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El cuerpo de las mujeres es un territorio político

Algunos dirán que exageramos, que las mujeres en España somos “ciudadanas de pleno derecho”. Lo somos, supongo, más allá de todo lo invisible y subterráneo que tiene que ver con nuestra cotidianidad y sobre lo que no se legisla

Pasé toda mi adolescencia y parte de mi juventud con miedo y vergüenza hacia mi cuerpo. Mi cuerpo era el campo de batalla perfecto, en él tenía lugar una guerra que no se acababa nunca. Una guerra impuesta por la mirada ajena, por el juicio de los otros. Podías caer en cualquier momento si tu cuerpo no encajaba en lo que se esperaba de ti: si estabas gorda, si sangrabas, si te retorcías de dolor, si te quedabas embarazada deseándolo o no. Todo aquello se vivía en silencio, en la intimidad con una misma, entre las paredes de un cuerpo tratado tantas veces con excesiva dureza. 

Las mujeres nos pasamos toda la vida luchando contra nuestro propio cuerpo, sometiéndolo a dietas, detestando nuestro sangrado y el dolor —ese dolor tan desconocido del que tan solo ahora comienza a hablarse—, temiendo quedarnos embarazadas accidentalmente, paralizadas ante la idea de que alguna de estas cuestiones que tienen que ver con lo material, con tener un cuerpo en un mundo neoliberal donde no somos más que meros recipientes para el capital, nos haga perder un trabajo, la salud mental. Para algunos quizá suena demasiado dramático, para otros sonará a relato de ciencia ficción. No hace tanto, si escribías sobre la regla o hablabas sobre ello públicamente, se consideraba una “mariconada” (alguien usó esta palabra para referirse a algo que yo había escrito sobre la regla hace tan solo seis años). 

Hasta que te quedas embarazada, vives más o menos en silencio tus dolores, tus sangrados, el momento del año en que empieza a hacer calor y tienes que desprenderte de todas las capas bajo las que te has ocultado para no ofender al mundo con tu cuerpo. En el momento exacto en que una mujer se queda embarazada, deseándolo o no, su cuerpo pasa a ser un territorio de debate público. Si hay un tema que hace revolverse a la sociedad entera es el aborto. Todavía hoy el aborto es algo secreto de lo que una no puede hablar públicamente, es un estigma. Y el embarazo o el parto, esos caminos que muchas mujeres hemos transitado, están sumidos en la mitología más fantástica de todas. La cuestión es que el cuerpo de las mujeres es un instrumento político en el centro de un debate polarizado hasta el extremo. Cualquiera puede opinar sobre nosotras, menos nosotras mismas. Algunos pensarán que la metáfora bélica es un cliché, pero ¿cómo si no se puede entender la relación conflictiva que nos obligan a tener con nuestro cuerpo? Somos lanzadas al mundo con un cuerpo que desconocemos completamente, que cuestionamos y odiamos, un cuerpo invisible y doliente. 

Recuerdo que casi hasta mis 30 años, uno de mis mayores miedos era quedarme embarazada. Mi madre me había tenido antes de los 20 años, había dejado de estudiar, se había casado con mi padre, no había tenido la posibilidad de elegir. Mi abuela, la madre de mi madre, se había quedado embarazada a sus 40 años de su quinta hija, un embarazo que no deseaba. Mi madre me ha hablado muchas veces con cierto asombro sobre cómo su propia madre le contaba que, como no quería más hijos, cuando supo que estaba embarazada de nuevo hizo algunas “cosillas” para abortar de manera natural. No funcionaron, claro, mi madre nació. Por todo esto, por el miedo que me daba repetir la historia de mi madre, un embarazo no deseado era un escenario terrorífico a mis 20, a mis 25 y a mis 30 años. Me consolaba saber que existía la posibilidad de abortar, pero no quería tener que llegar hasta ese punto porque tenía muy claro que ninguna mujer toma la decisión de abortar por capricho o indecisión. Creo que debe de ser una de las decisiones más difíciles de la vida. Nunca me pasó, la primera vez que me quedé embarazada tenía 32 años y parí a ese bebé deseado. Y justo ahora que mi hijo tiene tres años y me reclama a todas horas, ahora más que nunca entiendo lo que implica la maternidad, la enorme responsabilidad que es. Y lo solas que están las madres en el mundo. La escritora Leslie Jamison publicó un artículo en el que hablaba de que la crianza de los hijos cambia completamente los pilares básicos de la experiencia: el tiempo, el sueño, el dinero y la soledad. «Cada momento del cuidado de los hijos —cada hora, cada día— es un argumento de por qué es importante que la maternidad y la paternidad sean una elección. El aborto no tiene que ver únicamente con el embarazo o el parto; tiene que ver con toda esa vida que le sigue: una vida de responsabilidad absoluta, sin paliativos, sin interrupciones; y también con la vida del niño». 

Hace unas semanas, justo cuando se filtró a la prensa el borrador del Tribunal Supremo de Estados Unidos donde se pedía la derogación de la decisión Roe vs. Wade (un caso judicial de 1973 que dictaminó proteger la libertad de las mujeres para elegir abortar), estábamos leyendo en uno de los grupos de lectura feminista que dinamizo El cuento de la criada de Margaret Atwood. El grupo del que les hablo se reúne en mi pueblo, en él hay una veintena de mujeres desde los veintipocos hasta los casi 80 años. Mujeres tremendamente diferentes entre sí que se reúnen cada pocas semanas para debatir sobre un libro. Era la primera vez que se acercaban a la obra de Atwood y casi todas coincidían en que lo que más las atemorizó fue el momento en que la protagonista comienza a perder su libertad, su derecho a trabajar, a tener dinero propio y depende completamente de su pareja. No es algo raro para las más mayores del grupo que han vivido media vida en una dictadura donde no podían divorciarse, necesitaban el permiso de sus padres o de sus maridos para casi cualquier cosa, tampoco podían tener una cuenta bancaria a su nombre y, por supuesto, no podían abortar. Pero la pregunta que se hacían era, ¿cuándo empiezas a darte cuenta de que estás perdiendo libertades?

Algunos dirán que exageramos, que las mujeres en España somos “ciudadanas de pleno derecho”. Lo somos, supongo, más allá de todo lo invisible y subterráneo que tiene que ver con nuestra cotidianidad y sobre lo que no se legisla. Puede que pasemos varias décadas más ignorando la fuerza de trabajo que las mujeres que cuidan representan, trabajo que no cotiza ni es remunerado, aunque sostenga el sistema con agotadoras e infinitas jornadas laborales. ¿Por cuánto tiempo más lo seguiremos siendo? El aborto, la violencia sexual, la violencia obstétrica, la violencia de género, la violencia vicaria, por poner tan solo unos ejemplos, son temas que tienen que ver con la vida y los derechos de las mujeres y que se debaten públicamente. En los parlamentos autonómicos y en el Congreso tenemos ya a un partido de ideología fascista y misógina que se permite cuestionar la Ley de Violencia de Género. Así que yo me pregunto, con cierto temor, con cierta angustia, ¿cuánto tardaría este partido si tuviera una amplia fuerza en el Congreso en imponer su visión de lo que debería de ser la vida de las mujeres? ¿Hasta cuándo nuestro cuerpo y nuestras vidas van a seguir siendo un territorio político?

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