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Religión y laicismo. Enrique Diego-Madrazo y Azcona (II) · por José Antonio Ricondo

​Descargo de responsabilidad

Esta publicación expresa la posición de su autor o del medio del que la recolectamos, sin que suponga que el Observatorio del Laicismo o Europa Laica compartan lo expresado en la misma. Europa Laica expresa sus posiciones a través de sus:

El Observatorio recoge toda la documentación que detecta relacionada con el laicismo, independientemente de la posición o puntos de vista que refleje. Es parte de nuestra labor observar todos los debates y lo que se defiende por las diferentes partes que intervengan en los mismos.

Era un científico que interpretaba a Dios, Sumo Hacedor, a lo largo de sus resultados, de la composición del Universo, del medio de la Naturaleza, del hombre y de la mujer

Si don Enrique no comulgaba con el poder de la Iglesia no era más que por estimarla y creerla la principal causante, sin duda, de las indignidades, padecimientos y ofensas por los que atravesaba la patria; de eso, y en congruencia con su proyecto y concepción socialista, se origina que se alinease con una defensa del laicismo en la escuela, que no proviene  de un mero burdo anticlericalismo convencional, sino de principios cognitivos, pedagógicos y científicos.

Nadie tiene derecho a sorprender su conciencia, en estado de indefensión (…) ¿Para qué influir a destiempo con una creencia que, reinando con carácter de privilegio, ha de perturbar mañana la mentalidad creándole conflictos de incompatibilidad en muchas cuestiones trascendentales?

Nadie tiene derecho de secuestrar el alma de la infancia y traicioneramente robarle su libertad de pensamiento (Pedagogía y Eugenesia, 1932, 97-98).

Tres lustros antes, a la edad de 68 años, ya consideraba que era necesario no privar al niño de este derecho, y se expresaba así:

Nadie tiene derecho a infundir sentimientos que más tarde anula el libre albedrío (Introducción a una Ley de Instrucción Pública, 1918, 62).

No coge de sorpresa ni hay objeción alguna a que Diego-Madrazo pertenecía al grupo social minoritario y reformador

En el fondo de toda esta situación lo que subsistía era el Concordato que, desde mediados del siglo XIX, en 1851, había sido firmado por la Iglesia y el Estado con la consiguiente reasunción de la autoridad de aquélla en la vida pública del país. Así manifiesta en 1904, por ejemplo, el cariz teatral del Santander del nuevo siglo:

Santander no peca de extremada delicadeza artística; su teatro, pequeño y frío, carece de elegancia y confort. Los frailes, ya por entonces, se habían multiplicado, y de todos los colores é indumentaria circulaban por el seno de las familias burguesas, predicando la beatería y el horror á un arte lleno de insinuaciones pecaminosas y que casi nunca hablaba bien de la religión ni de sus ministros (El fin de una raza, 1913, 87).

Por su parte, dirigiéndose a la mujer, para el autor pasiego aburrida en esos inviernos cántabros, se ve su optimismo vitalista:

Adora á Dios en toda su obra, con la salud y alegría que dispuso en tus hermosas entrañas (Ibídem, 88).

No coge de sorpresa ni hay objeción alguna a que Diego-Madrazo pertenecía al grupo social minoritario y reformador. Consecuente y convenientemente por ello, mediante sus sugerencias y planes, que tanto reprodujo y expuso a lo largo de sus libros y escritos, este pensador, con raíces positivistas, hubo de alejarse del sistema imperante. Y también, refutar, partiendo de procedimientos desembarazados y librepensadores, y tanto institucional como individualmente, los usos y abusos que los clérigos, en general, seglares y regulares, y específicamente en cuanto a la educación, habían venido, de un modo persistente, ejerciendo en el transcurso de más de medio siglo de nuestra historia y, según el escritor pasiego, cercenando así toda posibilidad de progreso y libertad.

Diego-Madrazo, consecuente no únicamente por su disposición a conformar su teoría del conocimiento y del mundo sólo a través de la ciencia, sino del mismo modo debido a su propia filosofía liberal, se distancia de una manera más que aparente de la Iglesia entendida como jerarquía y poder. Él que, como hombre religioso, nunca se apartó del conocimiento de Dios, y que -como, por ejemplo, Giner- no concebía otra educación que no fuese neutra:

En los pueblos donde a esa diversidad de centros sirven de base ideas religiosas o políticas se crea de este modo una enseñanza confesional, estrecha, de partido, que por la índole misma de su fundamento, divide al pueblo casi desde la cuna en castas enemigas, inspiradas de las dos especies más terribles de fanatismo, entre tantos como entristecen a la humanidad y la deshonran (Francisco Giner de los Ríos, en EDUCACIÓN NEUTRA, Ensayos menores sobre Educación y Enseñanza).

En las dos primeras décadas del siglo XX se germina, entonces, una problemática clerical -que el pensador no comparte- con todas las extensiones liberalizadoras, partidarias e intransigentes de los sectores más izquierdistas, las cuales serían la fuente y procedencia de una sucesión de alborotos y revueltas. En esta fase histórica conminaba – con una mayor gravedad- la problemática social.

Diego-Madrazo, como científico, intelectual y pedagogo, no imagina ni entra en sus planteamientos dicha posición, la cual iba a traducirse rápidamente en agresiones violentas contra la vida de las personas y la consiguiente creación del clima de terror. Para él, la moral natural, “moral abierta” bergsoniana, emancipadora y autónoma, del hombre universal, la moral del amor, suma y marida

… a los hombres, y las religiones los separan. Es un error suponer que los espíritus religiosos son más morales que los otros. ¿Por qué engendrar dudas en el alma sencilla del niño y aterrorizarle con castigos imaginarios? Los dogmas religiosos han hecho correr ríos de sangre, y sin convencerse unos a otros, siguen en pie, rígidos, ceñudos y vengativos. Sólo la magnificencia de la verdad moral va aplacando los fanatismos y disipando los rencores. (Introducción a una ley de Instrucción Pública, 1918, 62-63).

De todas maneras, reconocía la existencia de Dios como creador del mundo y de las leyes de la naturaleza, afirmando también la existencia de un dios personal, creador y gobernador de ese mundo; era un científico que interpretaba a Dios, Sumo Hacedor, a lo largo de sus resultados, de la composición del Universo, del medio de la Naturaleza, del hombre y de la mujer; a ésta se conduce con estas palabras llenas de su moral de la vida:

Créeme, será más grato al Espíritu de la creación ir con él de la mano y, en alto la cabeza, gozar del misterioso cantar, que, melancólica y taciturna, negar su obra (El fin de una raza, 1913, 88).

Son términos que, más moderados, evocan los del profeta  Zaratustra cuando en Así habló Zaratustra, Nietzsche nos enseña a estimar y a estar enamorado de la vida:

Hay predicadores de la muerte; y la tierra está llena de gente a la que hay que predicar que renuncien a la vida (Nietzsche, 1984, 68).

En lo que a la historia de la Iglesia respecta, atiende a lo que él cree que son los móviles y la trama del declive nacional, inculpando

… como principales causantes de ella, á las dos fuerzas que, reunidas por interés común, se han erigido en directoras de la sociedad española (¿El pueblo español ha muerto?, 1903, 131).

Esos dos pilares

… son la monarquía con su interés de clase y la iglesia católica con su interés de clase también (Ibidem, 131).

Rechaza el pensador la institución de la Iglesia evidenciando la pérdida de sus primeras causas, de sus rudimentos básicos:

Roma, una vez alcanzado tan inmenso triunfo [creciente proselitismo], cuando su influencia es todopoderosa, cuando con sus Papas y su Iglesia se ve dueña del alma europea, es cegada por su poder, y quiere más, quiere hacerse también dueña del cuerpo del hombre; ya no ostenta en su bandera la conquista del espíritu solamente, sino que dice que la materia también le pertenece; no se contenta, como debiera, á ganar el cielo, sino que acomete contra la tierra (…) (Ibidem, 133).

Lo notable en Diego-Madrazo del á Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César es lo oportuno de la “doctrina”, ya que la Iglesia no era sólo la responsable de la demora y deuda cultural y social, o del impulso de enseñanzas fetichistas, sino -aún más fraudulento- del mantenimiento, aseguramiento y auxilio prestado a la Monarquía que, tradicionalmente, había nutrido y sostenido al país y al pueblo en la incompetencia y analfabetismo, en la rudeza y en el salvajismo intelectual y moral, “taciturnamente, negando la obra” del Creador, como destacaba Diego-Madrazo.

La supeditación recíproca entre la Monarquía y la Iglesia encarnaba una verdadera retranca a una sociedad adelantada y progresista, por su materialismo, capitalismo e individualismo:

(…) la religión cristiana, que vino á purificar al hombre, (…) se precipita de hecho en los mismos apetitos que vino á condenar, y aquella clase directora de la iglesia católica decae, va poco á poco perdiendo el culto de su aspiración de los primeros tiempos, déjase ir por la suave pendiente de los sentidos, la materia vuelve á mostrar sus encantos y comienza á seducir á todos los miembros del cuerpo eclesiástico, aún á la misma cabeza (Ibidem, 133-134).

Enfrente de esta situación, el ilustre pasiego rechaza y excluye cualquier otra consecuencia que no sea la que anticipó líneas atrás, “las religiones separan a los hombres”, surgiendo así las denominadas guerras de religión en el siglo XVI:

¿Cuál fué el resultado de la terrible lucha que ensangrentó los campos de Europa durante el período (…) de las guerras religiosas? El resultado fue dividirse la primera, única y universal sociedad cristiana, en dos sociedades, y las dos igualmente cristianas. La una, la disidente, sumó sus prosélitos en el punto donde tuvo su origen, en el seno de la Germania, y por punto general, fué la raza anglo-sajona la que aceptó así el criterio religioso del libre examen, como la protesta contra la conducta de la curia romana (Ibidem, 136).

Y en cuanto a la otra,

La raza latina, y al frente de ella nosotros, perseveró en la doctrina de la iglesia católica, y fieles seguimos á estos antecedentes (Ibidem, 136).

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