Tapadas de pies a cabeza, con tutores, sin escuela más allá de los 11 años, sin empleo, sin sueños: los talibanes se quitan la careta y aprietan el puño contra medio país.
“Las mujeres de Afganistán se están enfrentando tanto el colapso de sus derechos y sueños como a graves riesgos para su supervivencia básica”. La frase, demoledora, es de Halima Kazem-Stojanovic, periodista y profesora en la Universidad estatal de San José (California) y autora de un estudio, coeditado con Human Rights Watch, que revela el hundimiento de la mitad de la población, la femenina, desde que los talibanes retomaron el poder.
Fue hace siete meses, en agosto pasado, pero parece que han pasado siglos, tan olvidado que ha quedado el conflicto con nuevas guerras, tan medievales que son las medidas contra las mujeres que han vuelto a primer plano en el país. “Los talibanes han impuesto políticas que violan los derechos esenciales, que han creado enormes barreras para la salud y la educación de mujeres y niñas, han restringido la libertad de movimiento, expresión y asociación, y están privando a muchas de los ingresos de su trabajo. La crisis humanitaria que se intensifica rápidamente en Afganistán exacerba estos abusos”, añade la experta en su investigación.
El pasado sábado, se conocía que el Gobierno del Emirato Islámico de Afganistán, como se hacen llamar los islamistas ahora, daba el paso esperado en todos estos meses: burka obligatorio para todas las mujeres. Mujeres tapadas son su velo que va de la cabeza a los pies, que oculta hasta los ojos -se deja una mínima rejilla de tela para poder ver algo- y se complementa con guantes, para que tampoco se exponga ni un centímetro de mano.
Nadie dudaba de que lo impondrían. Ya lo hicieron entre 1996 y 2001, cuando dominaron el país. Ahora, sencillamente, se habían frenado un poco por su estrategia de ir de buenos y así ganarse, si no el reconocimiento internacional, al menos las ayudas que tanta falta le hacen a un país sumido en la miseria. Al expulsar al Gobierno y a los países occidentales, se presentaron en una rueda de prensa diciendo que respetarían los derechos de las afganas, “dentro de la ley islámica”, que podrían “trabajar y estudiar” y que serían “muy activas” dentro de la sociedad. En aquellos días, se dejaron entrevistar por mujeres, vimos a talibanes que hacían ejercicio en el gimnasio del palacio presidencial, que comían helados y que jugaban como niños en coches de choque. Ya se les ha caído esa careta y su verdadero rostro es el que es.
El líder supremo, Hibatullah Akhundzada, empezó diciendo que recurrir al burka es natural, porque es lo “tradicional” en su país -aunque toda una campaña en redes sociales lo ha desmentido con claros ejemplos-, además de lo “respetuoso”. Luego añadió que en realidad se busca con la medida “evitar que las mujeres sufran algún daño o haya algún altercado”. “Queremos que nuestras hermanas vivan con dignidad y seguridad”, argumentaba. Al fin, confesaba: “Hay que evitar la provocación cuando se encuentren con un hombre que no sea un familiar cercano”, esto es, un padre, un hermano o un marido. De nuevo, la mujer demoníaca y tentadora.
No es una recomendación, sino una imposición. Abarca a las mujeres “que no sean demasiado mayores ni demasiado jóvenes”, cita el Ministerio para la Propagación de la Virtud y la Prevención del Vicio. Su nombre lo dice todo. Eso quiere decir que toda afgana, desde aquella que ya haya tenido su primera menstruación -lo que quiere decir que está lista para ser deseada y puede casarse- hasta la que aún no haya pasado la menopausia, tiene que taparse de arriba a abajo.
El edicto lleva un añadido: ya de paso, dice que las mujeres “harán bien en quedarse siempre en casa a menos que tengan un asunto muy importante que atender”. Si no hay escuela, si no hay trabajo, si sobre todo vives en una zona rural, la realidad es que las mujeres ya están encerradas en sus casas, sean las de sus padres, sean las de sus esposos. “Los principios islamistas y la ideología islamista son más valiosos para nosotros que cualquier otra cosa”, justifica Akhundzada, porque esto no es una orden talibán, sino que es “una orden de Alá”.
Arzo tiene 24 años. Nació cuando los talibanes solo llevaban un año en el poder. Jamás tuvo que usar burka… Hasta hoy. Me acaba de mandar este video. Es una de las integrantes de la selección nacional de baloncesto en silla de ruedas…y desde hoy tiene que ir así por Kabul. pic.twitter.com/aSOp1RBJfh— Antonio Pampliega (@APampliega) May 9, 2022
No sólo asistimos al acto físico de tapar a la mujer o al consecuente de aislarla por completo de otros seres humanos, sino que la instrucción incluso “trata a las mujeres como menores de edad”, puesto que los castigos, si se incumple, no son para ellas, sino para sus familiares varones, añade Heather Barr, investigadora senior para Afganistán de Human Rights Watch. La norma se implementará progresivamente, primero con sermones y persuasión y, luego, con detenciones o cárcel si es necesario, pero sobre su entorno, dejando a las mujeres como “prisioneras virtuales en sus hogares”, impidiendo que sus “recursos, talentos y habilidades estén al servicio de su sociedad”.
“Los talibanes realmente están dando un paso muy significativo en términos de despojar a las mujeres y las niñas de la autonomía que aún les queda -apunta-. Están creando una situación en la que ni siquiera está en manos de ellas tomar una decisión sobre si van a oponerse a los talibanes ante esta orden, qué tipo de riesgos están dispuestas a correr con sus propia seguridad, porque son los miembros masculinos de su familia los que están en peligro”, sostiene.
Y es que los talibanes, si ven a una mujer que no lleva burka, irán a su casa a hablar con los varones, sus tutores, para leerles la cartilla y “asesorarlo”, pero eventualmente pueden detenerlo hasta tres días y luego, enjuiciarlo. No se han detallado penas, aún, pero en un país donde las leyes son papel mojado y los islamistas hacen lo que les da la gana, cualquiera es válida. Los funcionarios públicos cuyas hijas o mujeres o hermanas sean unas díscolas serán despedidos.
Suma y sigue
Shaharzad Akbar, una destacada activista afgana de derechos humanos que ahora vive en el exilio, reconoce que su corazón “explota” ante nuevas imposiciones como la del burka, por más que, reconozca, la esperaba. Confiesa que siente “odio e ira” contra los talibanes, porque son “enemigos de las mujeres, ejecutores del apartheid de género, enemigos de Afganistán y de la humanidad”, y se duele de que “el mundo sea un espectador de nuestro dolor, del apartheid, de la tiranía total”, sin consecuencias.
Porque el burka es muy icónico pero desde que ascendieron los islamistas se han ido “confirmando uno a uno los peores pronósticos” para las afganas. Explica que “nunca” han sido aperturistas, pese a la pose de las primeras horas, pero con el paso de los meses se ha impuesto la visión más radical en el seno del Ejecutivo -también ellos tienen grados de brutalidad- y “hay que contentar a los combatientes más radicales, que han estado 20 años guerreando con ellos para imponer esta cárcel”. Los mismos 20 años en los que han nacido nuevas generaciones de mujeres que han sabido lo que es la libertad. “Porque los humanos nacen libres, nadie puede decidir sobre lo que hace o viste una persona”, rechaza.
Niega lo que afirma la Administración afgana, que el 99% de las mujeres ya usan burka y que por tanto el veto es para unas pocas. “No hay excusa para ellas”, insisten. Hay quien lo usa, de acuerdo, y muchas más que se lo ponen por miedo, preventivamente. “Es una forma de aprisionarnos más, lo mismo que el control de dónde podemos trabajar, con quién podemos viajar o qué teléfono podemos comprar sin riesgos. Hay problemas gravísimos como la hambruna o los atentados, pero el riesgo está en la mujer”, remarca.
Lamenta que en Occidente, tan entregado a la causa de los afganos en las primeras horas del triunfo talibán, con tanta mala conciencia, se haya hecho la vista gorda con todos los pasos que nos han traído a esta última vuelta de tuerca. Que son muchos.
Todos están condensados en el informe del Instituto de Derechos Humanos de la Universidad Estatal de San José y HRW. El más grave es el veto a la educación femenina, que data de marzo. En ese mes empezaba el año escolar en el país, pero los talibanes decidieron que las niñas mayores de 11 años no podrían volver a la escuela. Esto hace que sólo puedan formarse hasta sexto grado. Nada de Secundaria ni algo mayor. Por supuesto, las maestras de esos ciclos también han perdido sus trabajos. No hay indicaciones de cuándo se podrán retomar las clases. El régimen dice que va a elaborar un plan “integral” e “islámico” y que cuando esté, veremos. Esos panes de estudio dan miedo sin verlos.
231 días sin cole.
Adolescentes afganas sin derechos. pic.twitter.com/bnReGYvGTB— Miguel A. Rodríguez (@Marodriguez1971) May 8, 2022
En el plano laboral, ya en septiembre pasado, se decretó que mujeres y hombres no pueden trabajar juntos, por lo que en los pocos lugares en los que ellas aún trabajan -sanidad y educación, básicamente- no pueden estar a la vista de ellos. “Hemos luchado durante casi 40 años para llevar el sistema legal sharía a Afganistán”, señaló entonces Waheedullah Hashimi, un líder talibán, a la agencia Reuters. “La sharia (ley islámica) no permite que hombres y mujeres se reúnan o se sientan juntos bajo un mismo techo (…). Hombres y mujeres no pueden trabajar juntos. No se les permite venir a nuestras oficinas y trabajar en nuestros ministerios”, defiende. La misma mentalidad que hace que los parques abran para hombres y para mujeres en días alternos.
Gran parte de las afganas trabajadoras entrevistadas para el informe reconocían que habían perdido su empleo. Es un fenómeno generalizado, que también se ha extendido a trabajadores señalados por trabajar supuestamente para los occidentales que se fueron sin éxito, de democratizar el país.
En hospitales o escuelas donde las mujeres están para tratar o enseñar a otras mujeres, exclusivamente, la mano talibán también llega, con protocolos, charlas e interrogatorios a sus superiores para imponer modelos de trabajo limitantes, severos. “Nos indican cómo debemos vestirnos y cómo debemos trabajar separados del personal masculino. Se nos aconsejó hablar con el personal masculino de manera insolente y con tono de enojo, no en un tono suave, para que no evoquemos deseos sexuales en ellos”, dice una de las entrevistadas.
Como decía Kazem-Stojanovic, ni a los sueños tienen derecho estas mujeres: desde noviembre, no pueden aparecer en películas ni obras de teatro y de la televisión se han retirado los filmes en los que aparecen, las teleseries, los programas de entretenimiento. Como norma general, ahora la ficción que se hace en Afganistán tienen que respetar la sharia. Vetadas las comedias -porque ya sabemos por la Segunda Poética de Aristóteles qué desencadena la risa- y las películas extranjeras -porque los valores de fuera son deleznables-. Las periodistas, las que contaban la vida en Afganistán, están veladas desde el principio de su emirato, también.
En un país donde en la primera semana de mando islamista desapareció el Ministerio de la Mujer, el tutor ha vuelto a recuperarse, el lazarillo sin el que la mujer no sabe hacer nada. Ni moverse. Desde diciembre, las mujeres que deseen viajar más de 72 kilómetros de su hogar deben ir acompañadas de un “familiar varón cercano”. En la misma orden se pidió a los conductores particulares que no llevasen a mujeres sin velo, una medida ya caduca tras la impuesta desde el sábado. Y en marzo, los talibanes obligaron a las aerolíneas locales a que las mujeres sean rechazadas en vuelos nacionales o internacionales si no van con acompañante masculino.
Sima Bahous, la directora ejecutiva de ONU Mujeres, ha enfatizado en un comunicado que todas estas medidas “están limitando cada vez más la capacidad de las mujeres para ganarse la vida, acceder a la sanidad y educación, buscar protección, escapar de situaciones de violencia y ejercer sus derechos”. Da un dato: las restricciones laborales contra la mujer han tenido un coste inmediato de hasta mil millones de dólares o un 5 % de la economía afgana.
Por eso su organismo ha llamado “urgentemente” a los talibanes a cumplir con sus obligaciones en materia de derechos humanos y a la “inmediata restauración de la libertad de movimiento independiente para mujeres y niñas y sus derechos al trabajo y la educación al nivel más alto”. La respuesta es el silencio, por ahora.
Garantías de mentira
Desde el principio del nuevo tiempo talibán, la tensión ha sido importante en cuanto a sus relaciones exteriores, con estados y con organismos. El país sufre una tremenda crisis humanitaria y necesita del dinero que viene de fuera, pero esos fondos siempre se han ido condicionando, en parte, a que se respetasen los derechos humanos y se dejase trabajar a los profesionales sobre el terreno. El burka y lo que supone dinamita las supuestas garantías que los radicales han dado en este tiempo a instituciones como Naciones Unidas y complica ese reconocimiento desde fuera.
Tras conocer la noticia, la Misión de la ONU en el país ha informado de que “solicitará reuniones de inmediato con las autoridades de facto talibanes para buscar aclaraciones sobre esta decisión”. Igualmente, “llevará a cabo consultas con miembros de la comunidad internacional para determinar las implicaciones de esta orden”. Aún no se han comunicado decisiones concretas.
Desde que los talibanes tomaron el poder, los donantes recortaron la asistencia al desarrollo e impusieron sanciones al sistema bancario del país, colocando la economía afgana en situación de colapso. En septiembre, se realizó una reunión de alto nivel en Ginebra, en la que la comunidad internacional prometió más de 1200 millones de dólares en ayuda humanitaria para el pueblo afgano. Al mes de la toma del timón talibán, el Consejo de Seguridad adoptó una resolución pidiendo a los mandatarios que permitieran el tránsito seguro para todas las personas que decidieran salir del país.
No ha habido avances tampoco en estos campos, pese a que la situación es absolutamente desesperada. El “deeply concerned” (“profundamente preocupados”) de Naciones Unidas condensa una tragedia brutal: con casi 23 millones de personas en situación de hambre, Afganistán va rumbo a convertirse en la mayor crisis humanitaria del mundo, con necesidades superiores a las de Yemen, Etiopía, Siria o Sudán del Sur.
Frente a este escenario, la ONU y sus socios humanitarios hicieron en enero un llamamiento a reunir más de 5.000 millones de dólares para Afganistán para reactivar los servicios básicos en el país. A estas llamadas de auxilio no suele llegar ni el 60% de lo solicitado.
“Pero no nos vamos a resignar. Las afganas no son las mismas que hace 20 años. No pueden borrarnos del mapa”, aún confía Akbar. O en palabras del secretario general de la ONU, Antonio Guterres, “ningún país puede prosperar negando los derechos a la mitad de su población”. Hace falta más que resiliencia. Hace falta acción. De todo el mundo. Así que no te olvides de Afganistán.