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Autoengaño y negacionismos

Advierte Schopenhauer que no engañamos a nadie tanto como a nosotros. Un somero ejercicio de liviana introspección podría confirmarnos este aserto. Rehuimos normalmente que nos hagan fotos, porque nunca nos vemos favorecidos, es decir, no logramos identificarnos con esa imagen que los demás reconocen muy fácilmente. Al intentar disculparnos por algo, siempre se colará un “pero” que matice nuestra disculpa.

También tendemos a descargar nuestras culpas en los demás o en factores ajenos a nuestra voluntad, como si ésta estuviera presa en una telaraña de la que no puede zafarse o esto matizara o exonerara cualquier tipo de responsabilidad por nuestra parte. Incluso cuando asumimos una rendición de cuentas, queda hueco para el socorrido “pero…”. En cambio somos implacables al exigir las responsabilidades ajenas sin atender a eximentes o atenuantes.

No deja de ser un mecanismo psicológico de defensa, que a veces se convierte en un ataque preventivo. La coartada del “tú más” tan utilizada por ciertos politicastros rehúye responder cambiando de tercio, confiando en que la estratagema cuele una y otra vez e insultando la inteligencia de quienes asisten estupefactos a semejante derroche de estulticia.

Cuando estamos bajos de ánimo, a veces intentamos remontar nuestra depresión dando zarpazos, al ver que la pena no rinde tantos réditos como nos gustaría. Nos comemos berrinches de alto copete por minucias que para colmo sólo existen en nuestra imaginación. Estamos tan pendientes de nosotros mismos que llegamos a creer que todo gira a nuestro alrededor, como si los demás no tuvieran otros entretenimientos.

En muchas ocasiones el entorno más cercano se lleva la peor parte, al no poder meternos con aquellos a los que no tratamos. Ya se sabe que donde hay confianza… De nuevo tras una primera fase de comprensión, lo único que conseguimos es ahuyentar a quienes más nos aprecian y mayor tiempo nos dedican, porque sencillamente no soportan el daño emocional que les infligimos con nuestros reproches infundados.

Sin embargo, este mecanismo individual del autoengaño, que tiene algún efecto positivo pero despacha sobre todo contrariedades muy adversas, cuenta con su correlato social. Se trata del proselitismo. Quien pretende convencer a otros compulsivamente para que suscriban su causa suele darse grandes baños de autoengaño. Los mejores propagandistas comienzan por hipnotizarse a sí mismos y la simulación preliminar cede pronto su lugar a un credo absolutamente dogmático.

Estamos en la trastienda de los negacionismos. Algo ten tremendo como el genocidio del Holocausto no pudo darse y por lo tanto tiene que ser una fabulación de quienes desestiman las bondades del nazismo. Cualquier documentación que acredite aquella masacre industrializada será reputada de atentar contra la verdad. En este caso asistimos a un autoengaño colectivo y compartido con quienes abjuran de las instituciones evidencias.

La inexistencia del cataclismo climático y la pandemia sanitaria son expresiones del mismo mecanismo. En lugar de alzar la voz, como hacemos en el plano individual, en el terreno social se recurre a los troles para reventar cualquier debate adverso. Ni siquiera se molestan en intentar convencerles, sino que se aprestan a boicotear sus argumentaciones por si calan en mentes aún por conquistar. Por supuesto son incapaces de utilizar la ironía para descalificar al adversario. Tienden a mostrarse iracundos antes quienes no suscriben sus indiscutibles revelaciones.

Las crisis sociales repercuten en nuestra salud mental. El confinamiento y la precariedad, o el transfundo de una guerra enquistada, junto a la pérdida de familiares y las secuelas físicas de múltiples enfermedades, hace tambalear nuestro equilibrio psíquico. Éste resulta mucho más fácil de mantener con las necesidades bien cubiertas y sin ofrecer sobresaltos en la estabilidad política-social. Siguiendo el consejo de Ortega conviene salvar la circunstancia para salvarnos a nosotros mismos.

Tenemos que mirarnos más a nuestro espejo interior y convertir nuestras debilidades en fortalezas que nos permitan disfrutar de nuestros allegados. Pero también habría que transformar las condiciones de posibilidad ofertada por unos actores políticos ensimismados en un patológico narcisismo. En definitiva, deberíamos modificar nuestros hábitos más conflictivos y dar el finiquito a quienes contaminan con sus desmanes la gestión pública. Pero quizá lo expresado en estas líneas no deje de ser un autoengaño.

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