La histórica hostilidad entre Estado e iglesia en México ha vuelto a surgir a raíz de las elecciones del año 2021.
A partir de una denuncia del partido Morena, cuatro sacerdotes de la iglesia católica fueron declarados culpables de violar la Constitución pues, a ojos de la justicia electoral, realizaron declaraciones que implícitamente llamaban a votar en contra de dicho partido. Como resultado, los sacerdotes fueron amonestados y ordenados a eliminar las publicaciones con sus expresiones, siendo derivados a la Secretaría de Gobernación para que ella impusiera sanciones administrativas.
La decisión del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación se fundamenta en el artículo 130 de la Constitución Mexicana, el que establece una prohibición que grava exclusivamente a los ministros de culto, los que no pueden “realizar proselitismo a favor o en contra de candidato, partido o asociación política alguna” ni expresarse públicamente en oposición “a las leyes del país o a sus instituciones”. La prohibición ha pasado a la ley, estableciéndose sanciones penales y administrativas contra quienes profieran tales expresiones.
Se presenta un fenómeno curioso. La prohibición mexicana es centenaria y anterior al moderno Derecho Internacional de los Derechos Humanos (DIDH), estando vigente desde la adopción de la Constitución de 1917. La prohibición se ha normalizado en la cultura mexicana, al punto que pocos reparan en su ilegitimidad. Sin embargo, a la luz de los tratados, la prohibición es un claro ejemplo de una norma proscrita por el DIDH, puesto que discrimina en base a categorías sospechosas, y afecta la libertad de expresión sin una justificación legítima, como exponemos en este breve artículo.
El choque entre la iglesia, el Estado y la Constitución Mexicana de 1917
Las tensiones entre el Estado mexicano y la iglesia se reflejan en la Constitución de 1917 y su legislación subordinada. Fue ésta Constitución la que negó la personalidad jurídica a la iglesia; fijó el máximo de ministros de culto admitidos en el país, y quitó el derecho al voto y a la expresión política a los ciudadanos que fueran ministros de culto.
A las prohibiciones constitucionales se le sumó la llamada “Ley Calles” (1926), que entre otras cosas estableció una serie de normas penales que prohibieron el culto religioso fuera de los templos, el sacerdocio por quienes no fueran nacionales mexicanos, el uso de distintivos religiosos en público y la crítica pública a las leyes del Estado, con una pena de más de cinco años de cárcel. Además, la ley prohibía la existencia de establecimientos educativos confesionales, aún en manos de privados.
Todo ello llevó a la guerra civil entre el Estado mexicano y los católicos que se resistieron a la ley. La “Ley Calles” se mantuvo vigente hasta 1992, año en que se reestablecieron las relaciones diplomáticas con la Santa Sede; y si bien se realizaron algunas reformas al artículo 130 de la Constitución (en 1992 y 2016) –como la restitución del voto a los sacerdotes– la prohibición discriminatoria sobre la expresión ha permanecido hasta nuestros días.
La libertad de expresión en el Sistema Interamericano de Derechos Humanos
La Convención Americana sobre Derechos Humanos (CADH), reconoce que todas las personas tienen el derecho a la libertad de pensamiento y de expresión, que protege la difusión de “informaciones e ideas de toda índole” a través de cualquier medio. Las personas, entonces, tienen el derecho a expresarse libremente acerca de cualquier asunto (incluyendo religión y política), a través del medio de su elección.
Excepcionalmente, existen expresiones no protegidas como lo son “toda propaganda en favor de la guerra y toda apología del odio nacional, racial o religioso” que incite violencia o alguna acción ilegal en contra de cualquier persona o grupos de personas. Las expresiones protegidas sólo pueden restringirse por las causas expresamente recogidas en el artículo 13.2. Las normas de igual protección –contenidas en los artículos 1.1 y 24 de la CADH– exigen al Estado proteger los derechos humanos sin discriminación alguna por cualquier motivo, dentro de los que se incluyen expresamente la religión y opiniones políticas de los individuos.
En este sentido, la libertad de expresión de los ministros de culto se encuentra claramente protegida por el derecho interamericano. Además, es un derecho que está profundamente relacionado con la libertad de conciencia y religión, ya que este último se refuerza con la libertad de expresión, medio necesario para el ejercicio libre de la aquella.
Convencionalidad del artículo 130 constitucional
En 1981, México se adhirió a la CADH. Curiosamente, el Estado hizo reserva por su negación del derecho a voto de los sacerdotes, pero no lo hizo respecto de la libertad de expresión. Desde 2011, bajo los precedentes de la Suprema Corte de Justicia de México (ver acá y acá), los derechos contenidos en la Convención son parte del orden jurídico nacional.
La prohibición mexicana implica una violación a los derechos humanos por ser una prohibición categórica sobre la libertad de expresión. Es categórica porque afecta a 1) una categoría específica de ciudadanos (los mexicanos que ostentan estado clerical o “ministerial”); y 2) una categoría de contenido discursivo protegido por el DIDH (las expresiones sobre asuntos públicos y políticos relativos a candidatos, partidos, asociaciones y propuestas legislativas).
Los discursos de los ministros de culto relacionados con asuntos políticos no son discursos prohibidos por la CADH, sino especialmente protegidos por su temática. No obstante, México las prohíbe.
La prohibición es selectiva, en base a categorías sospechosas –el estado clerical como “otra condición social”– puesto que, de no ser por dicha condición personal, las expresiones tendrían protección absoluta e incuestionable.
La presencia de categorías sospechosas exige al Estado superar un escrutinio estricto (Pávez, 2022). Los tribunales mexicanos argumentan en favor de la prohibición con el objetivo de preservar el principio de separación entre iglesias y Estado. Pero la adopción de dicho principio, siendo enteramente válido como decisión política, no constituye un fin convencionalmente imperioso que justifique la prohibición. Cualquier forma de separación entre iglesias y Estado que se adopte debe respetar los derechos humanos que operan como límite a la libertad configurativa en esta materia.
Cabe notar que el asunto tiene múltiples precedente en el Sistema Interamericano, reforzando nuestra postura. En los años setenta y ochenta, la CIDH tuvo una serie de pronunciamientos condenando como atentados a la libertad religiosa los intentos estatales de impedir a las iglesias y sus líderes religiosos realizar actividades y emitir discursos basados en sus doctrinas sociales, teológicas y políticas, y con los cuales ellas se opusieron a regímenes autoritarios en El Salvador, Guatemala, Paraguay, Cuba y Nicaragua.
De manera notable, en su informe país sobre Cuba, en 1983, la CIDH acertadamente constató que de las creencias religiosas se pueden desprender pautas voluntarias de conducta “para guiar las conductas prácticas de los creyentes en determinados momentos de la vida política de un país”.
De igual manera señaló que de las “creencias básicas pueden deducirse postulados doctrinarios que sirvan de sustento a modelos de organización económica, social y política; en tal carácter, ellos y las acciones en ellos inspiradas escapan al ámbito de la religión e ingresan al campo de la política; su protección, por tanto, es materia derivada de la vigencia de los derechos políticos” (el destacado es nuestro).
En su informe país sobre Nicaragua, en 1979, la CIDH tuvo un pronunciamiento dirigido directamente al corazón del asunto que abordamos en este ensayo, condenando idénticas prohibiciones sobre la libertad de expresión de los ministros de culto en la Constitución de 1974, las que impedían a clérigos el realizar “propaganda política” o de “criticar a las leyes del Estado, al Gobierno o a los funcionarios en particular”.
En su informe la Comisión declaró que la prohibición era una “grave limitación al ejercicio de la libertad de culto, especialmente en lo que atañe a la defensa por parte de los clérigos y sacerdotes de la observancia de los derechos humanos, que ellos consideran inherentes a su función religiosa.” (Enhorabuena, Nicaragua terminó eliminando tal prohibición de su constitución. Queda imaginar cuánto más grave sería ahí la situación de la persecución a la iglesia hoy, si es que tales prohibiciones hubieran sido consideradas válidas por la CIDH en el pasado)
Frente a esto, es necesario que el Estado mexicano emprenda una serie de reformas jurídicas a nivel constitucional y legal para compatibilizar su legislación con la Convención Americana y otros instrumentos internacionales relacionados con el derecho a la libertad de expresión.
Sin duda, México puede mantenerse fiel a su decisión constitucional de separación entre el Estado y las iglesias, pero con la debida observancia de sus obligaciones en materia de derechos humanos, sin encontrar en su historia y tradición una justificación que le permita violarlas impunemente. Hasta que esta prohibición del artículo 130 no desaparezca, en México se seguirá violando el derecho humano a la libertad de expresión de los mexicanos que son ministros de culto, con las consecuencias y peligros que ello conlleva.