurar que sea seguido por las instituciones educativas, gubernamentales y judiciales. También requiere una política clara de rechazo a cualquier intento de imponer creencias religiosas o morales particulares en la esfera pública.
Habrá quien querrá ver en ello una agenda antirreligiosa. Muy al contrario, la laicidad es un principio inclusivo, que garantiza la igualdad de todos los ciudadanos y ciudadanas, independientemente de sus creencias religiosas o espirituales. En nuestro país, en el siglo xix, eran los activistas anticlericales los que luchaban por garantizar el derecho de los protestantes a abrir capillas, a pesar de las enormes resistencias de la jerarquía católica, para poner solo un ejemplo. La laicidad asegura la libertad para todas las opciones religiosas a base de garantizar que ninguna de ellas gobernará la res publica, que es de todos en general y de nadie en particular.
3. Una laicidad actualizada
Sin embargo, la laicidad estará coja en este combate si no actualiza sus recetas concretas a las condiciones de una Europa muy diferente a la de los siglos xviii y xix. En esa época, el paisaje religioso del continente era mucho más uniforme, y el ideal del «ciudadano» se asociaba acríticamente al del hombre blanco, propietario y de trasfondo cultural cristiano. Este supuesto ideal «universal» en realidad siempre enmascaró la imposición de una visión y unos intereses muy particulares, que fueron siendo discutidos por los grandes movimientos emancipadores, tales como el feminismo, el movimiento obrero o el propio movimiento laicista. Movimientos que planteaban una enmienda «desde dentro» al proyecto de la Ilustración radical, en contraposición a esos movimientos que (como el tradicionalismo o el fascismo) planteaban enmiendas a la totalidad «desde fuera».
Pero es que, además, en la era de la globalización, Europa es aún más diversa (cuantitativa y cualitativamente) que en los siglos en los que se empezó a formular e implementar el principio de laicidad. Esto no implica que este concepto deba abandonarse, sino que hay que actualizar las formas en las que se concreta. Por poner un ejemplo: desde un punto de vista laico, puede resultar controvertida la imagen de un alcalde o una alcaldesa asistiendo (en tanto que cargo público) a una celebración religiosa como la Fiesta del Cordero. Pero, al mismo tiempo, el hecho es que en nuestro país buena parte de las fiestas mayores están asociadas al santoral católico. Cuando la mayoría de catalanes y catalanas procedía del mismo trasfondo cultural católico (sostuvieran o no esa fe), esto podía no ser de gran importancia. En el momento en que una parte creciente del país ni es católica ni proviene de familias de tradición católica, todo ello es más problemático; sobre todo en un contexto en que uno de los caballos de batalla de la extrema derecha es la criminalización de las personas de fe islámica. La forma de resolver este tipo de tensiones entre la teoría y la práctica de la laicidad no es fácil, pero lo que está claro es que no puede ser la misma que en el siglo xx.
Lo anterior va ligado a la idea de que la forma correcta de defender los valores de la Ilustración radical es hacer una crítica «desde dentro», en dos sentidos: (1) identificar la distancia que separa nuestras sociedades de la realización de estos valores, e (2) identificar las formas en que estos valores se han utilizado, retóricamente, para justificar sistemas sociales que en realidad se encuentran en contradicción. En la era de la globalización, la cuarta ola del feminismo y el auge de la diversidad cultural, el universalismo laico solo puede ser una herramienta eficaz en el combate contra la extrema derecha si reconoce (y evita) sus usos perversos que en el pasado han legitimado el colonialismo, el nacionalismo de estado, el clasismo y el heteropatriarcado.
Pero, al igual que es importante hacer esta crítica, también lo es que sea una crítica desde dentro de la Ilustración radical. Es bueno y necesario desenmascarar que existen verdades que resultan no serlo, que existen universalismos que no son sino particularismos imperiales, o que existen consensos acerca de la justicia que en realidad son injustos con muchos colectivos; en cambio, renunciar a las propias ideas de «verdad», «universalidad» o «justicia» es suicida para cualquier lucha de emancipación. En el terreno de la convivencia democrática, la alternativa al imperio de la razón traducido en el principio de laicidad es el imperio del dogma basado en la fuerza bruta. Este es el cruce. La extrema derecha tiene clara su elección. Las fuerzas democráticas de todo el mundo también deben tener claro cuál tiene que ser la suya.
Referencias bibliográficas
Domènech, A. (2019). El eclipse de la fraternidad. Una revisión republicana de la tradición socialista. Akal.
[1] Antoni Domènech (1952-2017) fue un filósofo y político catalán, profesor en la Universitat de Barcelona y fundador de la revista Sin Permiso. Reconocido por sus contribuciones al pensamiento político, especialmente en la defensa del republicanismo, el marxismo y la tradición ilustrada, su obra principal, El eclipse de la fraternidad, analiza la historia del republicanismo y su conexión con el socialismo, reivindicando la fraternidad y la igualdad como valores políticos esenciales para la emancipación.
Lluís Pérez-Lozano: es filósofo político. Doctor en Ciencia Política por la Universitat Pompeu Fabra, es miembro del Grupo de Investigación en Teoría Política de esta universidad, y director académico de la Fundació Josep Irla.