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Sinjar’: qué miedo al Estado Islámico

Me da pena lo que observo y escucho, pero no me toca excesivamente la fibra emocional. No me meto dentro

Apasionándome la escritura de Emmanuel Carrère, aunque no toda, autor de tres obras maestras tituladas El adversario, De vidas ajenas y Limonov, no logro concentrarme en las exhaustivas crónicas que publica en este periódico sobre los juicios que se han celebrado en París abordando la carnicería que perpetraron hace años un grupo yihadista, quitándole la vida o dejando mal heridos, y con permanentes pesadillas en sus sueños y en su corazón a cientos de personas que cometieron el intolerable pecado de ir a un concierto en Bataclan, trasegar copas en los bares, cenar en restaurantes o, simplemente, dar un paseo nocturno en una zona que los matarifes declararon apta para el degüello colectivo.

Comienzo estas crónicas pero no llego al final. El problema debe de ser mío, no de su talento narrativo. Hace tiempo que las barbaries del Estado Islámico no nos tocan de cerca. Se siguen perpetrando en Asia y en África, pero ya no son noticias de primera plana en los medios occidentales. Nuestra implicación es más tibia cuando el monstruo actúa lejos de nuestra cotidianidad. Nadie que viviera en Nueva York, Madrid, Londres, París, Niza y Barcelona va a olvidar el espanto que asoló ya en el pasado a estas ciudades, sentir el aliento de la bestia en el cogote, pero si esta sigue asesinando sistemáticamente en Siria, Yemen o Afganistán, el asunto nos resulta lejano, no alborota nuestros sueños. Es tan normal y tan humano como lamentable.

La directora catalana Anna Bofarull se ha propuesto en su película Sinjar hablar de existencias machacadas con las que se sigue cebando el fundamentalismo islámico, en nombre de Alá y de lo que le sale a los barbudos de los genitales, torturando o exterminando no ya a los infieles, si no también a sus compatriotas más débiles, incluyendo a las sometidas y vulnerables mujeres, desprovistas de derechos, condenadas al abuso, la invisibilidad y la resignación porque así lo deciden las leyes de los fuertes.

Al parecer, lo que describe Bofarull, no se debe exclusivamente a su imaginación, a sus buenas intenciones o a su conciencia social. Cuenta que viajó a los campos de refugiados en Kurdistán y escuchó múltiples testimonios de gente que había logrado escapar momentáneamente del horror. Y narra tres historias paralelas. La que arranca en Barcelona es muy inquietante. Una señora viuda, de clase media, enfermera, descubre que su hijo, un tipo educado con el que tiene una relación dulce, aparentemente normal, ha desaparecido repentinamente. La policía aumenta su desdicha al asegurarle que ha viajado a Siria para ponerse a las órdenes del Estado Islámico. Y esta afligida mujer no da crédito a la tragedia que está viviendo, ningún dato le había permitido intuir la transformación de su hijo, quiere viajar allí e intentar rescatarlo. Lo tiene jodido, el chaval se afirma en su futura vocación de mártir. Las otras dos historias las protagonizan una chica que consigue huir de Sinjar y acaba tomando la decisión de empuñar una metralleta y unirse a las milicias kurdas que plantan batalla a los que destrozaron su existencia, y una mujer y sus pequeñas hijas contratadas como esclavas por un pez gordo del yihadismo. La desesperada madre consiente en nombre de la supervivencia que la viole a ella y ser tratada como un animal desamparado, pero no le queda más remedio que escapar sin rumbo fijo cuando constata que su dueño también va a violar a sus niñas.

Se supone que ante tramas tan angustiosas y feroces, y que podrían ser reales, los espectadores van a estar permanentemente intrigados, implicados y conmovidos. Pero en mi caso, consulto más de una vez el reloj a lo largo de sus 130 minutos de metraje. Y es algo que siempre me resulta alarmante. Me da pena lo que observo y escucho, pero no me toca excesivamente la fibra emocional. No me meto dentro. Y tiendo a pensar que la culpa no es mía sino de la forma en que está dirigida la película. Sus intenciones me parecen loables, pero su narrativa me parece tibia, irregular. También un poco forzada en la descripción sin matices que hacen de un villano excesivo. Y deduzco que el tono ocre de la fotografía está muy pensado. Pero en las escenas nocturnas tengo que esforzar la vista para captar las imágenes. Igual es un problema de mis viejos y cansados ojos. O de que la directora quiere aumentar el tenebrismo de las situaciones.

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