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El Congreso Antimasónico de 1896

Asistieron más de 30 obispos y 50 delegados episcopales

El Congreso Antimasónico de Trento tuvo lugar entre el 26 y el 30 de septiembre de 1896. La localidad elegida para la reunión pertenecía en ese momento al Imperio Austrohúngaro. No cabe duda de que resonaba su pasado religioso, vinculado al famoso Concilio donde se sentaron las bases de la Contrarreforma.

El Congreso fue organizado por la Liga Internacional Antimasónica, que se había fundado en 1893 en Roma, y que dirigía el príncipe Carlos de Löwestein, un destacado noble alemán, político del Zentrum católico, siendo miembro del Reichstag, para terminar como fraile dominico. León XIII, que había actualizado el discurso antimasónico de la Iglesia Católica, dedicó un Breve a esta reunión. El papa publicó hasta cuatro Encíclicas sobre la masonería, consciente de que la última sobre esta cuestión era muy antigua, del papa Pío IX, y del año 1846.

Acudieron treinta y seis obispos, cincuenta delegados episcopales y hasta setecientos delegados de distintas organizaciones religiosas, con una fuerte presencia de franceses y austriacos. Los españoles tuvieron, en cierta medida, algo de protagonismo. El pretendiente carlista, el conocido como Carlos VII, asistió al Te Deum que clausuró el Congreso. Pero, además, intervino para advertir a los gobiernos europeo que debían combatir a la Masonería o llegaría el día en el que se haría dueña de “las masas sin Dios” para lanzarlas a la conquista del poder, haciendo tabla rasa de lo “más santo y sagrado”. Pero, además, vaticinaba que sus leales, es decir, los carlistas, tendrían que “batirse el cobre para restaurar la civilización cristiana y salvar a España”.

Otra referencia española en el Congreso tuvo lugar en la mañana de la sesión final cuando Pedro Pacelli, un escritor y periodista italiano, presentó una moción para que se aplaudiese al diputado Vázquez de Mella, que en las Cortes había presentado una petición para que se declarara “ilegal, facciosa y traidora a la Patria la Masonería”, quitando de los empleos públicos a los masones.

El Congreso Antimasónico de Trento de 1896 trató cuatro grandes temas: la doctrina masónica, la acción masónica, la oración y la acción antimasónica.

En relación con la doctrina masónica, se trató sobre las supuestas doctrinas religiosas que habrían inspirado a la Francmasonería.

Las conclusiones se apoyaban en la autoridad oficial que sancionaba las doctrinas expuestas, supuestamente, en una amplia bibliografía de obras masónicas y que habían figurado en una exposición de dicho Congreso. En consecuencia, se declaraba que esas doctrinas religiosas y filosóficas de la Masonería serían las doctrinas “fálicas” de los antiguos misterios que, desde la India, pasando por las civilizaciones antiguas occidentales, los druidas, llegaban hasta los tiempos del cristianismo a través de distintos movimientos heréticos. Al final, estarían los “filósofos del fuego o alquimistas” o los rosacruces, que, siempre según estas conclusiones, habrían fundado la Masonería el 24 de julio de 1717 para perpetuar con su simbolismo el culto de “falo”, llamado también “naturalismo o culto a la naturaleza”. Por eso, la Masonería se definiría así misma como “la capacidad de la naturaleza, la inteligencia del poder que existe en la naturaleza y sus diversas operaciones”.

Esa capacidad de la naturaleza se vincularía a la “luz”, que iluminaría a todo hombre que venía al mundo. La inteligencia del poder se referiría a la ciencia que abrazaba todas las ciencias y en particular la ciencia del hombre, “nosce te impsum”. Y, por fin, en cuanto a la variedad de las operaciones de la naturaleza, se proclamaba un sistema de moral velado por alegorías y adornado de símbolos.

En conclusión, la masonería era la ciencia “del santo nombre de Dios, de la palabra Gehová pronunciada é interpretada en el lenguaje de las logias por HI-HO que quiere decir El-Ella; los dos sexos, el poder generador.”

En realidad, asistimos a una complicada y difícilmente entendible teoría sobre los supuestos orígenes religiosos de la Masonería, pero que pretendía ser muy científica como medio para demostrar unos orígenes oscuros de la misma con el fin de cimentar la primera piedra de un discurso combativo.

Otro aspecto fundamental que trató el Congreso sería el supuesto satanismo de la Masonería.

En primer lugar, se dictaminó que, en la Masonería de los tres primeros grados, esto es, aprendiz, compañero y maestro, la mayor parte de sus miembros ignoraban la significación de sus símbolos y, por consiguiente, al no estar preparados moralmente para tener relación con los espíritus o Satanás, no se podía afirmar que en la Masonería común existiese una relación “física y sensible” con los malos espíritus. Pero desde el punto de vista moral e intelectual, sí tenía una relación perfecta con el satanismo porque era una asociación que se llamaba Dios así misma, entendido este Dios como Lucifer o el Sol, como principio de la generación material universal.

En todo caso, los maestros de la que en el Congreso se definía como “simple masonería”, por sus propios símbolos y por sus reuniones aparte de los aprendices y de los compañeros, ajenos a dicha simbología, podían practicar si querían la magia, con el nombre de “masonería sacerdotal”, ya que, al convertirse en maestros eran sacerdotes de Satanás, que estaría representado por la estrella flamígera.

Sobre la acción masónica se aprobaron un conjunto de conclusiones. Se definió a la Francmasonería como una secta religiosa y maniquea, cuyos secretos y misterios terminaban con el culto a Lucifer por oposición a Dios, el considerado por los masones como el “Dios-malo”. El demonio, consciente de que era imposible que la generalidad de los hombres pudiera adorarle, empleaba a la Masonería, para inocular en las lamas “el germen del naturalismo”, que era la completa emancipación del hombre respecto a Dios. Para hacerlo la Masonería se esforzaba en poner en el mismo lugar a todas las religiones, atacando al catolicismo a través de la prensa y la escuela laica. Otro medio fundamental que emplearían los masones sería la promoción del espiritismo.

Pero, además, la Masonería sería una secta política que procuraba apoderarse de los gobiernos para convertirlos en instrumentos de sus acciones, además de sembrar la rebelión por todas partes. El objeto de la Francmasonería en esa acción revolucionaria sería establecer una especie de república universal basada sobre el ataque a la “soberanía divina”, aboliendo las fronteras y atacando el patriotismo, considerado para el Congreso como un sentimiento que, después del amor a Dios, habría inspirado a los hombres las más bellas acciones y los más nobles sacrificios. La labor política se complementaba con el intento de los masones de introducir legislaciones anticristianas.

La Masonería sería responsable de la expansión del socialismo al sustituir el “ideal cristiano de felicidad social” y la jerarquía social cristiana basada en la caridad por una pretendida igualdad de todos los hombres entre sí. El socialismo, por lo tanto, sería una especie de hijo de la Masonería, y muy peligroso porque al combatir la idea de la justicia divina en el otro mundo estaba inoculando en el pueblo la idea de que la felicidad solamente se hallaba en los goces de este mundo, y que todos tenían derecho a los mismos. La filantropía masónica era opuesta a la caridad cristiana porque aquella buscaría el amor puramente natural entre los hombres, además de que se ejercía solamente entre masones contra el resto de la sociedad.

La masonería corrompía irremediablemente a la familia porque hacía ingresar a las mujeres en las logias, y sería el alma del movimiento feminista o de emancipación de las mujeres.

Por fin, la Masonería promovería fiestas civiles intentando abolir las religiosas, es decir, fomentaba la secularización de la sociedad.

El Congreso Antimasónico de Trento resumió, por lo tanto, gran parte del pensamiento integrista católico y reaccionario contra la Masonería en el cambio de siglo, y tuvo gran influencia en la Europa católica, inspirando a muchos personajes religiosos y políticos. En todo caso, también es cierto que en ese momento el antimasonismo sufrió una crisis porque en abril de 1897 se destapó el fraude que había supuesto la figura y obra de Léo Taxil. Pero, que el propio escritor francés, casi un “superventas” de su época, reconociera que todo lo que había escrito era mentira o una broma, no amilanó a los más conspicuos antimasones. Contaban con el apoyo de León XIII que, además, de condenar a la Masonería, propuso claramente un método para combatirla, y que pasaba por distintas acciones. Había que impulsar una acción colectiva contra la Masonería que debía aunar a pueblos con gobernantes para ayudar a la Iglesia, una idea que se consideraba que convendría a las cabezas de los Estados porque sus tronos se reforzarían, pero también sería buena para los pueblos porque encontrarían en los gobiernos los defensores de sus intereses contra los enemigos que en la sombra conspiraban contra ellos.

Pero el papa era consciente que esta unión era muy difícil de lograr, por lo que ofrecía los remedios que tenía a mano. Así se renovarían las excomuniones y censuras contra los masones, con prohibiciones taxativas a los católicos para unirse a los mismos, además de mandar a los ya afiliados a que abandonasen las sociedades secretas. El papa también avisaba a los monarcas que se convertían en instrumentos de la masonería estando cerca de la misma creyendo que con eso conseguían controlarla.

Los prelados también tenían su responsabilidad con el fin de quitar la máscara a los masones para que todo el mundo supiera quiénes eran, es decir, hacer público los nombres de los que pertenecían a la orden. Además de la labor de denuncia los prelados debían empeñarse en propagar el conocimiento de la religión.

Un recurso clave pasaba por el acercamiento a los obreros, vinculándose con los planteamientos del catolicismo social de este mismo pontífice, para formar asociaciones que amparasen a los mismos, porque su falta de educación y cultura les convertían, supuestamente, en fáciles presas de la Masonería. La creación de sociedades obreras católicas se convertía no sólo en una posible manera de evitar el conflicto social y que los trabajadores no fueran socialistas o anarquistas, sino también para intentar impedir una supuesta contaminación masónica. Se consideraba que los obreros solamente sucumbían a los halagos de esas fuerzas por necesidad, por su falta de recursos. Si se conseguía que tuvieran cubiertas sus necesidades no serían ni socialistas, ni comunistas, ni masones.

La educación católica de la juventud se convertía, por fin, en un remedio fundamental porque los masones tendrían una especial preocupación por la educación. La Iglesia tenía que hacerse con la educación. 










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